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– Está usted bromeando, ¿verdad?

– Sí. Bueno, lo que quiero decir es que…, si usted me representara legalmente, ¿podría conseguir atrasar la solicitud de extradición?

– No sé -contestó Coppi. -Siempre existe la posibilidad, pero…

– Necesitaría una provisión de fondos. Es eso, ¿verdad?

– Pues… Sí, me temo que sí.

Se pusieron de acuerdo sobre la cantidad; Coppi prometió que lo mantendría informado y Lassiter, por su parte, dijo que encontraría un abogado para que lo representara en Estados Unidos. Después de intercambiar direcciones, Lassiter colgó el teléfono, se recostó en su asiento y exclamó:

– ¡Joder!

Lo dijo una y otra vez, hasta que Victoria llamó a la puerta y asomó la cabeza.

– Señor Lassiter.

– Sí. Pase.

– Esto acaba de llegar. -Se acercó al escritorio y le entregó un sobre de Federal Express. -Viene del National Enquirer.

– ¡Ah, sí! Muy bien. Gracias.

Mientras Lassiter abría el sobre, Victoria se dirigió hacia la puerta, pero, en el último momento, se detuvo.

Lassiter levantó la mirada.

– ¿Sí?

– Es pura curiosidad.

– Dígame.

– Buck.

Lassiter suspiró.

– Todos sentimos curiosidad acerca de Buck. ¿A qué se refiere en concreto?

– Pues -dijo ella -quería saber… Bueno… ¿Sabe si está casado?

Lassiter hizo una mueca de sorpresa.

– La verdad, no lo sé -repuso. -Nunca se lo he preguntado. ¿Quiere que se lo pregunte?

– No -contestó Victoria sonrojándose. -No tiene importancia. -Se dio la vuelta y salió del despacho.

Lassiter apoyó la cabeza entre las manos. Italia. El problema no era ganar el juicio. Estaba seguro de poder hacerlo si el caso realmente llegaba a los tribunales. Pero nunca llegaría. Ése era realmente el problema. «Si me extraditan -pensó Lassiter, -moriría antes de que se celebrara el juicio.» De eso no había duda.

A no ser que él les ganara la partida.

Miró hacia arriba, se echó hacia atrás y jugueteó con los dedos sobre el escritorio. «¿Qué puedo hacer? Mantener la calma -se dijo a sí mismo. -A no ser que las cosas se pongan al rojo vivo. Entonces tendrás que ponerte a correr como un loco.»

El sobre que le había mandado Gus Woodburn contenía una nota y una foto de una mujer sonriendo mientras se arrodillaba para abrocharle la chaqueta a un niño pequeño. Estaban delante de un McDonald’s, en algún sitio con montañas nevadas. Lassiter observó a la mujer y pensó: «Es ella. No hay duda, casi seguro que es ella.» No podía estar totalmente seguro. La mujer estaba de perfil y sólo se la veía de cintura para arriba. Además, la foto parecía un poco desenfocada. Evidentemente, era una ampliación de una fotografía tomada con una cámara barata. Sí, podía ser ella, o podía ser otra persona que se pareciese a ella.

De todas formas, tenía que ser ella, o su hermana, porque de lo que sí estaba seguro Lassiter era de que el niño que estaba delante de la mujer con un gorro en una mano y un Big Mac en la otra era su hijo. Tenía el pelo lleno de rizos oscuros y parecía mirar a la cámara desde el fondo de un pozo.

«Y éste es Jesse», había dicho ella en el funeral. Lassiter se acordaba perfectamente del niño. Tenía los ojos de color caoba, unos ojos sin fondo que miraban como si estuvieran muy lejos. Pero, además, ella también le había dicho su propio nombre. Allí, a pocos metros de la tumba de Kathy. Se había presentado. Se llamaba…

Nada. No conseguía acordarse.

Con un gesto de frustración, Lassiter cogió la nota que venía con la foto y leyó:

Joe:

Los chicos de la redacción creen que esta mujer es la auténtica Calista. Quién sabe. La foto nos llegó hace un año, pero no conseguimos encontrar la carta que venía con ella, así que no sabemos quién la hizo, ni dónde. Aun así, quizá te sirva para algo. (¡Parece ser que tiene un hijo! ¿Será un hijo del amor? ¿O un niño del terror? Llámame si averiguas algo.)

Gus

Lassiter guardaba una lupa en el cajón del escritorio. La sacó y estudió la foto detenidamente. Calista y Jesse estaban delante del McDonald’s. A la izquierda había varios coches aparcados y a lo lejos se veían unas montañas.

Si el ángulo hubiera sido distinto, Lassiter habría podido ver las matrículas de los coches y eso le habría permitido saber dónde estaban. Pero el encuadre de la fotografía sólo permitía ver la parte de arriba de los coches.

De todas formas, había algo que sí podría ayudarlo. Mirando con la lupa, Lassiter observó que en una de las montañas había pistas de esquí. Cabía la posibilidad de que alguien reconociese el sitio. Llamó a Victoria por el intercomunicador y le pidió que entrara.

– Vamos a hacer un concurso en la oficina -le dijo mientras le entregaba la foto. -Un fin de semana para dos personas en Nueva York, con todos los gastos pagados, para quien me diga dónde fue tomada esta foto.

Victoria miró la foto entrecerrando los ojos.

– ¿Y cómo podemos saberlo? -preguntó.

– Si supiera eso, no haría un concurso -replicó Lassiter. -Pero no dejes de mencionar que hay una estación de esquí al fondo. Tal vez alguien reconozca el trazado de las pistas.

– ¿Qué pistas? -inquirió Victoria mirando la foto.

– Ahí al fondo -indicó Lassiter. -En la montaña que hay detrás del McDonald’s.

– No se ve bien.

– Seguro que un esquiador reconoce las pistas.

– Yo esquío -dijo Victoria.

Lassiter puso cara de pocos amigos.

– Haz unas copias y distribúyelas por la oficina. Nunca se sabe.

Victoria se encogió de hombros.

– Sí, ahora mismo -dijo mientras salía.

Esa noche, Lassiter cenó comida china y bebió demasiadas cervezas Tsing-tao en su despacho. Vio Lluvia de meteoritos por tercera vez y se quedó dormido pensando en el problema de Italia. Desde luego, iba a necesitar un abogado. Mejor dicho, iba a necesitar otro abogado. Otro abogado más para añadir a la amplia nómina de abogados que ya trabajaban para él. Alguien que pudiera cubrir la vertiente americana del problema italiano. En resumidas cuentas, necesitaba un abogado criminalista. Lassiter pensó que tener más abogados que amigos no debía de ser una buena señal.

Por la mañana, de camino al trabajo, pararon en la tintorería para que Lassiter recogiera unas camisas y su chaqueta de cuero. Se quedó sorprendido al ver un sobre cogido con alfileres al bolsillo de la chaqueta. Era el sobre que contenía la carta que Baresi le había escrito al padre Azetti antes de morir. Lassiter lo había olvidado por completo. Le echó una ojeada rápida y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.

Mientras el Buick avanzaba hacia el puente Key, Lassiter leyó el Washington Post sentado en el asiento de detrás. Pico y Buck estaban delante, hablando en voz baja. De repente, Buck se dio la vuelta.

– Tenemos un problema -anunció.

– No me digas.

– Estoy hablando en serio -dijo Buck. -Hay un coche que lleva siguiéndonos dos días.

Lassiter levantó la vista del periódico y miró hacia atrás. Había mil coches siguiéndolos.

– No veo nada raro -replicó. -Es la hora punta.

– Buck tiene razón -intervino Pico. -Anoche había un coche aparcado delante de la casa.

– Estuvo aparcado allí toda la noche -añadió Buck.

– Y, cuando paramos en la tintorería, el coche se detuvo en la gasolinera que había enfrente. Creo que nos siguen desde ayer por la mañana -concluyó Pico.

Lassiter dejó el periódico encima del asiento.

– ¿Por qué no has llamado a la policía? -le preguntó a Buck.

Buck se encogió de hombros.

– ¿Llamar a la policía? Pero ¡si es un coche de la policía!

– ¿Qué?

– La matrícula -explicó Pico. -El ayuntamiento matriculó todos los nuevos coches de policía sin marcas a la vez, así que todas las matrículas son correlativas. Se los ve a la legua. Es como si llevaran un cencerro en el cuello.

Buck añadió los efectos de sonido:

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