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– ¿Me da su nombre, por favor?

– Keeble. Jocasta Keeble.

– ¿Con quién tiene visita?

– No puedo decírselo porque no lo sé.

La mujer se puso a teclear en el ordenador. Lo suficiente para escribir un libro, le pareció a Nick. Al menos un artículo muy largo. Qué pérdida de tiempo y energía eran esos trastos. Sólo se necesitaba un libro de citas y un lápiz.

– Keeble, ha dicho, Keeble. No, no tengo a nadie esta mañana con ese nombre.

Sonó el teléfono.

– Ginecología y Obstetricia Gower. ¿Doctor Cartwright? Sí, espere un momento, por favor. -Más tecleo.

– Oiga -dijo Nick-, esto es tan urgente que no sé ni por dónde empezar. Por favor, dígame dónde está.

– Un momento, por favor. Lo siento, doctor Cartwright, le paso una llamada.

La mujer le sonrió menos amistosamente.

– Oiga, no tengo a ninguna Keeble hoy. Seguro.

– Pues mire Forbes.

– Forbes, Forbes…, ah, sí. Sí, aquí está. Bien, si quiere sentarse, le diré a la doctora Miles que está aquí. Sírvase un té o un café.

– No quiero café y no quiero ver a la doctora Miles. Quiero a mi esposa.

– La doctora Miles tiene visita con su esposa hoy. Un poco de paciencia, por favor. Susan, es sobre la señora Forbes. Una de las pacientes de la doctora Miles. Está aquí su marido. Está en el quirófano… Ah, sí, bien. Gracias… -Se sentó en la silla y sonrió a Nick con gran educación-. Lo siento, señor Keeble. Su esposa ya se ha marchado.

Enseguida vio lo que había hecho. Estaba muy rara. Una mezcla de desafío y excitación. El frasco de paracetamol estaba encima de la mesita, perfectamente tapado. Ella lo miró. Él lo cogió. Estaba vacío.

– Oh, Grace, Grace, mi vida, no deberías haberlo hecho, sé por qué lo has hecho, pero… Dios mío, llamaré a Douglas, cielo santo…

Grace se puso a llorar.

El consejo de Douglas Cummings fue sucinto.

– Llévala al hospital. Inmediatamente. Es un fármaco letal. Esté como esté, llévala al hospital. ¿Quieres una ambulancia?

– No -dijo Peter enseguida-, está a cinco minutos. La llevaré en coche.

Esperaba fervorosamente que aquello no fuera lo último que hacía por ella.

Nick caminó despacio hacia el coche. Le habían puesto el cepo. Decidió que no podía resolverlo en ese momento. Lo dejaría. Lo bueno del cepo era que el coche estaba seguro.

Se encontraba mal, y sumamente cansado. Aparte de eso no sentía nada: ni tristeza, ni ira, nada. Le dolía el brazo. Paró un taxi y le dio la dirección de Hampstead. Se sentó en el taxi, mirando por la ventanilla, los entornos más bien deprimentes de Gower Street, mirando a la gente, personas con suerte, que tenían relaciones normales y familias felices.

Intentó no pensar en Jocasta y sobre todo intentó no pensar en el bebé del que se había deshecho. Fracasó. Era como si su cabeza no quisiera volver a pensar en nada más nunca. Pensaba en ella, en lo mucho que la había querido, lo mucho que la quería, tanto…, en cómo se habría comportado, en lo que habría querido, de haberlo sabido. Y sabía que lo habría querido. Mucho, mucho. Incluso en ese momento, al pensar en el bebé, un bebé que ya no existía, sintió un montón de cosas nuevas y del todo desconocidas. No estaba muy seguro de lo que eran, pero había orgullo, un fuerte instinto de protección y un cierto respeto por lo que habían hecho, Jocasta y él. Sí. Sin duda. Lo habría querido: a su bebé.

Habría sido absolutamente aterrador: habría supuesto no sólo compromiso, compromiso absoluto, impuesto a la fuerza, sino una vida nueva y totalmente diferente. No habría habido ningún período de ajuste para los dos, tiempo para aprender a vivir juntos, tiempo para adaptarse a su nuevo estado. Habría dado el salto de soltero a marido y padre, sin tiempo apenas para respirar. Habría sido muy difícil. Pero era lo que habría querido.

Al cabo de un rato, asombrado con su tristeza, por lo que había perdido, por lo que ambos habían perdido, pensó que daba lo mismo si no volvía a verla, porque no se hacía responsable de lo que podía hacerle, y entonces se adelantó y golpeó en el cristal y dijo al taxista:

– ¿Puede llevarme a otro sitio? A Clapham, North End Road, por favor.

Se pondría bien seguramente, habían dicho, porque él había actuado muy deprisa.

– El problema del paracetamol es que aunque parezca no haber hecho ningún efecto ha producido un daño irreparable en el hígado -le dijo el joven doctor a Peter.

Había salido de la habitación de Grace, y lo había encontrado llorando con la cabeza entre las manos. El médico era muy joven, y normalmente le costaba mucho enfrentarse al dolor de los pacientes, pero su padre era clérigo y aquel pobre hombre le resultaba más familiar.

– Creo que se pondrá bien. Le hemos dado un antídoto muy potente, le hemos hecho un lavado de estómago y ahora duerme. Procure no preocuparse. Parecía tranquila.

Peter asintió, porque era incapaz de hablar.

– Mire -dijo el médico-, sé que es frágil y que ya no es joven, pero es una luchadora. Se le nota, con sólo verla. No ha parado de decir que lo sentía. Trate de no preocuparse -dijo otra vez.

– Sí -dijo Peter, secándose los ojos-. Sí, gracias.

– Tómese una taza de té.

– Lo haré.

Peter le vio alejarse, para ver a otro paciente, resolver otra crisis. Apenas parecía tener edad para llevar un maletín de médico y menos aún para dirigir un ala de urgencias; era delgado, casi desmadejado, con su bata blanca, y los cabellos sobre los ojos.

De repente el joven médico se volvió y fue hacia él.

– He olvidado decirle algo -dijo a Peter-, su esposa ha dicho que había sido un accidente. Lo ha dicho tres veces. Está claro que lo lamenta muchísimo. Eso es una buena noticia. Los casos realmente graves son los que no quieren que les salven.

Peter le dio las gracias. Pero sabía que a Grace le habría encantado que la dejaran irse. Para estar con Martha.

– Una llamada para ti, Clio. Creo que es esa periodista amiga tuya -dijo Margaret-. ¿Te la paso?

– Oh, sí, por favor, pásamela. ¿Cuántas visitas me quedan?

– Sólo la señora Cudden.

– Qué bien. Dile que no tardaré y que la llevaré a casa.

– ¿Seguro?

– Del todo. Jocasta, hola, ¿cómo estás?

– Oh, Clio, Clio… -Jocasta no siguió.

Clio sólo oía sollozos.

– Jocasta, ¿qué pasa? ¿Qué tienes?

– Ha sido horrible. Estaba tan asustada que… Dios mío, ven, por favor. En cuanto puedas. Lo siento, Clio, lo siento, estoy bien, es que…

– Jocasta, no deberías estar sola. Debería haber alguien contigo. ¿Dónde estás?

– En casa. Estoy bien, en serio. Estaré bien.

– Puedo ir sobre las cinco -dijo Clio-. ¿Te parece bien?

– Sí. Gracias. -Estaba muy llorosa. Clio colgó y dijo que pasara la señora Cudden.

Tal vez podría convencer al nuevo médico para que hiciera sus visitas de la tarde.

– Ya puede verla, señor Hartley. -La joven enfermera le sonrió cariñosamente-. Ha dormido un poco. Dice que quiere irse a casa, pero por su edad, es mejor que se quede un par de días. Para que podamos supervisar cómo va su hígado. Tenemos una habitación en Florencia, y la trasladaremos en cuanto podamos.

– Gracias -dijo Peter, y se preguntó distraídamente cuántos millones de alas de hospital se llamarían Florencia. Entró a ver a Grace.

Estaba echada boca arriba, mirando al techo. Tenía la piel amarillenta.

– Hola, Grace, mi vida.

Ella volvió la cabeza, le miró y se echó a llorar.

– Oh, Peter, lo siento. No sé cómo he podido hacer eso. Perdóname, por favor.

– Claro que te perdono. Te perdonaría lo que fuera. Ya lo sabes. Te quiero muchísimo, Grace.

– Lo sé. Yo también te quiero. Pero todo parece tan inútil. Tan terriblemente inútil. Al ver el frasco me pareció encontrar la solución.

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