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El pollo agridulce ya goteaba cuando entró en la casa y oyó sonar el teléfono. Lo dejó en la encimera de la cocina y contestó.

– ¿Sí?

– Scott, soy Sally. Ha estado aquí. Mató a Anónimo y ahora sabe dónde está Ashley. Y en Vermont nadie contesta el teléfono…

La voz de su ex mujer sonó como un estallido en sus oídos.

– Sally, por favor, cálmate. Cada cosa a su tiempo. -Oyó su propia voz. Calmada y razonable. Sin embargo, por dentro oyó su corazón, su respiración, su cabeza, todo girando y acelerando, como de pronto barrido por un vendaval implacable.

Ashley y Catherine caminaban lentamente por Brattleboro, de vuelta al coche con dos vasos de café, viendo los talleres de artesanía, las tiendas, los tenderetes al aire libre y las librerías. A Ashley le recordaba la ciudad universitaria donde había crecido, un lugar definido por las estaciones y su ritmo tranquilo. Era difícil sentirse incómoda, o incluso amenazada, en una ciudad que aceptaba apaciblemente los más diversos estilos de vida.

Había veinte minutos de trayecto desde la ciudad hasta la casa de Catherine, entre colinas y prados, aislada de los vecinos. La anciana dejó que Ashley condujera, quejándose de que por la noche su vista ya no era la de antes, aunque la chica supuso que en realidad quería tomar en paz su café. A Ashley le gustaba oírla hablar: había una férrea determinación en Catherine. No estaba dispuesta a permitir que las molestias y achaques de la edad limitaran su vida y sus costumbres.

Catherine señaló la carretera.

– Ten cuidado, no vayas a atropellar a un ciervo -dijo-. Es malo para ellos, malo para el coche y malo para nosotras.

Ashley redujo la velocidad y echó un vistazo por el retrovisor. Unos faros se acercaban velozmente.

– Parece que alguien tiene prisa -comentó.

Pisó ligeramente el freno para que el coche de detrás viera las luces.

– ¡Dios mío! -exclamó de pronto.

El coche se les había pegado por detrás y las seguía apenas a unos centímetros de distancia.

– ¿Qué demonios pretende? -gritó Ashley-. ¡Eh, atrás!

– Tranquila -dijo Catherine, pero había clavado las uñas en el asiento.

– ¡Guarda la distancia de seguridad, cretino! -gritó Ashley cuando el coche de atrás encendió las luces largas, inundando el interior del vehículo-. Maldita sea, ¡qué cabrón!

No podía ver al conductor del otro coche, ni distinguir la marca ni el modelo. Aferró con fuerza el volante mientras avanzaban por la solitaria carretera comarcal.

– Déjalo pasar -sugirió Catherine con la mayor calma posible. Se volvió para mirar atrás, pero la cegaban los faros, y el cinturón de seguridad dificultaba sus movimientos-. Hazte a un lado en el primer sitio que veas. La carretera se ensancha ahí delante…

Intentaba aparentar calma mientras su cabeza calculaba rápidamente. Catherine conocía bien las carreteras de su comunidad y quería anticipar cuánto espacio tendrían para abrirse.

Ashley quiso acelerar para ganar algo de separación, pero la carretera era demasiado estrecha y serpenteante. El coche de atrás no se despegó ni un centímetro. Ashley empezó a aminorar.

– ¡Menudo imbécil! -volvió a gritar.

– No pares -dijo Catherine-. Hagas lo que hagas, no pares. ¡Hijo de puta! -le gritó al de atrás, medio volviéndose.

– ¿Y si nos embiste? -se asustó Ashley.

– Aminora lo suficiente para que nos pase. Si nos golpea, aguanta. La carretera se bifurca a la derecha dentro de un kilómetro y medio. Por allí podremos volver a la ciudad e ir a la policía.

Ashley asintió.

Catherine no mencionó que la cercana Brattleboro tenía policía local, ambulancia y bomberos sólo hasta las diez de la noche. Pasada esa hora había que llamar a la policía estatal o a emergencias. Quiso mirar el reloj, pero tenía miedo de soltarse de los posamanos.

– ¡Ahí, a la derecha! -exclamó Catherine. Medio kilómetro delante había un pequeño recodo para que los autobuses escolares pudiesen girar en redondo-. ¡Tira hacia allí!

Ashley asintió y pisó el acelerador una vez más. El coche de detrás no se despegó, acercándose cuando Ashley vio el pequeño espacio despejado junto a la carretera. Trató de hacer una maniobra suficientemente súbita para que su perseguidor tuviera que pasar de largo.

Pero no lo hizo.

– ¡Aguanta! -gritó Catherine.

Ambas se prepararon para el impacto, y Ashley pisó el freno. Los neumáticos rechinaron contra el asfalto y el coche quedó envuelto en una nube de tierra y polvo. La grava repiqueteaba con estrépito contra los bajos.

Catherine alzó una mano para protegerse la cara, y Ashley se echó atrás en el asiento mientras el coche derrapaba fuera de control. Giró el volante hacia donde giraba el coche, tal como le había enseñado su padre. El vehículo coleteó unos instantes, pero Ashley pudo dominarlo, luchando con el volante, hasta que se detuvo. Catherine se golpeó contra la ventanilla, y Ashley alzó la cabeza, esperando ver pasar de largo el coche que las seguía, pero no vio nada. Se preparó para una inminente colisión.

– ¡Aguanta! -gimió la anciana, esperando el impacto.

Pero sólo recibieron silencio.

Scott telefoneó varías veces, pero nadie contestó.

Intentó no inquietarse demasiado. Probablemente habían salido a cenar y todavía no habían vuelto. Ashley era una noctámbula empedernida, se recordó, y era más que probable que hubiera convencido a Catherine para ir a la última sesión de una película, o a tomar un café en un bar. Había numerosos motivos para que aún no estuvieran en casa. «No te dejes arrastrar por el pánico», se dijo. Ponerse histérico no ayudaría en nada ni a nadie y sólo conseguiría irritar a Ashley cuando finalmente la localizara. Y a Catherine también, pensó, porque no le gustaba ser considerada una incompetente.

Tomó aire y llamó a su ex esposa.

– ¿Sally? Sigue sin haber respuesta.

– Creo que está en peligro, Scott. Lo creo de verdad.

– ¿Por qué?

La cabeza de Sally se llenó de una perversa ecuación: «Perro muerto más detective muerto dividido por puerta forzada, multiplicado por fotografía robada, igual a…» En cambio, dijo:

– Han pasado varias cosas. Ahora no puedo explicártelo, pero…

– ¿Por qué no puedes explicármelo? -repuso Scott, tan insufrible como siempre.

– Porque cada segundo de retraso podría provocar…

No terminó. Los dos guardaron silencio, el abismo entre ambos ensanchándose.

– Déjame hablar con Hope -dijo Scott bruscamente. Esto sorprendió a Sally.

– Está aquí, pero…

– Pásamela.

Hubo unos ruidos en el auricular antes de que Hope lo cogiera.

– ¿Scott?

– Tu madre no responde a mis llamadas. Ni siquiera salta el contestador.

– Mi madre no tiene contestador. Dice que si la gente tiene interés ya volverá a llamar.

– ¿Crees…?

– Sí, lo creo.

– ¿Deberíamos llamar a la policía?

Hope hizo una pausa.

– Lo haré yo -dijo-. Conozco a la mayoría de los polis de por allí. Demonios, un par de ellos fueron compañeros míos en el instituto. Puedo hacer que alguno se acerque a comprobar que todo está en orden.

– ¿Puedes conseguirlo sin provocar alarma?

– Sí. Diré que no puedo contactar con mi madre. Todos la conocen, no habrá ningún problema.

– Muy bien, hazlo. Y dile a Sally que voy para allá. Si hablas con Catherine, dile que llegaré tarde. Pero necesito la dirección.

Mientras hablaba, Hope vio que Sally había palidecido y las manos le temblaban. Nunca la había visto tan asustada, y esto la inquietó casi tanto como la noche abominable que las había engullido.

Catherine fue la primera en hablar.

– ¿Estás bien?

Ashley asintió, tenía los labios secos y la garganta casi cerrada. Sintió que su desbocado corazón recuperaba poco a poco el ritmo normal.

– Sí, estoy bien. ¿Y tú?

– Sólo me he dado un golpe en la cabeza. Nada del otro mundo.

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