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– Siempre que lo permita el tiempo, claro. Ya sabe, nunca se puede saber -dijo Roger.

Lassiter sabía que su plan era arriesgado. Iba a entrar en la propiedad privada de una mujer acosada. Aunque, por otra parte, lo más probable era que Marie Sanders lo reconociera del funeral de Kathy, así que confiaba en que podría explicárselo todo. Y el hecho de no poder marcharse hasta que Roger fuera a recogerlo jugaba a su favor. Marie no podría cerrarle la puerta en las narices; tendría que dejarle pasar la noche en su casa.

Además, no podía esperar un mes, o más, hasta que ella abandonara la isla. Si él la había encontrado, también podrían encontrarla ellos; y con la ayuda de Drabowsky no tardarían en hacerlo.

Siguió a Roger hasta una rampa que descendía hasta una boya que flotaba en el agua. Roger le explicó que era el muelle de invierno. En caso de tormenta se podía subir sin mayor problema. Descendieron juntos por la rampa, que subía y bajaba con las olas.

– Espere aquí -indicó Roger. -Ahora mismo vuelvo.

Empujó un pequeño bote neumático rojo que había sobre el muelle hasta que cayó al agua. Después saltó en el bote y remó hacia un reluciente barco blanco con las letras «vamos x ellos» escritas en la popa. Roger subió el bote y lo amarró en la cubierta del barco. Un minuto después, Lassiter oyó cómo arrancaba el motor, y el barco empezó a virar lentamente. Roger lo acercó al muelle con la destreza que da la experiencia, saltó y equilibró el barco para que Lassiter pudiera subir a bordo.

La cabina estaba abarrotada de bombonas de buceo, gafas, aletas, cabos, boyas e infinidad de cosas que Lassiter ni siquiera sabía para qué servían. Roger volvió a subirse al barco de un salto y Lassiter lo siguió a la cabina. Había una pequeña estufa encendida en el suelo.

Mientras salían del minúsculo puerto, Roger empezó a hablar sobre la pesca de erizos.

– Es un trabajo peligroso -comentó, -pero en un buen día puedo volver a puerto con cuatrocientos cincuenta kilos. De erizos, no de huevas. Los erizos se están pagando a casi tres dólares el kilo.

– Ya, pero ¿por qué los pescan en invierno? Hace un frío de perros -dijo Lassiter levantando la voz por encima del ruido del motor. A esas alturas ya estaban en mar abierto.

– Ésa es la temporada de los erizos: de septiembre a abril. Si los recoges en verano, las huevas sólo son el tres por ciento del peso del erizo. Pero en invierno son del diez al catorce por ciento. Así que la ganancia es mucho mayor.

– Entonces, ¿son las huevas lo que vale?

– Sí. Por eso es por lo que pagan. Los japoneses las llaman uni.

Lassiter estaba disfrutando del paseo. El barco era estable y avanzaba suavemente sobre las olas. Detrás de ellos, Cundys Harbor había encogido hasta el tamaño de un pueblo de juguete.

– ¿Le gusta? -gritó Lassiter.

– ¿El qué?

– El uni.

– ¿Para comer?

– ¡Qué va! -dijo Roger con una mueca de asco. -No entiendo cómo los japoneses… ¡Cuidado! -Roger rodeó a Lassiter con un brazo y viró bruscamente hacia babor. Oyeron un golpe seco en el casco y el barco tembló debajo de ellos. – ¡Joder! -exclamó Roger. Después apagó los motores y el barco empezó a balancearse en las olas.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Lassiter.

– Un tronco -explicó Roger.

– ¿Cómo lo sabe?

– Si flotan en la superficie, se pueden ver. Y si se hunden tampoco pasa nada. Pero, a veces, se quedan justo debajo de la superficie y no hay manera de verlos. -Volvió a encender el motor y escuchó el sonido; era áspero y desigual. -Creo que sólo tiene una muesca -dijo. -Puede que consiga arreglarla lijándola. -De repente, dio un puñetazo en el cuadro de mandos, justo encima de la llave de contacto. – ¡Joder! ¡Es la tercera hélice que me cargo este año!

Los labios le temblaron con un suspiro mientras hacía virar el barco hacia el rumbo adecuado. Unos segundos después, el barco volvía a cortar las olas.

– ¿De qué estábamos hablando antes de que nos interrumpiera el tronco? ¡Qué pocos modales tienen esos troncos! -Roger se rió de su propio chiste.

– De los japoneses -gritó Lassiter por encima del ruido del motor.

– Es verdad. A los japoneses les gusta hacerlo todo al revés. Piense, por ejemplo, en los bonsais. A los árboles les gusta crecer, así que los japoneses los obligan a quedarse pequeños. Y fíjese en sus jardines. ¡Los hacen con piedras! Y lo mismo pasa con las huevas de erizo. ¡No comen nada más que guarradas!

Roger miró a su alrededor y frunció el ceño.

– Después de todo, puede que sí nos coja esa tormenta -comentó Roger. -Mire.

Lassiter vio que las olas habían crecido. También había más viento, y todo el mar estaba cubierto de espuma blanca. Aun así, el barco parecía avanzar sin demasiados problemas.

– Como empeore un poco más, creo que lo dejaré en la isla y me volveré -dijo Roger. – ¡Vaya invierno que estamos teniendo!

– ¿Es difícil amarrar en la isla?

– No, eso no es ningún problema -contestó Roger. -Hay un buen sitio para amarrar en el lado de sotavento de la isla. Lo que sí es un problema es bucear con este tiempo. No me gusta bucear solo cuando el mar está así de movido.

Abrió la escotilla situada en el costado de la cabina y sacó la cabeza. La cabina se llenó inmediatamente de un aire helado. Roger volvió a meter la cabeza y cerró la escotilla.

– Desde luego, está soplando bien -dijo encogiéndose de hombros. -Sí, creo que voy a volver a puerto en cuanto lo deje en la isla. Además, así le podré echar una ojeada a la hélice.

La idea de tener que volver le quitó las ganas de hablar. Cogió una cinta y la introdujo en el equipo de música. La canción que sonó era de uno de los primeros discos de Little Feet. Roger empezó a moverse al ritmo de la música, subiendo y bajando alternativamente cada uno de sus enormes hombros. Medía más de un metro noventa, pero se movía bien. Y, además, tampoco cantaba mal.

– Debería haberse dedicado al mundo del rock -gritó Lassiter. El barco subía y bajaba, chocando contra las olas.

Roger sonrió y señaló hacia babor.

– La isla de los Pinos -dijo. Después se agachó, giró sobre sí mismo y dio una palmada. -«If you ’ll be my Dixie chicken » -siguió cantando sin mostrar el menor pudor.

Lassiter miró el mar a través del cristal lleno de gotas de agua y salitre y pensó en lo que podría decirle a Marie: «Por favor, ¡no dispare! Nos conocimos en el funeral de mi hermana.»

– Isla Duquesa -gritó Roger señalando hacia el mar abierto.

Lassiter asintió. Ya se le ocurriría algo.

Después de Little Feet, venía Sultans of Swing, de los Dire Straits. Roger le dio unos golpecitos en el hombro en el preciso instante en que los primeros acordes de guitarra salían por los altavoces. Después señaló hacia adelante.

– Eso es isla Mellada. A babor. ¿La ve?

Lassiter siguió la dirección del brazo del marinero hasta que vio una masa oscura de rocas y árboles. Asintió y sonrió.

Roger volvió a concentrarse en la música, cantando a dúo con Mark Knopfler. Tenía los ojos entrecerrados, como si no existiera otra cosa en el mundo aparte de la canción.

Lassiter escuchó el ritmo insistente del bajo y los gemidos sincopados de la guitarra, dejándose llevar por la magnífica combinación de la música y el océano. Allí estaba, envuelto en un traje de poliuretano que lo protegía a las mil maravillas del frío, rodeado de agua y de música, en un barco que subía y bajaba sobre las olas, como un caballero medieval que va a rescatar a una dama en apuros. El barco navegaba con alegría. Lassiter casi podía sentir cómo los rizos blancos de espuma se pegaban a la proa mientras el barco cortaba las olas. Y ahí, a su lado, estaba Roger, su alegre compañero, el gigantesco pescador de erizos con opiniones fijas sobre la cultura japonesa y una magnífica voz, llevándolo hacia…

Hacia un muro de rocas.

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