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– Es el detective Riordan -anunció Victoria con su voz musical. -Línea uno.

Lassiter pensó en decirle a su secretaria que no estaba, pero cambió de idea.

– Está bien. Pásemelo.

– Dime -dijo Riordan, – ¿has llamado ya a Conway?

Lassiter suspiró.

– Estaba a punto de llamarlo.

– Te estás comportando como un idiota. Lo sabes, ¿verdad? Después de lo que pasó en Italia…

– He estado muy ocupado.

– No me vengas con ésas, ¿vale? Deja de comportarte como si no pasara nada. ¡Grimaldi está ahí fuera en alguna parte! Y quien sabe quién más. Así que hazme el favor, no me obligues a ponerte a un par de agentes de vigilancia. No quiero hacerlo, Joe, pero te aseguro que si es necesario lo haré. Consigue protección. Tú te la puedes pagar.

– Está bien -repuso Lassiter. -Ahora lo llamo.

– ¿De verdad? Te juro que voy a llamar a Terry para asegurarme.

– De verdad.

– Está bien. -Lassiter oyó cómo Riordan daba un golpe en su escritorio.

– Bueno… ¿Qué novedades hay? -preguntó Lassiter.

– ¿Sobre Grimaldi? -gruñó Riordan con desdén. -Nada de nada. Se ha esfumado.

– Lo han ayudado, ¿verdad?

– Desde luego que lo han ayudado -replicó Riordan. -Estamos interrogando a la enfermera.

– No me refiero a la enfermera, sino a lo de la vigilancia.

– ¿Qué quieres que te diga? ¿Que Drabowsky metió la pata hasta el cuezo?

– ¿Estás seguro de que eso es lo que pasó?

Riordan permaneció unos segundos en silencio. Por fin dijo:

– ¿Estás sugiriendo que alguien del FBI pudo ayudar a Grimaldi?

– Ya no sé qué pensar -repuso Lassiter. -Olvídalo. Tengo noticias para ti.

– ¿Qué noticias?

– La lista que te di, la de las mujeres del registro de la pensión…

– Sí -lo interrumpió Riordan. -Las mujeres que fueron a la clínica de como se llame. Los chicos están empezando a trabajar en eso.

– Déjalo.

– ¿Qué?

Lassiter miró hacia la ventana. Cada vez nevaba con más fuerza.

– Están todas muertas.

– ¿Quiénes están muertas?

– Las mujeres. Y los niños también.

Hubo una larga pausa.

– ¿Todos?

– Bueno, nos falta por confirmar una mujer. Marie A. Williams.

– Veré lo que podemos hacer desde aquí -dijo Riordan. -Un momento. -Lassiter oyó a alguien gritando en español al otro lado de la línea. Una segunda voz le contestaba, también a gritos.

Lassiter oyó cómo Riordan tapaba el auricular con la mano y se unía al vocerío.

– ¡Callaos de una vez, joder! -El silencio fue instantáneo. Riordan volvió a dirigirse a él. -Mantenme al tanto, ¿vale?

– No te preocupes, lo haré.

– Y no te olvides de llamar a Terry Conway.

– Sí.

– Déjame que te haga una pregunta -añadió Riordan con voz grave.

– Dime.

– Tú crees que se ha acabado, ¿verdad? Todas las mujeres, menos como se llame, están muertas. Y los niños también. Y lo más seguro es que como se llame también lo esté. Así que crees que se ha acabado. ¿Tengo razón? -El detective no esperó la respuesta. -Ya lo creo que tengo razón. Pero déjame que te diga una cosa. Todavía no sabemos a qué nos estamos enfrentando realmente, así que tampoco podemos saber cuándo se va a acabar.

– Llamaré a Terry.

– Hazlo -contestó Riordan. Después colgó.

Pero Lassiter no lo llamó, al menos no inmediatamente.

En vez de hacerlo, buscó en la agenda giratoria de su escritorio hasta que encontró el teléfono de su proveedor favorito de información, la empresa de Florida que había usado para seguirle el rastro a las tarjetas Visa de Grimaldi.

– Mutual General Services -contestó inmediatamente una mujer. Ésa era una de las cosas que le gustaban a Lassiter de esa empresa. Eran rápidos, eficaces, discretos y nunca lo dejaban a uno a la espera con hilo musical.

– Soy Joe Lassiter, de Lassiter Associates. -Leyó su número de cuenta.

– ¿En qué podemos ayudarlo, señor Lassiter?

– Necesito el historial financiero de Marie A. Williams. Su última dirección conocida es de Minneapolis. -Leyó la dirección. – ¿Hasta qué fecha se pueden remontar?

La respuesta fue inmediata:

– Hasta donde usted quiera. Es sólo cuestión de tarifas.

Terry Conway era el director de la empresa de seguridad Gateway. Era un ex jugador profesional de fútbol americano con buen olfato para los negocios. Ahora ganaba más dinero que en su carrera profesional como deportista, y eso era mucho decir, porque Terry había sido de los mejores hasta que le fallaron las rodillas.

Principalmente, Gateway proporcionaba protección a los ricos, los famosos, los mañosos, los diplomáticos, los políticos y los altos ejecutivos, así como a sus familias y sus propiedades. En vez de ofrecer guardias de seguridad, como otras empresas del ramo, se especializaba en servicios personalizados de protección de ejecutivos. Y sus guardaespaldas eran profesionales, no porteros de discotecas.

Aun así, a Lassiter no le atraía la idea de contratar a un guardaespaldas. Venía a ser lo mismo que estar bajo vigilancia. De hecho, era como pagar dinero por perder la intimidad. Y, además, la simple presencia de los guardaespaldas, siempre ahí al lado, con sus contraseñas y sus walkie-talkies, resultaba muy molesta.

Sabía perfectamente cómo era el proceso porque había contratado los servicios de Terry Conway para varios clientes de Lassiter Associates. Al principio se agradecía la sensación de seguridad. Pero, al poco tiempo, empezaba a resultar molesta, hasta hacerse insoportable. «¿Es realmente necesario todo esto?» «¿Cuánto tiempo más voy a tener que estar así?»

A pesar de eso, al final, llamó. Cuando se puso Terry al teléfono, Lassiter le describió la misión de forma escueta:

– Se trata del presidente de una empresa de Washington. Civil, soltero, sin hijos, treinta y cinco años…

– ¿Alguna relación con la política?

– No, pero cree que su vida puede correr peligro.

– ¿Por qué?

– Porque han disparado contra él.

– Es una buena razón.

– Así que he pensando que quizá sea buena idea que contrate vuestros servicios.

– ¿Quién es el cliente? -preguntó Terry.

– Yo.

Silencio. Por fin Terry dijo:

– Desde luego, no es una buena noticia. Si te matan me quedaría sin uno de mis mejores clientes. -Volvió a guardar silencio. -Te podría mandar a Buck -añadió. -Es muy discreto. Te caerá bien.

– Vale.

– Estará en tu oficina hacia las seis. Además, voy a mandar a alguien a tu casa para que le eche un vistazo a los alrededores. Mientras tanto, te recomiendo que reserves habitación en un hotel; sólo para esta noche. Dos habitaciones. Una para ti y otra para Buck.

Lassiter murmuró algo entre dientes.

– ¿Qué? -preguntó Terry.

– Nada. Espero que por lo menos nos llevemos bien.

El fax empezó a sonar justo en el momento en que colgaba el teléfono. El membrete era de Mutual General Services. El encabezamiento decía: «Williams, Marie A.» Observó con satisfacción que el historial incluía su fecha de nacimiento, el 8 de marzo de 1962, y el número de su tarjeta de la Seguridad Social.

Con el nombre, la dirección, la fecha de nacimiento y el número de la Seguridad Social podría llegar a sus cuentas bancarias, sus informes médicos, hipotecas, préstamos, declaraciones fiscales y cualquier otra cosa que deseara. El mismo número de la Seguridad Social ya era una gran fuente de información. Para empezar, con los tres primeros dígitos podría averiguar dónde había nacido, y eso era de gran ayuda si quería encontrarla.

Encontró el libro que buscaba en la estantería y lo abrió por el capítulo que contenía los datos de los números de la Seguridad Social. Después buscó el listado de números y estados: el prefijo 146 correspondía a Maine. Devolvió el libro a su sitio y se concentró en el historial. Contenía varios datos sorprendentes.

Para empezar, su historial financiero era inmaculado. Nunca se había retrasado en ningún pago, ni tampoco había entregado nunca un cheque sin fondos. Eso ya era poco habitual, pero lo que de verdad lo sorprendía era que no hubiera solicitado ningún préstamo ni hubiera tenido ninguna tarjeta de crédito hasta 1989. Si su fecha de nacimiento era correcta, eso quería decir que había pagado todo al contado hasta los veintiséis años. Después había saltado de golpe a una American Express de platino y a dos tarjetas Visa con un límite de crédito igualmente elevado.

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