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– No me la han puesto porque no he abortado -dijo-. Sigo embarazada. No sé cómo voy a salir adelante, pero… estoy embarazada. Me he marchado. Les he dicho que no lo haría, justo cuando venían a buscarme. Se han enfadado mucho -añadió.

Clio se sintió como si alguien acabara de mostrarle pruebas irrefutables de que la tierra era plana. Se quedó mirando fijamente a Jocasta, intentando decidir qué sentía. Por fin lo supo: irritación. Una inmensa irritación.

– Eres una cerda -dijo-, una imbécil. Me he saltado todos los límites de velocidad para venir aquí, seguro que he perdido todos los puntos, esta tarde, preocupándome, llorando como… ¡Oh, Jocasta!

Se echó a llorar.

– Clio, cielo, no, no, ya sé que es duro, pero…

– No -dijo, acercándose a ella para abrazarla-, no es duro. En absoluto. Que te deshicieras del niño es duro. Estoy muy contenta por ti, muy contenta.

– Qué bien, porque yo también estoy contenta por mí. Muy contenta. Estaría en las nubes si pudiera parar de vomitar. Me lo merezco por haberme hecho la enteradilla.

– Sí, puede que sí. ¿Se lo has dicho a Nick?

– Sí. Ha venido.

– ¿Qué ha dicho?

– Clio, se ha puesto contento, contentísimo. De hecho estaba emocionado. Hasta que supo que no lo había hecho, estaba muy enfadado. Todavía no me puedo creer que…

– Jocasta -dijo Clio-. Odio decir esto, no, no odio decir esto, disfruto diciéndolo, pero ya te lo dije.

– ¿Dónde está Nick? -preguntó media hora más tarde, después de prepararle a Jocasta una manzanilla.

– Vete a saber. Ah, sí, ha tenido que ir a buscar su coche, le han puesto el cepo. Es socio de no sé qué cosa que esperan junto al coche hasta que vienen a quitarle el cepo, pero era demasiado tarde y se lo habían llevado, así que ha tenido que ir a buscarlo. Pobre -añadió cariñosamente.

Sonó el móvil.

– Hola, Kate. ¿Cómo estás? Oh, Dios -exclamó pasándole el teléfono a Clio-, tengo que ir al baño. Lo siento.

Clio la miró comprensiva y dijo:

– Kate, soy yo, Clio.

– ¿Qué le pasa a Jocasta?

– Tiene… tiene el estómago revuelto.

– Oh, no, pobre. Pasaré a verla. Le llevaré unas flores. Estoy con Nat, en Clapham, a dos calles de su casa. La hemos buscado en el callejero.

– Kate, no creo que…

Pero había colgado.

De forma asombrosa a Jocasta le hizo ilusión.

– Me encantará verla. De verdad.

– ¿Y Nat? ¿Estás segura?

– Bueno, quizás un par de minutos. Ya sé por qué viene, me llamó ayer. Es por el contrato de Smith. Ha cambiado de idea y va a hacerlo.

– ¿Ah, sí? -dijo Clio. No le apetecía nada oír hablar de Kate y su contrato. De su contrato y de Fergus.

Pensar en Fergus la puso irritable de repente. Estaba contenta por Jocasta, sin duda, y por Nick, pero ella estaba sola otra vez. Muy sola. Sin perspectivas de estarlo menos. Seguro que era por eso por lo que la había llamado Fergus, para decirle que había firmado un contrato fantástico para Kate. Era tan insensible. Y egocéntrico.

Llegó Kate, con aspecto radiante, y con un ramo de flores enorme pero más bien desarreglado.

– Cariño, qué bonitas -dijo Jocasta.

– Espero que sí. Las cogimos cerca del taller. Las ha elegido Nat mientras yo iba al baño.

– Son muy bonitas. Gracias, Nat.

– De nada. Siento que no te encuentres bien.

– ¿Sabéis qué? -dijo Jocasta-. ¡Estoy fenomenal!

– ¿En serio? -dijo Kate-. Clio me ha dicho que tenías el estómago revuelto.

– ¿Ah, sí? No, nada de eso, voy a tener un hijo, Kate. ¿Qué te parece?

Kate la miró fijamente.

– Dijiste que no tendrías nunca.

– Ya lo sé. Pero son cosas que pasan.

– Sí, ya. -Se quedó un momento pensando en lo obvio. Después dijo-: Creo que es estupendo. Te dije que serías una gran madre. ¿No crees, Nat?

– Sí -dijo él, con expresión solemne, como si estuviera sopesándolo realmente-. Esperemos que sí.

Jocasta le sonrió.

– Yo también lo espero.

– Gideon estará encantado.

– No es de Gideon -dijo Jocasta con calma-. Gideon y yo vamos a divorciarnos.

Kate la miró confundida. Era normal pensó Jocasta.

– ¿De quién es entonces?

– Es de Nick.

– ¿Nick, el que era tu novio? ¿El que vino al funeral?

– Ése.

– Oh. -Reflexionó un momento-. ¿Vas a casarte con él?

– Es probable. Es un poco antimatrimonio. Pero está muy contento con lo del bebé.

– Bueno, eso está bien, supongo. Siento lo de Gideon, de todos modos. Me caía muy bien.

– Sí, Kate, a mí también. Pero no pasa nada. No deberíamos habernos casado. Fue un error estúpido. Sobre todo por mi parte. Seguimos siendo buenos amigos.

– Genial. -Estaba muy desconcertada, descolocada.

Jocasta decidió cambiar de tema.

– Háblame de tu contrato -dijo-. ¿Lo has firmado? ¿Cuándo empiezas?

– No -dijo Kate-. No lo he firmado. Fergus me ha dicho que no lo hiciera.

– ¿Fergus te ha dicho que no lo firmaras?

– Sí. Estaba dispuesta a firmar, he ido a verle y me ha dicho que no lo hiciera. Me ha dicho que no era consciente del lío en el que me metía, que todo empezaría de nuevo, con la prensa y todo el rollo, y no me ha dejado. Me siento aliviada -añadió-. A pesar del dinero, en el fondo no me apetecía.

– Sí, el dinero no lo es todo, ¿verdad? -dijo Nat.

– No. Clio, ¿adónde vas? Clio…

Clio condujo a toda prisa hasta el despacho de Fergus. Más multas por exceso de velocidad. Rezó para que estuviera allí. Eso no era algo que pudiera solucionarse por teléfono. Al llegar a North End Road, y su edificio, le vio de pie en la ventana del primer piso, mirando a la calle. Parecía muy desgraciado. Aparcó el coche, sin preocuparse de que estuviera en las líneas en zigzag junto al cruce, y cruzó la calle corriendo. Apretó fuerte el timbre.

Él tardó mucho en abrir la puerta. ¿Y si la había visto y no quería dejarla entrar? ¿Y si no quería verla? No le culpaba, se había portado muy mal con él.

Al fin respondió en el interfono.

– ¿Quién es?

– Soy Clio. Déjame pasar, por favor.

– Ah, vale. -No parecía precisamente contento de oír su voz.

Clio respiró hondo, abrió la puerta y subió la escalera corriendo. Fergus estaba sentado en la diminuta habitación que él denominaba recepción, y la miró con bastante frialdad.

– Hola.

– Hola, Fergus. He venido a disculparme.

– ¿Qué?

– Sí. Siento haber dicho esas cosas de que eras cínico y comerciabas con las miserias de la gente y todo eso. Lo siento mucho.

– Ya.

– Sí. Fue horrible por mi parte, no tenía ningún derecho a decirlo.

– No.

Aquello no iba bien. Tal vez le había ofendido demasiado para que la perdonara. Oh, Dios.

– Fergus, Fergus, de verdad, de verdad quiero que sepas que yo… que te quiero mucho. Te he echado muchísimo de menos. Hoy no dejaba de pensar cuánto te echaba de menos, que no debía haber sido tan estúpida y…

– No pasa nada -dijo él. Seguía mirándola de forma inexpresiva.

Era horrible. Era evidente que le había ofendido más allá del perdón. Se lo merecía. Era una mujer virtuosa y pomposa. No se merecía a alguien tan bueno como Fergus. Debería haber confiado en él, debería haberle juzgado mejor. Le miró otra vez, pero él seguía inmutable.

– Bueno -dijo Clio por fin con la voz temblorosa-, bueno, es todo lo que quería decirte. Necesitaba decírtelo. Creí que tenía que decírtelo.

Se volvió hacia la puerta. Si lograba salir sin echarse a llorar, ya sería algo.

– ¿Adónde vas? -dijo él.

– No lo sé. A casa, supongo. A Guildford.

– No -dijo él-, ni hablar.

– ¿Qué?

– Te quedas aquí conmigo.

– ¿Me quedo?

– Sí -dijo-, te quedas aquí. Te quiero.

– ¿Me quieres? -dijo Clio.

– Sí. Te quiero. Te quiero muchísimo, bruja lianta -añadió.

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