McCaleb se acercó a la barra entre dos taburetes vacíos y señaló a una de las camareras.
En la máquina de discos de la parte de atrás estaba sonando un viejo tema de Bob Seger, Night Moves. La camarera se inclinó sobre la barra para tomar el pedido de McCaleb. La chica vestía un chaleco negro con botones sin camisa debajo. Tenía el pelo largo y negro y un arito dorado en la ceja izquierda.
– ¿Qué quieres?
– Un poco de información.
McCaleb deslizó una foto de Edward Gunn sobre la barra. Era una instantánea de ocho por trece que estaba en los archivos que Winston le había dado. La camarera la miró un momento y se la devolvió a McCaleb.
– ¿Qué pasa con él? Está muerto.
– ¿Cómo lo sabes?
Ella se encogió de hombros.
– No lo sé. Corrió la voz, supongo. ¿Eres poli?
McCaleb asintió, bajó la voz para que la música la cubriera y dijo:
– Algo así.
La camarera se inclinó más todavía sobre la barra para oírlo. Esta posición abrió la parte superior del chaleco, exponiendo la mayor parte de su pechos pequeños pero redondos. Tenía un tatuaje de un corazón encadenado en alambre en el lado izquierdo. No se veía demasiado apetecible, parecía un moretón en una pera. McCaleb apartó la vista.
– Edward Gunn -dijo-. Era un asiduo, ¿no?
– Venía mucho.
McCaleb asintió. Su reconocimiento confirmaba el Consejo de Bosch.
– ¿Trabajaste la noche de fin de año?
Ella asintió.
– ¿Sabes si vino esa noche?
La camarera negó con la cabeza.
– No lo recuerdo. Vino mucha gente la noche de fin de año. Hubo una fiesta. No sé si vino o no, aunque no me sorprendería. La gente entraba y salía.
McCaleb levantó la barbilla hacia el otro camarero, un latino que también llevaba un chaleco negro sin camisa debajo.
– ¿Y él? ¿Crees que lo recordaría?
– No, porque empezó a trabajar la semana pasada. Lo metí yo.
Una tenue sonrisa iluminó el rostro de la chica. McCaleb no hizo caso. Empezó a sonar Twisting the Night Away. La versión de Rod Stewart.
– ¿Conocías bien a Gunn?
Ella dejó escapar una risa.
– Cielo, éste es el tipo de sitio donde a la gente no le gusta decir quiénes son o qué son. Que si lo conocía bien. Lo conocía, ¿vale? Ya te he dicho que venía por aquí, pero ni siquiera supe su nombre hasta que estuvo muerto. Alguien dijo que habían matado a Eddie Gunn y yo dije: «¿Quién cono es Eddie Gunn?» Tuvieron que describírmelo. El que siempre tomaba whisky con hielo y tenía manchas de pintura en el pelo. Entonces supe quién era Eddie Gunn.
McCaleb asintió. Buscó en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó un recorte de periódico doblado. Lo puso sobre la barra. Ella se inclinó para mirar, mostrando otra panorámica de sus pechos. McCaleb pensó que lo hacía a propósito.
– Es ese poli, el del juicio, ¿no?
McCaleb no contestó. El diario estaba doblado para mostrar una foto de Harry Bosch que había salido esa mañana en el Los Angeles Times como anticipo del testimonio con el que se esperaba que se abriera el juicio a Storey. Era una imagen natural del detective Bosch de pie a la salida de la sala. Probablemente ni siquiera sabía que se la habían sacado.
– ¿Lo has visto por aquí?
– Sí, viene por aquí. ¿Lo estás buscando?
McCaleb sintió que le subía un cosquilleo por la nuca.
– ¿Cuándo viene?
– No lo sé, de vez en cuando. No diría que es un habitual, pero viene. Y nunca se queda mucho rato. Se toma algo y se va. Toma… -Levantó un dedo e inclinó la cabeza, mientras repasaba su archivo interior. Entonces bajó el dedo como marcándose un punto-. Ya está. Cerveza de botella. Siempre pide Anchor Steam, porque se olvida de que no tenemos; es demasiado cara, no la vendemos. Entonces se pide la mediana de siempre.
McCaleb estaba a punto de preguntar cuál era cuando ella contestó su pregunta no formulada.
– Rolling Rock.
Él asintió.
– ¿Estuvo aquí en fin de año?
Ella negó con la cabeza.
– La misma respuesta. No me acuerdo. Hubo demasiada gente, demasiadas bebidas y ha pasado demasiado tiempo desde entonces.
McCaleb se guardó el recorte del diario.
– ¿Tiene algún problema ese poli?
McCaleb sacudió la cabeza. Una de las mujeres del extremo de la barra picó el vaso vacío sobre la barra y llamó a la camarera.
– Eh, Miranda, aquí tienes clientes que pagan.
La camarera buscó con la mirada a su compañero. Se había marchado, aparentemente a la sala de atrás o al baño.
– Tengo trabajo -dijo.
McCaleb vio que se acercaba al final de la barra y preparaba dos vodkas con hielo para las prostitutas. Durante una pausa en la música, oyó que una de ellas le decía que parase de hablar con el poli para que se largara. Mientras Miranda volvía hacia donde estaba McCaleb, una de las putas le dijo en voz alta.
– Y deja de enseñarle el panorama o no se irá nunca.
McCaleb se hizo el sordo. Miranda suspiró como si estuviera cansada cuando llegó hasta él.
– No sé adonde ha ido Javier. No puedo quedarme toda la noche hablando contigo.
– Deja que te haga una última pregunta -dijo-. ¿Recuerdas haber visto alguna vez al poli con Eddie Gunn al mismo tiempo, juntos o por separado?
Ella pensó un momento y se inclinó hacia adelante.
– Puede que pasara, pero no lo recuerdo.
McCaleb asintió. Estaba convencido de que no iba a sacarle nada más. Se preguntó si debía dejar algo de dinero en la barra. Jamás había sido muy bueno en eso cuando era agente. Nunca sabía cuándo era apropiado y cuándo era insultante.
– ¿Puedo preguntarte yo algo? -dijo Miranda.
– ¿Qué?
– ¿Te gusta lo que ves?
McCaleb sintió que se ponía colorado de inmediato.
– Has mirado bastante, así que pensaba que te lo podía preguntar.
Miró de reojo a las putas y compartió con ellas una sonrisa. Las tres estaban disfrutando con el sonrojo de McCaleb.
– Son muy bonitas -dijo mientras se alejaba de la barra dejando un billete de veinte dólares para ella-. Estoy seguro de que la gente viene por eso. Probablemente Eddie Gunn venía por eso.
Se encaminó hacia la puerta y ella le dijo en voz alta con palabras que lo siguieron hasta la salida.
– Entonces podrías volver y probar alguna vez, agente.
Al pasar por la puerta oyó que las putas chillaban y chocaban las palmas de las manos en alto.
McCaleb se sentó en el Cherokee enfrente de Nat's y trató de sacudirse la vergüenza. Se concentró en la información que había obtenido de la camarera. Gunn era un asiduo y pudo estar o no allí la última noche de su vida. En segundo lugar, conocía a Bosch como cliente. Él también pudo o no haber estado allí en la última noche de la vida de Gunn. El hecho de que esta información hubiera partido indirectamente de Bosch era desconcertante. De nuevo se preguntó por qué Bosch -si es que era el asesino de Gunn- le había dado una pista válida. ¿Se trataba de arrogancia, de la seguridad de que nunca sería considerado sospechoso y por tanto su nombre no iba a surgir durante el interrogatorio en el bar? ¿O podía existir una motivación psicológica más profunda? McCaleb sabía que muchos criminales cometían errores que aseguraban su detención, porque inconscientemente no deseaban que sus crímenes quedaran impunes. La teoría de la noria, pensó McCaleb. Quizá Bosch estaba inconscientemente asegurándose de que la rueda también giraría para él.
Abrió el móvil y comprobó la señal. Funcionaba. Llamó a Jaye Winston a su casa. Miró el reloj mientras sonaba el teléfono y consideró que no era demasiado tarde para llamar. Al cabo de cinco timbrazos ella respondió al fin.
– Soy yo. Tengo algo.
– Yo también, pero sigo al teléfono. ¿Puedo llamarte cuando termine?
– Sí, aquí estaré.
Colgó y se quedó sentado en el coche, esperando y reflexionando. Miró por el parabrisas cuando la prostituta blanca salió del bar con un hombre tocado con una gorra de béisbol con la visera hacia atrás. Encendieron sendos cigarrillos y se encaminaron calle abajo hacia un motel llamado Skylark.