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También le planteó el tema de comprar una casa.

– Nuestra, no sólo tuya. Sería muy bonito. He pensado en Francia, en la zona de Biarritz. O tal vez en Estados Unidos, en la Costa Este, en Maine o un sitio así.

– Cariño, creo que ya tenemos bastantes casas. Pero si crees que eso te hará feliz, puedes ponerte a mirar.

Jocasta llamó a la inmobiliaria y empezó a juntar una carpeta con la información para enseñarle a Gideon. Se sentía un poco sola haciéndolo, pero algunas de las casas eran preciosas y sería divertido ir a verlas. El único problema era encontrar un hueco en la agenda de Gideon.

– ¿Y en enero del año que viene? -dijo, exasperada, y él le sonrió.

– Lo siento, cariño. Ya te lo advertí, te has casado con un adicto al trabajo.

Jocasta pensó que no se lo había advertido, pero no lo dijo. Empezaba a aprender a morderse la lengua. Iba contra su forma de ser y la deprimía.

También asistió a un par de cenas, intentando trabar conversación con personas con las que no tenía nada en común. Los hombres no estaban mal, aunque era evidente que la consideraban una cabeza de chorlito, un trofeo que Gideon había sido lo bastante listo para ganar, pero las mujeres eran horrendas, aburridas y plomizas, obsesionadas con su aspecto, con sus casas, sus hijos, sus entrenadores personales y monitores de deporte, y la trataron como si fuera algo interesante pero de una especie claramente inferior. Incluso habían subido al piso de arriba sin los hombres durante una hora.

– Para hablar del Botox y las desintoxicaciones -explicó Jocasta a Clio al día siguiente.

Pensó en las cenas que habían dado Nick y ella, despreocupadas y acogedoras, con un ambiente alegre, de flirteo, todos bebiendo felices hasta ponerse alegres e incluso borrachos del todo. Pero se esforzó por decirle a Gideon que lo había pasado bien y le sorprendió que él pareciera creerle.

Había llamado a Nick para disculparse por llorarle durante el almuerzo aquel día; él estuvo amable pero expeditivo con ella, le dijo que no pasaba nada y le envió sus cosas, con una nota muy correcta y fría. Se sintió rechazada y apesadumbrada durante varios días.

De todos modos, comenzaba a pensar que podía aprender a ser la señora Keeble. Le costaría tiempo adaptarse, pero se acostumbraría. Sin duda.

Y entonces sucedió.

Había empezado de forma muy sutil: le pidió que fuera con él a un viaje de negocios al cabo de unas semanas. No sería lo más divertido del mundo, dijo, un fin de semana de tres días para magnates de la industria en Múnich, pero creía que Jocasta lo pasaría bien y a él le iría bien que le acompañara.

Jocasta intentó demostrar entusiasmo. Sonrió y dijo que sonaba muy bien y que nunca había estado en Munich, que seguro que lo pasaría bien, pero ella misma podía oír en su propia voz que estaba bastante segura de que no sería divertido, ni siquiera agradable. Le dijo a Gideon que no se encontraba muy bien, que tenía náuseas y le dolía la cabeza, para evitar que pensara que no quería ir con él de viaje.

– Querida, lo siento. Espero que no estés embarazada.

Lo decía a menudo, y que se tomara tan a la ligera su fobia disgustaba mucho a Jocasta. Nick siempre se había mostrado muy comprensivo: «No lo entiendo, pero veo cómo te afecta y lo siento mucho», había dicho cuando ella se lo había contado.

– Por supuesto que no estoy embarazada, Gideon -exclamó.

– ¿Estás segura?

– Estoy totalmente segura. No podría estar más segura, igual que hace seis horas. ¿Entendido?

– De acuerdo. Perdona, cielo, no quería molestarte.

Pero lo había hecho, y Jocasta se sintió vulnerable y herida cuando Gideon dijo:

– Pobrecilla. En fin, creo que te lo pasarás bien en ese viaje, tienen un buen programa para las mujeres, compras y visitas…

– ¿Un qué?

– Un programa para mujeres. Seguro que sabes lo que es.

– No, Gideon, la verdad es que no. Siento ser tan simple.

– Qué vida más protegida has llevado. Es lo que hacen las esposas mientras los maridos hacen negocios.

– ¿Cómo? ¿Todas juntas? ¿Yo y las demás esposas? ¿Un montón de arpías?

Gideon dijo que seguro que todas no serían arpías, que seguro que habría algunas esposas jóvenes para hacer amistad y…

– Por jóvenes léase cuarenta y cinco -dijo Jocasta-, como en la cena de la otra noche, con bronceados permanentes y hablando de liftings faciales. ¡Oh, Gideon, no me hagas eso, por favor!

– No te hago hacer nada -dijo él, poniendo la cara tensa que Jocasta sabía que era el prefacio de un ataque de genio-, sólo he dicho que sería muy agradable para mí, y que me ayudaría también.

Jocasta calló. Él suspiró y después dijo:

– Este matrimonio empieza a convertirse en una calle de una sola dirección, Jocasta.

– ¿Y eso qué significa?

– Significa que sólo va por el camino que tú quieres. Por el amor de Dios, no tienes que hacer mucho…

– ¿Ah, sí? No tengo que organizar tus comidas y a tus criados y esperar discretamente a que te dignes volver a casa y…

– No lo considero muy oneroso. De hecho, a cambio de…

– ¿A cambio de qué, Gideon? Dímelo.

El corazón le dio un vuelco y estaba cansada. Las palabras de Gideon le habían dolido mucho.

– A cambio de mucho. Como eso… -señaló un montón de bolsas sin abrir en un rincón, de Harvey Nichols, Chanel, Gucci; Jocasta empezaba a cogerles el gusto a las compras-, y lecciones de vuelo y coches…

– Así que nuestro matrimonio es un balance de debe y haber. No me había dado cuenta. Entonces tal vez deberíamos poner precio a algunas cosas. Cuánto por dos horas esperando a que vengas a casa a cenar, por toda una mañana ordenando tu ropero…

– ¡Jocasta, no seas niña!

– ¡No me digas eso! Es muy desagradable. Es insultante y horrible.

– Esta es una discusión desagradable.

– Lo siento, pero has empezado tú. Diciendo lo que hacía yo a cambio de tu dinero, joder. Y hablando de joder, ¿qué me dices del sexo, Gideon, eso también tiene precio? ¿En cuánto lo deberíamos valorar? ¿Cuánto cobra una puta de lujo hoy en día? Seguro que lo sabes.

– ¿Podemos dejar esta horrible conversación? -dijo él, y la línea blanca apareció alrededor de su boca.

– No, no lo creo. Quiero dejar las cosas claras. Cositas como los viajes a París para almorzar, ¿se restan de mi cuenta también?

Gideon se le acercó con la cara tensa de rabia. Ella pensó que iba a pegarle. Se levantó rápidamente y tropezó con su bolso, que se abrió. Cayeron un montón de recibos de tarjeta de crédito. Gideon los recogió y se puso a mirarlos.

– No hagas eso, Gideon, por favor. Son míos, no tienen nada que ver contigo.

– Por desgracia, sí tienen que ver. Mira esto, miles de libras en un montón de estupideces…

– Bueno, perdóname. Lo devolveré todo mañana.

– Y almuerzo para dos en el Caprice. Muy caro, incluso para sus precios. Champán, ochenta libras. ¿Con quién fuiste, Jocasta? ¿Con Nicholas Marshall?

– No -gritó Jocasta-, no, no, no. Fui con mi madre.

– ¿Llevaste a tu madre al Caprice y la invitaste a champán caro? No me lo puedo creer.

– Pregúntales -dijo Jocasta ofreciéndole el teléfono-. Ve a preguntárselo. ¿De verdad crees que llevaría a Nick al Caprice si tuviera una aventura con él? ¿Qué pasa, Gideon? ¿Te estás obsesionando con esa idea? ¿Por qué tendría que tener una aventura con nadie?

– Digamos que tu comportamiento no inspira confianza -dijo él.

Jocasta subió, preparó una bolsa con cuatro cosas, ninguna de ellas la ropa nueva que había comprado, y volvió a bajar al estudio de Gideon.

– Me voy -anunció-, y no pienso volver. No puedo. Hasta que no te disculpes.

Gideon dijo que a su modo de ver no tenía que disculparse por nada y añadió que reflexionara un poco y madurara. Por primera vez, Jocasta sintió una punzada de comprensión hacia Aisling Carlingford. Salió y llamó a un taxi, porque no podía llevarse su coche nuevo de ninguna manera, y se fue a Clapham.

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