– No tengo nada -informó.
– ¿Nada?
– Ni Tafero ni Bosch.
– ¡Mierda!
– Tuvo que ser en los cuarenta y ocho minutos que nos faltan.
– Tendríamos que…
– Haber ido antes a la oficina de correos. Ya lo sé, es culpa mía. Lo único que he conseguido es una multa de aparcamiento.
– Lo siento, Terry.
– Al menos me ha dado una idea. Fue justo antes de Navidad y estaba repleto. Si aparcó en una zona de quince minutos puede que se pasara de tiempo mientras esperaba en la cola. En esta ciudad los urbanos son como nazis. Acechan en las sombras. Siempre hay una posibilidad de que le pusieran una multa. Habría que comprobarlo.
– ¿El Hijo de Sam?
– Sí.
Ella se estaba refiriendo al asesino en serie de Nueva York al que lograron detener en los setenta por una multa de aparcamiento.
– Lo intentaré. Veré qué puedo hacer. ¿Qué vas a hacer tú?
– Voy a pasarme por Fianzas Valentino.
– ¿Tafero está allí?
– Probablemente esté en el juicio. Después iré allí para ver si puedo hablar con Bosch de todo esto.
– Será mejor que tengas cuidado. Tus colegas del FBI han dicho que iban a verlo en el almuerzo. Puede que sigan allí cuando llegues.
– ¿Qué esperan, que Bosch quede impresionado con sus trajes y confiese?
– No lo sé. Algo así. Querían presionarle. Abrir el expediente y encontrar contradicciones. Ya sabes, las trampas de rutina.
– Harry Bosch no es rutina. Están perdiendo el tiempo.
– Lo sé, y se lo he dicho. Pero a los agentes del FBI no se les puede discutir nada, ya lo sabes.
McCaleb sonrió.
– Eh, si resulta que la cosa va al revés y detenemos a Tafero quiero que el sheriff me pague esta multa.
– No estás trabajando para mí, estás trabajando para Bosch, ¿recuerdas? Que te pague él la multa. El sheriff sólo paga los crepés.
– Vale, tengo que colgar.
– Llámame.
Se guardó el teléfono en el bolsillo de su impermeable y abrió la puerta de cristal de Fianzas Valentino.
Era una salita blanca con un sofá y un mostrador. A McCaleb le recordó la recepción de un motel. Había un calendario en la pared con una foto de la playa de Puerto Vallaría. Un hombre estaba sentado con la cabeza baja, detrás del mostrador, haciendo un crucigrama, y detrás de él había una puerta cerrada que probablemente conducía a un despacho. McCaleb sonrió y empezó a rodear con determinación el mostrador antes incluso de que el hombre levantara la vista.
– ¿Rudy? Vamos, Rudy, sal de ahí.
El hombre levantó la cabeza cuando McCaleb pasó a su lado y abrió la puerta. Entró en un despacho cuyo tamaño era más del doble que el de la sala de espera.
– ¿Rudy?
El hombre del mostrador entró justo detrás.
– Eh, hombre, ¿qué está haciendo?
McCaleb se volvió, examinando la estancia.
– Estoy buscando a Rudy. ¿Dónde está?
– No está aquí, y ahora si hace…
– Me dijo que estaría aquí, que no tenía que ir al juicio hasta más tarde.
Examinando el despacho, McCaleb vio que la pared del fondo estaba cubierta de fotos enmarcadas. Dio un paso más hacia allí. La mayoría eran fotos de Tafero con famosos por los que había depositado una fianza, o para los que había trabajado como consultor de seguridad. Algunas de las fotos eran claramente de los días en que trabajaba de policía, al otro lado de la calle.
– Perdone, ¿quién es usted?
McCaleb miró al hombre como si lo acabara de insultar. Podía ser el hermano menor de Tafero. El mismo pelo y ojos negros, con aspecto de duro atractivo.
– Soy un amigo. Terry. Trabajábamos juntos cuando Rudy estaba al otro lado de la calle.
McCaleb señaló una foto de grupo de la pared en la que se veían varios hombres con traje y unas pocas mujeres de pie delante de la fachada de ladrillos de la comisaría de Hollywood. La brigada de detectives. McCaleb vio a Harry Bosch y Rudy Tafero en la fila de atrás. Bosch tema la cara ligeramente girada, llevaba un cigarrillo en la boca y el humo le oscurecía parcialmente el rostro.
El hombre se volvió y empezó a examinar la foto.
McCaleb aprovechó para echar otro vistazo al despacho. La estancia estaba cuidadosamente dispuesta con un escritorio a la izquierda y una zona para sentarse a la derecha, con dos sofás pequeños y una alfombra oriental. Se acercó al escritorio para mirar una carpeta situada en el centro del cartapacio, pero aunque tenía un par de dedos de grosor, no había nada escrito en la pestaña.
– ¡Qué cojones, aquí no sale!
– Sí -dijo McCaleb sin volver la cara del escritorio-. Estaba fumando. No se me ve la cara.
Había un archivador lleno de carpetas a la derecha. McCaleb inclinó la cabeza en un ángulo adecuado para leer las pestañas. Reconoció algunos nombres de actores y gente del espectáculo, pero ninguno estaba relacionado con su investigación.
– Y un cuerno, tío, ése es Harry Bosch.
– ¿En serio? ¿Conoces a Harry?
El hombre no respondió. McCaleb se volvió. El hombre lo estaba mirando enfadado, con ojos de sospecha. Por primera vez se fijó en que sostenía una porra a un costado.
– Déjame ver. -Se acercó y miró la foto enmarcada-. ¿Sabes que tienes razón, es Harry. Debe de ser la del año anterior la que salgo yo. Cuando sacaron ésta estaba trabajando de incógnito y no pude salir en la foto.
McCaleb dio un paso hacia la puerta con aire despreocupado, aunque interiormente se preparaba para recibir un porrazo en la cabeza.
– Sólo dile que he estado aquí, ¿ vale? Dile que ha pasado Terry.
Llegó hasta la puerta, pero una última foto enmarcada llamó su atención. Se veía a Tafero junto a otro hombre y entre los dos sostenían una placa de madera pulida. La foto era antigua, Tafero aparentaba diez años menos. Tenía los ojos más brillantes y su sonrisa parecía auténtica. La placa de la foto estaba colgada de la pared, junto a la foto. McCaleb se acercó y leyó la chapa de latón enganchada en la parte inferior.
RUDY TAFERO
DETECTIVE DEL MES EN HOLLYWOOD FEBRERO 1995
Miró de nuevo hacia la foto y pasó a la sala de espera.
– ¿Terry qué? -dijo el hombre mientras McCaleb cruzaba el umbral.
McCaleb caminó hasta la puerta de la calle antes de volverse.
– Sólo dile que era Terry, el infiltrado.
Salió de la oficina y caminó de nuevo hacia la calle, sin mirar atrás.
McCaleb se sentó en su coche, enfrente de la oficina de correos. Se sentía incómodo, como siempre que sabía que la respuesta estaba a su alcance, pero no lograba verla. Su instinto le decía que estaba siguiendo la pista buena. Tafero, el detective privado que ocultaba sus tratos con lo más selecto de Hollywood detrás de un chiringuito de fianzas era la llave. Pero McCaleb todavía no había encontrado la puerta.
Se dio cuenta de que tenía mucha hambre. Arrancó el coche y pensó en un lugar para comer. Estaba a pocas manzanas de Musso's, pero había comido allí hacía muy poco. Se preguntó si servirían comida en Nat's, aunque supuso que si lo hacían sería peligroso para el estómago. Decidió conducir hasta el In'n Out de Sunset y pedir comida para llevar.
Mientras daba cuenta de una hamburguesa en el Cherokee inclinado sobre el envase, su móvil sonó. Dejó la hamburguesa en la caja, se limpió las manos con una servilleta y abrió el móvil.
– Eres un genio.
Era Jaye Winston.
– ¿Qué?
– Multaron el Mercedes de Tafero. Un cuatrocientos treinta CLK negro. Estaba en la zona de quince minutos, justo delante de la oficina de correos. La multa se la pusieron a las ocho y diecinueve del día veintidós. Todavía no la ha abonado. Tiene hasta hoy a las cinco, si no le requerirán el pago.
McCaleb se quedó reflexionando en silencio. Sentía que las sinapsis nerviosas se disparaban como una cadena de fichas de dominó por su columna vertebral. La multa suponía un cambio radical. No probaba absolutamente nada, pero le decía que estaba en el buen camino. Y en ocasiones saber que estabas en el buen camino era mejor que tener la prueba.