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– Lo sé, pero es una forma excelente de apartarme de las personas aburridas y acercarme a las interesantes y hermosas, como usted. Por favor, no me llame señor Keeble, me hace sentir viejo. Gideon, por favor. ¿Dónde está su encantador novio?

– Vete a saber -dijo Jocasta-, pero esté donde esté, está hablando. Y seguro que no de mí.

No quería que sonara resentido, pero así fue. Gideon Keeble la miró a los ojos.

– Ese chico es un poco tonto. Esperaba que hubiera seguido mi consejo y le hubiera puesto un anillo.

– Ni por asomo -dijo Jocasta sonriendo con determinación-, pero de haberlo hecho, una cosa es segura: no me habría gustado. Su gusto en joyas es execrable.

– Ése es un defecto muy grave en un joven. Yo estoy orgulloso de mi gusto. Las joyas son como el perfume, deben complementar el estilo de la portadora.

– ¿Y cuál diría que es mi estilo?

– Veamos, déjeme pensar. -Sus brillantes ojos azules la escrutaban, medio en serio, medio en broma-. Creo que es una chica de diamantes. Relucientes y brillantes. Pero no diamantes grandes. Nada vulgar. Pequeños e intensos. Con oro blanco.

– Suena de maravilla -dijo Jocasta-, pero Nick no está en el nivel de los diamantes. Una pena.

– No pensaba en Nick -dijo él-. Pensaba en usted. A mí me gustaría ponerte unos diamantes aquí -se tocó una oreja ligeramente- y, veamos…, sí, aquí. -Le cogió una mano y la posó en el valle de su escote. Era un gesto curiosamente erótico, bastante más que si la hubiera tocado él mismo.

Hubo un silencio y después ella reaccionó enseguida.

– Sería estupendo. Mucho. Pero tal vez podría contarme cosas de algunas personas que hay aquí. Y de las que habrá. Estoy medio de guardia, ¿sabe?

– Qué lástima. Pensaba pasar un rato con usted.

– Puede, si quiere. Acompáñeme a dar una vuelta y presénteme a algunas personas famosas. O personas importantes, si lo prefiere.

– Muy bien. ¿Conoce a Dick Aoki, presidente del banco Jap-Manhat, como se le llama de manera irrespetuosa?

– No. ¿Qué diablos tiene él que ver con un nuevo partido político británico?

– Nada. Sin embargo… Venga. Se lo presentaré.

Aoki le cayó bien. Medio japonés, medio estadounidense, era divertido y humilde.

– Voy a comprarme una casa en Wiltshire -le dijo-. ¿Crees que la tribu inglesa rural me aceptará?

– Por supuesto -contestó ella-. Si gastas dinero para entretenerlos. En realidad son unas furcias.

– ¿De verdad? Es interesante. Pero es una casa preciosa y si me veo obligado a vivir en ella en total aislamiento, no me importará. Supongo que conocerás la casa de Gideon en Cork.

– No -dijo Jocasta-, no he estado.

– Qué lástima. Gideon, deberías invitarla. Se compenetrarían.

Gideon la miró pensativo.

– Tienes razón. Muy bien, Jocasta, debes venir en cuanto pueda organizarlo. ¿Te gustaría? Puedes traer a Nick, por supuesto, no pretendo comprometerte.

– Me gustaría mucho -dijo ella. Le sonrió y él le devolvió la sonrisa, sosteniéndole la mirada un poco más de la cuenta.

– ¿Qué vais a hacer tú y Nick, después de la fiesta? Voy a llevarme a algunos a cenar, ¿os apetece apuntaros?

Sin duda le apetecía, pensó Jocasta contenta. Sin Nick, a poder ser.

Martha Harley llegó a la fiesta muy tarde. La había retrasado una llamada de Ed, que quería saber qué iban a hacer el fin de semana. Estaba disgustado porque ella no quería llevarle a la fiesta: tan disgustado que al principio ella había pensado que estaba tomándole el pelo. La relación no mejoró mucho cuando ella no pudo verle en toda la semana. Estaba realmente ocupada. Él se había enfadado y le había puesto morros. Lo de poner morros era una de las pocas cosas que hacía Ed que le recordaban a Martha lo joven que era.

Sólo la promesa de un fin de semana juntos le había ablandado.

– Y no quiero que me escatimes ni cinco minutos del fin de semana.

Ella le prometió no hacerlo.

Había elegido un traje pantalón negro de crepé de Armani, muy sencillo, al que se le daba dinamismo con unos pendientes largos de diamantes muy extremados. Se recogió a un lado el pelo castaño liso con un clip a juego, y sus nuevos Jimmy Choos -peligrosamente altos, con tiras de diamantes en el tobillo- la hicieron sentir sexy y atrevida.

Cuando llegó, la habitación estaba tan abarrotada de personas que parecía imposible moverse.

Jack Kirkland la saludó con la mano, pero estaba absorto en una conversación con Greg Dyke, y una pareja de la agencia de publicidad la saludó pero enseguida se alejó. Entonces oyó una voz conocida.

– Martha. Hola. Me alegro de verte. Estás guapísima.

Era Nick Marshall. Había coincidido con él un par de veces, pero nunca habían hablado más de un par de minutos. Como ella, siempre iba con prisas. A Martha le había gustado lo que había visto.

– Menudo día -dijo Martha-. Habéis hecho un trabajo estupendo para nosotros. Para ellos -se apresuró a corregir.

– Martha, querida, hola. -Gideon Keeble le dio un abrazo enorme-. Por Dios, qué guapa estás. Esta sala está llena de bellezas. Los pobres machos no podemos hacer más que mirar y desearos.

– Gideon, dices muchas tonterías, pero son tonterías muy agradables. Gracias.

– Gideon. -Era Marcus, resoplando ligeramente, con la cara rosada por el champán y el calor-. Quentin Letts del Mall quiere hablar contigo. ¿Puedes?

– Qué remedio. Martha, querida, nos vemos luego. Marcus, quédate con esta hermosa mujer y cuídamela.

– Lo haré -dijo Marcus-. Pero tengo malas noticias. Hemos perdido a uno de nuestros más fervientes simpatizantes, de los páramos de Suffolk; un infarto, pobre. Tendrá que retirarse.

– Oh -dijo Martha-, te refieres a Norman Brampton.

– Sí, Norman. ¿Le conoces?

– Mis padres viven en su distrito. Prácticamente me senté en sus rodillas. Mi padre, ya te lo habré dicho, es el vicario, y le conoce muy bien.

– Ya.

Hubo un largo silencio y Marcus se quedó mirándola.

– Marcus, ¿qué pasa? ¿Tengo espinacas en los dientes o qué?

– No, no, es que estaba pensando… ¿Puedo pedirte que hables con un par de trabajadores de la circunscripción? Están un poco perdidos, y no quiero que piensen que no nos preocupamos por ellos.

– Por supuesto que no me importa -dijo Martha.

Chad, que tiró de ella por el brazo, la ayudó a salir del paso.

– ¿Podemos hablar un rato después?

– ¿Podría ser ahora? Tengo que marcharme pronto.

– ¿Y eso por qué?

– Digamos que tengo que retorcer algún brazo. Cosas de los clientes. Lo siento, Chad, pero es muy importante.

– ¿No paras nunca? Deberías tener otro trabajo, uno que te permita un poco de tiempo libre. Nos encantaría tenerte a bordo. Queremos que te presentes por una circunscripción. Piénsatelo.

– Ya lo he pensado. De hecho ya he terminado de pensarlo. Lo siento. Mira, tengo que irme. De vuelta al trabajo diurno. O mejor dicho nocturno.

Levantó la cabeza para darle un beso y, por encima de su hombro, vio la sala como si acabara de llegar, vio a la gente que la llenaba como si no la hubiera visto antes: poderosa, brillante, todos metidos en asuntos importantes, realmente importantes, algo de lo que ya se sentía parte, y sintió que alguna cosa cambiaba en su cabeza. Y él lo notó, avezado estratega siempre, e insistió.

– Oye, ¿podríamos quedar mañana? ¿Para desayunar tarde quizá?

– Sí, quizá sí -dijo ella lentamente.

Él le dio un beso rápido.

– Bien. En Joe Allen's a las once, ¿eh?

– Bien.

Se alejó. Martha hizo como si no viera a Marcus gesticulando hacia ella desde el otro extremo de la sala, porque no podía retrasarse más.

No tenía ni idea de que lo que quería era presentarle a la novia de Nick Marshall, que era periodista en el Sketch. O que la novia estuviera en la fiesta o que Jocasta Forbes se moviera en la misma órbita que ella.

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