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– No. Todo lo que quiero es su palabra.

O'Connell se volvió hacia Ashley.

– Nunca te he pedido dinero, ¿verdad?

Ella negó con la cabeza.

– No te oigo -dijo O'Connell.

– No, nunca me has pedido dinero.

El joven extendió la mano y recogió el dinero.

– Si lo acepto, sería un regalo, ¿correcto?

– A cambio de una promesa.

O'Connell sonrió.

– Muy bien. No quiero el dinero. Pero le haré la promesa. Lo prometo. -Sostuvo el dinero en la mano.

– ¿Va a dejarla en paz? ¿Se va a mantener apartado de su vida? ¿Nunca volverá a molestarla?

– Eso es lo que usted quiere, ¿verdad?

– Así es.

O'Connell pensó un instante y dijo:

– De esta manera todo el mundo obtiene lo que quiere, ¿no?

– Así es.

– Excepto yo.

Lanzó a Ashley una dura mirada acompañada de una sonrisa ambigua. A Ashley le pareció una de las cosas más escalofriantes que había visto jamás.

– ¿Esto hace que su viaje mereciera la pena, profesor?

Scott no respondió. Casi estaba esperando que O'Connell arrojara el dinero sobre la mesa, o a su cara, y tensó los músculos, manteniendo un rígido control sobre sus emociones.

En cambio, O'Connell se volvió una vez hacia Ashley, dejando que sus ojos se clavaran en ella, tan intensamente que la chica se agitó en su asiento.

– ¿Sabes qué cantaban los Beatles, allá en la época de tu padre?

Ella negó con la cabeza.

– «No me importa el dinero. El dinero no puede comprar amor…» -Y sin apartar los ojos, se guardó el dinero en su chaqueta, confundiéndolos a los dos. Luego, todavía mirándola, añadió-: Muy bien, profesor, he de irme. Creo que no me quedaré a cenar, después de todo. Pero gracias por la cerveza.

Scott se levantó y se quedó al lado de la mesa mientras O'Connell, moviéndose con sorprendente agilidad, se deslizaba y levantaba. Por un segundo se quedó allí, la mirada fija en Ashley. Entonces, con una sonrisita, se dio la vuelta y se marchó sin mirar atrás.

Padre e hija permanecieron en silencio casi un minuto.

– ¿Qué ha sido todo esto? -preguntó ella.

Scott no respondió. No estaba seguro.

La camarera regresó.

– Entonces, ¿sólo serán dos para cenar? -preguntó, mientras les entregaba los menús.

Ante el apartamento de Ashley la noche mostraba las sombras y luces dispersas de las farolas que apenas se imponían a la creciente oscuridad otoñal. No había sitio para aparcar, así que Scott paró el Porsche delante de una boca de riego. No apagó el motor y miró a su hija.

– Tal vez deberías venirte conmigo un par de días. Hasta que estemos seguros de que ese tipo cumple lo acordado. Quédate un par de días en mi casa y luego algún tiempo con tu madre. Que el tiempo y la distancia actúen a tu favor.

– No debería ser yo quien corra a esconderse. Tengo clases y un trabajo…

– Lo sé, pero toda precaución es poca.

– Odio esa expresión. La odio.

– Vale, cariño, no es más que un lugar común.

Ashley suspiró y se volvió hacia su padre. Sonrió.

– Me ha dado un poco de miedo, ¿sabes?, pero se me pasará. En el fondo, los tipos como él son unos cobardes. Estaba alardeando, pero el dinero lo dejó sin habla. Se marchará, me insultará cuando esté bebiendo con sus amigos, y al final se dedicará a otra cosa. No me hace mucha gracia que hayáis tenido que darle ese dinero…

– Lo más raro es que dijo que no lo quería y luego se lo guardó en el bolsillo. Era casi como si estuviera grabando la conversación. Decía una cosa y hacía otra.

– Ojalá todo haya terminado.

– Sí. No obstante, al menor rastro de él, llámanos. Localiza inmediatamente a tu madre o a Hope, o a mí. A cualquier hora del día o la noche, ¿de acuerdo? Ante la mínima sospecha de que te siga, te llame o te acose, o incluso te observe, llámanos. Si tienes un mal presentimiento, también llama, ¿de acuerdo?

– De acuerdo. Mira, papá, no pretendo hacerme la heroína. Sólo quiero que mi vida vuelva a la normalidad…

Volvió a suspirar, se soltó el cinturón de seguridad, cogió el bolso y sacó las llaves del apartamento.

– ¿Quieres que te acompañe hasta arriba?

– No. Pero espera a que entre, si no te importa.

– Descuida, cariño. Sólo quiero que seas feliz. Y me gustaría olvidar todo este incidente, y a ese O'Connell, y verte conseguir un máster o un doctorado en Historia del Arte y llevar una vida maravillosa. Eso es lo que quiero yo, y tu madre también. Y es lo que va a suceder. Confía en mí. Antes de que pase mucho tiempo conocerás a alguien especial, y todo esto será sólo un mal recuerdo. Nunca volverás a pensar en ello.

– Un recuerdo de pesadilla. -Se inclinó y lo besó en la mejilla-. Gracias, papá. Gracias por ayudarme y, no sé, por ser como eres.

Él se sintió en las nubes, pero sacudió la cabeza.

– Te lo mereces todo -dijo.

Ella se apeó, y Scott le señaló el edificio.

– Ahora descansa bien y llámanos mañana para informarnos.

Ashley asintió. Él tuvo un pensamiento curioso que pareció surgir de algún punto oscuro de su mente, y preguntó:

– Hija, hay una cosa que me preocupa.

Ella estaba a punto de cerrar la puerta, pero se detuvo y se asomó.

– ¿Qué es?

– ¿Le dijiste algo de mí a O'Connell? ¿O de tu madre?

– No… -contestó ella, vacilante.

– En aquella primera y única cita, ¿hablaste de nosotros?

Ella negó con la cabeza.

– ¿Por qué lo preguntas?

Él sonrió.

– Por nada. Venga, sube. Y llama mañana.

Ashley se apartó el pelo de los ojos y asintió. Su padre volvió a sonreírle.

– Sólo tardaré cinco minutos en llegar a casa a esta hora de la noche -bromeó Scott-. Todos los polis tienen la noche libre…

– No crezcas nunca, papá. Me decepcionarías -sonrió Ashley.

Entonces cerró la puerta y subió los escalones de su edificio. Sólo tardó unos segundos en abrir el portal, entrar en el zaguán y luego abrir la segunda puerta. Se dio la vuelta y saludó a Scott, quien siguió esperando hasta que la vio subir las escaleras. Luego inició el camino de regreso, preguntándose cómo O'Connell había sabido que él era profesor.

– Entonces, ¿se sintieron a salvo?

– Sí. No del todo, pero bastante bien. Todavía tenían dudas y preocupaciones. Algo de ansiedad residual. Pero, en general, se sentían seguros.

– Pero se equivocaban, ¿verdad?

– Claro. De lo contrario no te lo estaría contando. Los cinco mil dólares no fueron el final de nada.

– Ya.

– Ya te lo dije. Esta historia no tiene final feliz.

Como yo no respondí, ella alzó la cabeza y miró por la ventana. La luz del sol pareció prender en su rostro, iluminando su perfil.

– ¿No te preguntas a veces cómo las cosas pueden torcerse tan fácilmente? -dijo-. Quiero decir, ¿qué nos protege? Supongo que los fundamentalistas religiosos dirían que la fe. Los académicos, que el conocimiento. Los médicos, que la ciencia. El policía, que una pistola de nueve milímetros. El político, que la ley. Pero en realidad, ¿qué nos protege?

– No esperarás que yo responda a semejante pregunta, ¿verdad?

Ella echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.

– No -dijo-. En absoluto. Al menos todavía no. Ashley tampoco podía hacerlo.

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