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«No, no lo creo», fue la respuesta que le pasó a ella por la cabeza.

– Mira, Michael -dijo en cambio-, ¿por qué haces que esto sea más difícil de lo que ya es?

Él volvió a sonreír.

– Creo que no es nada difícil. Es de lo más sencillo. Te quiero, Ashley. Y tú me quieres, aunque no lo sepas todavía. Descuida, pronto lo sabrás.

– No, no te quiero. -En cuanto habló, supo que había metido la pata. Estaba siendo concreta, pero hablando del tema equivocado, el amor.

– ¿No crees en el amor a primera vista? -preguntó él, casi juguetón.

– Michael, por favor. Debes dejarme en paz.

Él vaciló con una sonrisita. Ashley tuvo un horrible pensamiento: «Está disfrutando con esto…»

– Me parece que tendré que demostrarte mi amor -dijo, aún sonriendo.

– No tienes que demostrarme nada.

– Te equivocas. Te equivocas por completo. Incuso diría que te equivocas mortalmente, pero no quiero darte una falsa impresión.

Ashley inspiró hondo. Nada iba a salir como esperaba. Entonces se llevó la mano derecha al pelo, apartándolo dos veces de la cara. Era la señal para que interviniera su padre. Con el rabillo del ojo, lo vio levantarse de la barra y cruzar el pequeño local. Como habían planeado, se plantó ante la mesa, impidiendo que O'Connell saliese del asiento.

– Creo que debería escuchar lo que ella le dice -le espetó Scott con calma, pero con el tono frío y duro que empleaba con los estudiantes reacios.

O'Connell mantuvo los ojos fijos en Ashley.

– ¿Así que creíste que necesitarías ayuda?

Ella asintió.

O'Connell se volvió lentamente en el asiento y miró a Scott, como midiéndolo.

– Hola, profesor -le dijo-. ¿No quiere sentarse?

Hope observó en silencio a Sally mientras rellenaba el crucigrama del New York Times del domingo anterior. Se daba golpecitos con el bolígrafo en los dientes hasta que lograba rellenar las casillas. Los ahora habituales silencios, pensó Hope, se hacían cada vez más frecuentes. Miró a Sally y se preguntó qué la hacía tan infeliz, y entonces se dio cuenta de que no estaba segura de querer oír la respuesta. En cambio, hizo otra:

– Sally, ¿no crees que deberíamos hablar de ese tipo que molesta a Ashley?

Sally alzó la cabeza. Estaba a punto de escribir la respuesta del 7 horizontal, cuatro letras, donde la pista era «Payaso asesino». Vaciló.

– No sé de qué hay que hablar. Scott sabrá manejar esto con Ashley. Espero que llame a lo largo de la tarde y diga que todo está resuelto. Finito. Kaput. Pasemos a otra cosa. Nos hemos quedado sin cinco de los grandes.

– ¿No temes que ese tipo pueda ser peor de lo que pensamos?

Sally se encogió de hombros.

– Me parece un tío desagradable, sí. Pero Scott es muy capaz de enfrentarse a estudiantes universitarios, así que supongo que saldrá bien parado.

Hope planteó la siguiente pregunta con tacto:

– En tu experiencia con casos de divorcio y disputas familiares, ¿se compra a la gente tan fácilmente?

Sabía que la respuesta era negativa y en más de una ocasión había escuchado a Sally rabiar en la mesa, o incluso en la cama más tarde, por la tozudez de sus clientes y sus familias.

– Bueno -dijo Sally-, creo que deberíamos esperar a ver. No tiene sentido prepararnos para un problema que no sabemos si existe.

– Eso es lo más estúpido que he oído en mucho tiempo -replicó, sacudiendo la cabeza-. No sabemos si va a haber tormenta, ¿por qué comprar entonces velas, pilas y comida extra? No sabemos si vamos a pillar la gripe, ¿por qué vacunarnos entonces?

Sally dejó a un lado el crucigrama.

– Muy bien -dijo con leve irritación-. ¿Qué tipo de pilas quieres comprar exactamente? ¿Qué clase de vacunas hay disponibles?

Hope miró a su compañera de tantos años y pensó lo poco que sabía realmente de Sally y de sí misma. Vivían en un mundo que a veces podía ser un campo minado.

– No puedo responderte, lo sabes -dijo despacio-. Pero creo que deberíamos estar haciendo algo, y no permanecer aquí sentadas esperando a que Scott nos llame y nos diga que todo se ha resuelto. No creo que vayamos a recibir esa llamada. Ni, si vamos a eso, que la merezcamos.

– ¿Merecerla?

– Piénsalo mientras terminas tu crucigrama. Yo voy a leer un poco. -Inspiró hondo, pensando que había acertijos mucho más importantes que Sally podría intentar descifrar.

Esta asintió y volvió a enfrascarse en el crucigrama. Quiso decirle algo a Hope, algo tranquilizador y afectuoso, algo que descargara parte de la tensión, pero en cambio vio que el 3 vertical era «Lo que cantó la musa» y recordó que el principio de La litada era «Canta, oh, Musa, la cólera de Aquiles…». Había seis espacios en blanco, y la última letra tenía que ser una a, así que no fue difícil deducir que se trataba de «cólera».

Scott se sentó en el reservado, empujando a O'Connell hacia el rincón, como tenía planeado. Estaban apretados en el mismo asiento. La camarera tardó un momento en acercarse, menú en mano.

– Denos un par de minutos -le dijo Scott.

– Tráigame una cerveza -pidió O'Connell, y se volvió hacia Scott-. Supongo que usted paga esta ronda.

Hubo un momento de silencio, y el joven miró a Ashley.

– Hoy no dejas de sorprenderme. ¿No crees que esto tendría que ser entre tú y yo?

– He intentado decírtelo, pero no quieres escuchar…

– Y se te ocurrió traer a tu padre. -Se giró hacia Scott-. Bueno, de acuerdo. ¿Qué se supone que va a hacer exactamente? -La pregunta iba dirigida a Ashley, pero fue Scott quien contestó.

– Estoy aquí para ayudarle a comprender que, si ella dice que se ha acabado, es que se ha acabado.

Michael O'Connell se tomó su tiempo para medir a Scott.

– No piensa utilizar sólo fuerza bruta. Tampoco sólo persuasión. Bien, profesor, ¿cuál es su propuesta? ¿Qué tiene en mente?

– Creo que es hora de que deje a Ashley en paz. Siga con su vida, para que ella pueda seguir con la suya. Está muy ocupada. Trabaja y asiste a clases de posgrado. No tiene tiempo para una relación a largo plazo. Desde luego, no la que usted parece buscar. Estoy aquí para hacérselo entender.

O'Connell no pareció afectado en lo más mínimo.

– ¿Por qué cree que esto es asunto suyo?

– Su negativa a escuchar a mi hija ha hecho que sea asunto mío.

El joven sonrió.

– Tal vez sí. Tal vez no.

La camarera le trajo la cerveza. Él bebió un largo trago y volvió a sonreír.

– ¿Qué pasa, profesor, quiere convencerme de que no ame a Ashley? ¿Cómo sabe que no somos el uno para el otro? ¿Qué sabe de mí? Voy a decírselo: nada. Tal vez no soy lo que quería para ella, y desde luego no soy el joven ejecutivo que conduce un BMW y tiene un título de Harvard, pero soy un tipo muy capaz en muchas cosas. Que no encaje en su perfil no significa que sea un inepto.

Scott no supo qué responder. O'Connell había llevado la conversación a un terreno distinto del previsto.

– No quiero conocerle -dijo Scott-. Lo único que quiero es que deje a mi hija en paz. Estoy dispuesto a hacer lo que sea necesario para que usted lo comprenda.

O'Connell hizo una pausa.

– Lo dudo -dijo-. ¿Lo que sea necesario? No lo creo.

– Ponga un precio -respondió Scott fríamente.

– ¿Un precio?

– Sabe a qué me refiero. Ponga un precio.

– ¿Quiere poner un precio a mis sentimientos por Ashley?

– Deje de fastidiar -repuso Scott. La sonrisa y la aparente calma de O'Connell eran más que irritantes.

– Ni hablar -dijo-. Y no quiero su dinero.

Scott sacó el sobre con los cinco mil dólares.

– ¿Qué es eso? -preguntó O'Connell.

– Cinco de los grandes. A cambio de su palabra de que no volverá a acercarse a mi hija.

– ¿Quiere comprarme?

– Exactamente.

– Nunca he pedido dinero, ¿no?

– No.

– Así que este dinero no es porque yo lo haya exigido, ¿eh?

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