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– El primer año sólo pasó el verano en la isla. Al año siguiente se quedó de mayo a noviembre. Éste es el primer año que aguanta todo el invierno. -La mujer frunció el ceño. -Claro que hay algunos que no lo aprueban. Y lo dicen bien clarito. No sé qué ha sido de nuestra famosa discreción.

– ¿Por qué no lo aprueban? ¿Por lo apartada que está la isla?

– Eso le da igual a la gente. Son sobre todo los hombres los que rechazan la idea. ¡Imagínese! Una mujer que corta su propia leña, que pone sus propias trampas para langostas… La idea de que una mujer pueda hacer todas esas cosas sin su ayuda hace que los hombres se sientan incómodos. Y, además, las mujeres se preocupan por el niño.

– ¿Y usted qué piensa?

La mujer se encogió de hombros.

– Antes yo era como las demás; yo también me preocupaba por Jesse. Pero es un niño tan dulce y parece tan feliz… Y ella es tan cariñosa con él… Así que me puse a pensar. Realmente, ¿qué es lo que le falta a ese niño? ¿Dibujos animados? ¿Juegos de vídeo?

– Ya. Pero, aun así, si hubiera una emergencia…

La mujer suspiró.

– Sí, en eso tiene usted razón. Se lo hemos intentado decir más de una vez, pero ella siempre sonríe y dice: «Bueno, tengo bengalas. No os preocupéis. Si algún día necesito ayuda, os enteraréis.» De todas formas, yo estaría más tranquila si al menos tuviera un barco como Dios manda.

– ¿Ni siquiera tiene un barco?

– Sí, sí. Claro que tiene uno, pero no es gran cosa. Desde luego, yo no saldría con ese barco en invierno. -Hizo una pausa. -Bueno… Dígame. ¿De qué conoce usted a Marie?

Lo dijo con una aparente falta de interés que Lassiter intuyó que era fingida. A Lassiter se le ocurrió que la mujer podía estar pensando que él era el padre de Jesse.

– La conocí en el funeral de mi hermana -explicó Lassiter. -Estaba en Portland por asuntos de trabajo y se me ocurrió que podría pasarme a saludarla. Nunca me comentó que vivía en una isla. -Sonrió y movió la cabeza. -Me estaba preguntando… -dijo como si se le acabara de ocurrir la idea. – ¿No habrá algún sitio por aquí donde pueda alquilar un barco?

– No. En estas fechas nadie querría alquilar su barco.

– ¿Por qué no? ¿Por el hielo?

– No, no. El hielo es lo de menos. El puerto sólo se congela un par de veces al mes. Además, la capa de hielo nunca es muy gruesa; nada que no pueda romper sin problemas un barco de motor.

– Entonces, ¿por qué no me iban a alquilar un barco de motor?

– Hace demasiado frío, querido. Se necesitaría un barco con cabina y calefacción. Si no, como se parase el motor, como pasara cualquier cosa…, se congelaría como un polo. Ya sabe, en el mar hace mucho más frío que en tierra. Y si se cayera por la borda… Bueno, eso sí que sería el final. No creo que aguantara ni dos minutos.

– Entonces, ¿no sale nadie en invierno?

– Los langosteros y los pescadores de erizos sí salen. Son los únicos que están lo suficientemente locos. Y ni siquiera ellos lo harían… si no fuera por el dinero.

– ¿Pescadores de erizos?

– Sí. A los erizos les gusta el agua fría, y a los japoneses les gustan los erizos. Al menos eso dicen. Yo, personalmente, no me comería un erizo por nada del mundo.

– ¿Cree que alguno de esos pescadores me podría llevar a la isla?

La mujer pareció dudarlo.

– Desde luego, los langosteros no. En invierno sólo salen los barcos grandes. Pero los pescadores de erizos… ¿Quién sabe? Desde luego, le costaría bastante dinero.

– Ya me lo imagino -dijo Lassiter. -De todas formas, no se pierde nada por preguntar. ¿Sabe con quién podría hablar?

– Bueno, podría preguntar en Ernie’s. Es la cooperativa de pescadores. Casi siempre hay alguien por allí.

Lassiter le dio las gracias y le dijo que estaba encantado de haberla conocido.

Ella parecía contenta. Se sonrojó un poco y empezó a toquetear las tazas de té.

– Desde luego, hoy no va a ir a ninguna parte -sentenció la mujer. -Viene mal tiempo.

Ernie, el encargado de la cooperativa, se hizo eco del último pensamiento de la mujer, moviendo su inmensa cabeza de un lado a otro. Estaban rodeados de aparejos, grandes boyas de color rosa y lo que parecían ser miles de cartas de navegación, bengalas, chalecos salvavidas… Sonó una radio al fondo de la habitación. Después se oyó una voz interrumpida por todo tipo de ruidos.

– El parte meteorológico anuncia que viene otro noreste. Dicen que la tormenta no va a llegar hasta mañana por la mañana, pero a mí no me gusta nada cómo está el cielo. Yo desde luego no saldría, no señor. Ni tampoco se lo recomendaría a nadie.

– Entiendo. Pero, de todas maneras, me gustaría hablar con alguien…

Ernie asintió y señaló hacia la puerta que había al fondo.

– Inténtelo si quiere -dijo. -Hay un par de chicos ahí dentro. Pregúnteselo si quiere.

– Claro, eso lo decís porque si me voy no podréis acabar la partida de cartas -le dijo Roger a los otros tres hombres que estaban sentados a la mesa. -Además, tenía pensado salir de todas formas. Los erizos están a más de doscientos dólares el kilo en Tokio. Como no recoja unos cuantos, un día de éstos se me va a caer el tubo de escape de la camioneta.

Era un tipo grande y alegre con el pelo negro muy largo, una barba entrecana, cejas pobladas, ojos muy despiertos y una dentadura blanquísima. Llevaba unos pantalones impermeables de color amarillo y unas inmensas botas de agua. Lassiter le acababa de ofrecer trescientos dólares por llevarlo a isla Mellada y recogerlo al día siguiente.

Uno de los otros hombres movió la cabeza.

– Viene tormenta -le advirtió. -Luego no digas que no te avisamos. Si no me crees, mira el barómetro.

– Todavía no hay aviso ni para las embarcaciones pequeñas -replicó Roger. -Y, además, como venga tormenta mañana, va a remover el fondo y no voy a poder hacer nada hasta el fin de semana.

– Tu pasajero va a necesitar un traje de poliuretano.

– Podrías dejarle el tuyo. Tú no vas a salir. -Roger se volvió hacia Lassiter. – ¿Quiere un traje de poliuretano? Son como los de los surfistas. Lo mantendrá caliente.

– No sé -contestó Lassiter. -Si usted cree que me hará falta…

– Bueno, necesitarlo, lo que es necesitarlo, no es que lo necesite. No va a ir nadando, ni nada parecido. -Roger miró el reloj de mareas que colgaba de la pared. -Tendremos agua de sobra -dijo. -Aunque, por otra parte, como se levante viento y usted resulte ser un patoso… Quién sabe -añadió ladeando la cabeza. -Puede que se me congele. Y yo podría quedarme sin licencia.

– ¿Congelarme? -repitió Lassiter.

Roger asintió.

– Sí. Aunque creo que mi traje viejo le podría servir.

Uno de los hombres de la mesa se rió.

– ¿Tu traje viejo? La última vez que lo vi tenía un siete en el culo. No me digas que todavía lo tienes.

– Sí, tiene un siete. ¿Y qué? Aquí el señor no va a bucear. Es sólo para darle calor en el barco. Y, además, así no se congelará si resbala al desembarcar.

– Roger tiene razón -convino un hombre que llevaba una gorra de béisbol. -Igual que no hace falta una bomba atómica para matar a una mosca, tampoco hace falta un traje nuevecito para darse un paseíto en barca.

Fueron a buscar los trajes de poliuretano y la ropa interior calorífica al almacén que había en la parte de detrás del edificio.

– No huelen demasiado bien -comentó Roger olisqueando un par de calzoncillos largos. Después se los lanzó a Lassiter.

Lassiter se encogió de hombros, se desnudó y se volvió a vestir. Luego dobló su ropa en un montoncito y se puso la chaqueta de cuero sobre el traje de poliuretano. Sacó la cartera de los pantalones e intentó metérsela en el bolsillo interior de la chaqueta. Pero el bolsillo ya estaba ocupado.

La carta de Baresi.

– ¿Le pasa algo? -preguntó Roger al ver la expresión de Lassiter.

– No, nada -repuso Lassiter. -Me había olvidado de una cosa, pero no es nada. -Se metió la cartera en el bolsillo, estrujando la carta contra el fondo y lo abotonó. Después metió su ropa en una bolsa de plástico y la cerró con un nudo. Habían quedado en que Roger lo llevaría a la isla esa misma tarde y volvería a recogerlo con la marea alta a la mañana siguiente.

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