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Ciao.

Lassiter recordó los comentarios de Jimmy Riordan sobre la condición física de Grimaldi. Riordan había dicho que tenía muchos golpes, pero que seguía estando en magnífica forma. Había dicho que quizá fuese un soldado. Y tenía razón; al menos en parte.

Había una hoja adjunta al expediente con una anotación escrita a mano como encabezamiento: «Bienes.» Debajo había un listado de propiedades:

Un ático en la via Barberini, en el elegante barrio romano de Parioli.

Un segundo apartamento en la misma dirección. (Una nota a pie de página indicaba que el apartamento estaba alquilado a la hermana de Grimaldi, Angela.)

Un chalet en Zuoz, Suiza. (Una nota aclaraba que era un Pueblo al lado de Saint Moritz.)

Además de los bienes inmobiliarios, Grimaldi tenía una cuenta en el Banco Lavoro con un saldo medio de veintiséis mil dólares. El informe añadía que se creía que tenía cuentas adicionales en Suiza, en concreto en el Crédit Suisse, pero no se «disponía» de más detalles.

Bajo «Automóviles», había dos vehículos: un Jeep Cherokee matriculado en Roma y un Land Rover en Zuoz. Sólo tenía una tarjeta de débito de unos grandes almacenes y nunca había pedido un crédito. Obviamente, se tratara de comidas o de entretenimiento, de ropa o de cualquier otra cosa, «el sujeto» prefería pagar al contado.

Lassiter se acordó de las tarjetas Visa que Grimaldi se había tomado la molestia de conseguir a nombre de Juan Gutiérrez; desde luego, sabía lo que se hacía. Aunque el dinero al contado siguiera reinando en Europa, en Estados Unidos hacía ya tiempo que levantaba sospechas: contar mil dólares para comprar un billete de avión o para pagar la cuenta de un hotel era algo lo suficientemente infrecuente para que la otra persona recordara la transacción.

Lassiter se recostó en su asiento para reflexionar. El expediente le daba una personalidad, una identidad, a Grimaldi, pero era la identidad de un hombre misterioso y, lo que era aún peor, el expediente estaba anticuado. Con la única excepción de la referencia a Mozambique, el expediente no incluía ningún dato posterior a 1986. ¿Dónde habría estado Grimaldi, además de su viaje a Maputo, durante los últimos diez años? ¿Qué habría estado haciendo? ¿Seguirían siendo válidas las direcciones que incluía el expediente?

Lassiter cogió el Post-it. Al verlo por primera vez, había pensado en no acudir a la cita. Desde luego, no a las seis de la mañana. Pero iría.

Great Falls.

Aunque todavía era de noche, el cielo ya empezaba a clarear cuando Lassiter pasó conduciendo junto a la caseta cerrada que había en la entrada del parque. El parque de Great Falls estaba a tres kilómetros de su casa de McLean. Lassiter solía ir a correr allí dos o tres veces a la semana, pero nunca tan temprano. Pero Woody era un maratoniano y, además, le gustaba llegar al trabajo antes de las ocho, así que sus días empezaban casi invariablemente antes de rayar el alba. Aunque solía correr por un canal que había a un par de manzanas de su casa, en Georgetown, de vez en cuando iba a Great Falls para disfrutar de la suave superficie, del espectacular paisaje y de las cuestas que dejaban sin aliento.

Incluso desde el aparcamiento, Lassiter podía oír el agua rugiendo en la distancia. Hacía mucho frío, pero él iba preparado con un viejo chándal con el cuello y las mangas gastados por los años. Mientras andaba hacia la plataforma, el cielo empezó a colorearse por el este; un suave tono rosáceo comenzaba a teñir los árboles y las rocas de la orilla de Maryland. Pasó junto a un poste que tenía marcado el nivel al que había llegado el agua en las mayores inundaciones de este siglo; marcas sorprendentes, ya que el poste estaba en un promontorio, casi veinte metros por encima del cauce del río. Había una placa informativa y una fotografía de la inundación de 1932, cuando el agua había llegado por encima de la cabeza de Lassiter. Se dio cuenta de que ésa era una de las muchas cosas que le hubiera gustado enseñarle algún día a Brandon, cuando el niño fuera lo suficientemente mayor. Algo que ya nunca ocurriría.

Al llegar al borde del acantilado se apoyó contra la barandilla de metal y miró el agua que se agitaba debajo de él. Las rocas, golpeadas durante miles de años por el agua, parecían pulidas casi hasta el punto de derretirse. Y entonces vio una luz que se acercaba a él, subiendo y bajando, desde los árboles. Era Woody, que llevaba una linterna sujeta a la frente, como un minero echándose una carrerita.

– Hola -saludó Woody. Se dieron la mano mientras el hombre del Departamento de Estado se inclinaba hacia adelante para estirar los gemelos.

– Gracias por el expediente.

– ¿Te has deshecho de él?

– Sí. Tal y como me dijiste. Venga -dijo al tiempo que se incorporaba. -Vamos.

Los dos hombres empezaron a correr por un camino ecuestre que avanzaba entre los árboles.

– El único problema es que…

Ya lo sé. Está anticuado -lo interrumpió Woody.

Los dos hombres corrían con facilidad, hombro con hombro, evitando las piedras que aparecían de vez en cuando en el camino.

Tu hombre es un criminal -dijo Woody.

– ¡No me digas! -contestó Lassiter con ironía.

– Después del SISMI empezó a trabajar por libre.

– ¿Haciendo qué?

– Un poco de esto, un poco de aquello. Sobre todo cazando separatistas vascos a las órdenes de Madrid.

– ¿Qué?

– Separatistas vascos. Los cazaba en España y en Francia. Donde fuera. Le pagaban por cabeza.

– Explícame eso.

– Era una especie de cazador de recompensas. Muchas de sus víctimas eran lo que podría llamarse «objetivos fáciles». Gente exiliada en sitios como Estocolmo. Abogados, intelectuales… En 1989 fue a Mozambique. Un contrato distinto, pero el mismo tipo de trabajo. Se cargó a un tal Mtetwa. Un importante miembro del Congreso Nacional Africano. El tipo tenía cien años, o algo así. Pero había una cosa que Grimaldi no sabía: Mtetwa era uno de los nuestros. Y a la CÍA le molesta que maten a la gente que trabaja para ella.

– No vayas tan rápido.

– ¡Si sólo estoy trotando!

– Estás corriendo.

– Y gracias a eso tenemos este pequeño expediente.

Lassiter ya respiraba pesadamente cuando cruzaron un pequeño puente para peatones justo antes de una cuesta muy empinada que parecía interminable. Tardaron dos minutos enteros en llegar a la cima. A pesar de la baja temperatura, Lassiter tenía la camiseta cubierta de sudor. Se paró, apoyó las manos en los muslos, inclinó la cabeza y respiró pesadamente. Le salía vapor de la espalda.

– ¿Por qué dejó el SISMI?

– ¿Quién sabe? Mucha gente se fue del SISMI.

– ¿Y eso por qué?

– La nave se estaba hundiendo. Había tal nivel de corrupción que era imposible saber en qué bando estaba cada cual. Venga -dijo Woody, -me estoy enfriando. -Siguieron corriendo. Mientras lo hacían, Woody continuó: -Tenían agentes infiltrados en la Mafia, en la masonería, en el partido comunista, en las Brigadas Rojas. O puede que no los tuvieran. Puede que fuera al revés. ¿Quién sabe? Desde luego, nosotros no estábamos seguros y creo que ellos tampoco, al menos no del todo. Todo el mundo tenía sus propios intereses particulares: política, dinero, religión… Lo que fuese.

Volvieron a guardar silencio mientras la mañana se apoderaba del cielo. Al llegar a un claro junto al acantilado estuvieron unos segundos corriendo en el sitio mientras una canoa amarilla aparecía y desaparecía entre las aguas blancas del río.

Woody se volvió hacia Lassiter.

– El problema es que nada de esto tiene ninguna relación con tu hermana.

Lassiter asintió.

– Ya lo sé -dijo.

– Así que tal vez esté relacionado contigo.

– ¿Qué quieres decir?

Woody abrió las manos, con las palmas hacia el cielo.

– Todos esos años en Bruselas. Y también aquí, con tu empresa. Debes de tener bastantes enemigos.

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