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El funeral comenzaría a las dos. Poco después de la una, los coches empezaron a llenar St. Andrew's Road. A la una y media había gente de pie fuera. Se saludaban unos a otros y sonreían a los desconocidos. A las dos menos veinte, entraron todos en la iglesia.

El ataúd de Martha estaba en el porche de la vicaría. Como siempre, las mujeres del Instituto de Mujeres habían arreglado las flores de la iglesia: grandes ramos de lilas y lisianthus, y rosas blancas en el altar y en los grandes nichos a cada lado de la nave, jarrones de rosas en cada ventana y, junto a todos los bancos, un ramillete de guisantes de olor, las flores preferidas de Martha, atadas con cintas blancas.

Era un día casi perfecto de verano inglés. El cielo azul estaba salpicado de nubes blancas que se deslizaban rápidamente con la brisa. Grace, que estaba despierta desde antes del amanecer, escuchaba a los pájaros en su coro de despiadada alegría y esperaba que llorar tanto le ahorrara llorar después. No fue así.

St. Andrews no era una iglesia grande, pero tampoco pequeña. A las dos menos diez estaba llena. Los miembros más viejos de la parroquia habían acudido en masa, deseosos de despedirse de la niña que habían visto crecer, y los electores de Martha también, para mostrar su gratitud por la ayuda que les había prestado de forma gratuita, aunque fuera por tan breve tiempo. Geraldine Curtis estaba allí, con aspecto severo, y el señor Curtis, dócil, detrás. Colin Black, el agente político de Martha, también estaba, con expresión triste.

Había varias señoras de mediana edad, profesoras de Martha en la escuela.

– Era tan inteligente -decían a todo el que quisiera escucharlas-, la más lista de un año de alumnos muy brillantes. Fue un privilegio ser su profesora.

Después había la Otra Gente, como les llamaba Grace, la gente de Londres, coches llenos: un montón de empleados de Sayers Wesley, muchos de sus socios más jóvenes, los coetáneos de Martha, y también los mayores, todos encabezados por Paul Quenell, con expresión seria. El Partido Progresista de Centro había acudido casi al completo: Jack Kirkland, por supuesto, y Chad Lawrence y Eliot Griers y sus esposas, Janet Frean, terriblemente pálida y casi demacrada, acudió con su marido. Estaban Malcolm Farrow, el director de publicidad del equipo, y otra fila entera llena de miembros del partido, además de candidatos y secretarias. Una pequeña familia asiática, una bonita adolescente y un chico con aspecto avergonzado, y su padre, sonreían con torpeza: la familia de Lina, deseosa de presentar sus respetos a Martha por lo que había intentado hacer por Lina.

Finalmente sus amigos: Jocasta, Kate con aspecto afligido, Clio, Josh, Fergus, Nick, todos juntos. Ed los vio enseguida, cuando entró caminando detrás del ataúd, junto con los padres de Martha. Le dieron ánimos cuando se oyeron las horribles palabras, en la hermosa voz de Peter Hartley, «Yo soy la resurrección y la vida», y se preguntó sinceramente desconcertado cómo podía aplicarse eso a la persona que había amado tanto, la persona que era tan importante y una parte tan amorosa de su vida, que estaba en el ataúd rebosante de flores, con la pequeña guirnalda de Ed junto a la más grande de sus padres, un aro de rosas blancas con las palabras «Martha, mi amor para siempre, Ed» en la tarjeta, escrita con su letra, apresurada e ilegible.

Jocasta pensó que tenían razón al decir que una iglesia llena hacía más soportable un funeral. Toda aquella gente había decidido ir por Martha. Cogiendo a Kate de la mano cantó Lord of all Hopefulness, y pensó que tal vez diera un poco de consuelo a los Hartley. Los dos eran buena gente. Había abrazado a Grace y le había dicho que Martha había sido una gran amiga: esas cosas nunca se decían demasiado a menudo. Vio a Peter Hartley mirando a su congregación por encima del ataúd de su hija y se preguntó de dónde sacaba el valor. Sonrió a Kate para darle ánimos, pero ella no le devolvió la sonrisa.

El organista anciano, que había tocado en el bautizo y en la confirmación de Martha, estaba poniendo todo el sentimiento en el Nimrod de Elgar por ella, con los ojos empañados por las lágrimas. Nick, sentado con Clio y Fergus, miró hacia las filas de los políticos, los únicos a los que realmente conocía, aparte de Jocasta, y se preguntó qué podía haber visto Martha en esas personas, obsesionadas consigo mismas y con el poder, que la hubiera cautivado. ¿Qué tenía la política que la gente encontraba tan irresistible y merecedora de tantos sacrificios? Observar, dejar que te distrajeran, opinar, eso era una cosa; formar parte de ello era otra. De haberse resistido, probablemente ahora seguiría viva. Intentó no pensar en eso, porque era demasiado horrible.

Richard Ashcombe, de pie en ese momento, se dirigía al facistol, muy conmovido porque Grace y Peter le habían pedido que leyera san Pablo a los Corintios. Esperaba no fallarles. Estaba muy afectado. La última vez que había visto a Martha había sido en su fiesta de despedida; de hecho, ella había dado un pequeño discurso. Podía verla ahora, riéndose con él, apartándose el pelo, dándole su regalo (un tapón de botella de champán, de oro, con su nombre grabado), diciéndole que la oficina de Londres sería más sobria y más eficiente sin él «aunque no tan divertida», y dándole un beso. ¿Cómo era posible que hubiera muerto? Llegó al final por los pelos.

Fue con las palabras «la mayor de ellas es la caridad» cuando a Ed se le partió el corazón, como si le explotara de pena; se agarró a la barandilla del banco e inclinó la cabeza, luchando por contener las lágrimas. Jocasta, que estaba sentada detrás de él, alargó la mano y se la puso en el hombro para que supiera que estaba allí, y también lloró. Todos la querían, pensó Grace, ¿cómo podía haberse ido dejándolos solos?

Paula Ballantine, que cantaba en todos los funerales del distrito desde hacía cuarenta años, estaba dedicando un avemaria a Martha con toda la fuerza de su voz, aunque le temblara de vez en cuando. Fergus, que sentía un amor irlandés por la música, y que apenas conocía a Martha, se conmovió profundamente. Era la sensación de desperdicio, pensó, mirando el ataúd, el desperdicio de una vida brillante y plena, aunque también llena de una oscuridad oculta, y pensó que se había llevado con ella sus secretos y que ahora nadie tenía por qué conocerlos. Nadie que no tuviera derecho a conocerlos. Pensó en lo difícil que habría sido para sus padres y se preguntó si, de hecho, desearían saberlo. Era una pregunta difícil.

Entonces, rezando por tener la fortaleza suficiente para hacerlo, Peter Hartley hizo un breve elogio.

– Deben perdonarme -dijo-, si no puedo acabar. Pero con la ayuda de Dios acabaré. Sólo quiero decir unas palabras de despedida a Martha. No era una persona efusiva, y la mayoría sabéis que los ambientes floridos la irritaban. Sin embargo creo que le habría gustado esta iglesia. Era una persona notable, e incluso con mis prejuicios de padre, diría que era amable y buena además de ambiciosa y valiente, al mismo tiempo que tierna. Era una perfeccionista, como muchos de vosotros sabéis, y a veces era difícil estar a su altura. Siempre estuvimos inmensamente orgullosos de ella, y aunque fue duro perderla cuando se fue a la gran ciudad, para dedicarse a su carrera, comprendimos que era su lugar. Pero este año había vuelto a Binsmow, y trabajaba para la comunidad de una forma nueva, en su papel de política en ciernes. ¿Quién sabe adónde podría haber llegado? Tal vez una futura segunda primer ministro creció en esta parroquia y en la casa de al lado. Nunca lo sabremos. Pero lo que sí sabemos es que mientras estuvo -se le quebró la voz-, mientras estuvo con nosotros, por un tiempo demasiado breve, no le falló a nadie. Ni a su familia, ni a sus colegas, ni a sus amigos. Y todos la queríamos.

»No puede haber mejor epitafio que ése. Gracias por venir a despediros de ella. Mi esposa y yo os damos las gracias desde lo más profundo de nuestro corazón.

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