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Cuando llegó a casa, Graciela abrió la neverita en la cocina. Sacó tres de los tamales de maíz verde y los puso en un plato para descongelarlos en el microondas.

– Voy a hacer chiles rellenos, también-dijo-. Suerte que has llamado desde el barco, si no habríamos cenado sin ti.

McCaleb dejó que se desahogara. Sabía que estaba enfadada por lo que estaba haciendo. Se acercó a la mesa donde estaba apoyada la gandulita de Cielo. La niña estaba mirando al ventilador del techo y moviendo las mitas ante sus ojos, acostumbrándose a ellas. McCaleb se inclinó y le besó las manos y luego la frente.

– ¿Dónde está Raymond?

– En su habitación, con el ordenador. ¿Por qué has traído sólo diez?

McCaleb la miró cuando ella se sentaba al lado de Cielo. Estaba poniendo el resto de los tamales en un tupper para congelarlos.

– Llevé la neverita y le pedí que me la llenara. Supongo que no cabían más.

Graciela sacudió la cabeza, enfadada con él.

– Nos sobra uno.

– Pues tíralo o invita a cenar a un amigo de Raymond la próxima vez. ¿Qué importa eso, Graciela? Es un tamal.

Graciela se volvió y miró a su marido en la oscuridad, con ojos disgustados que pronto se calmaron.

– Estás sudando.

– Acabo de subir la colina. Ya había pasado el último autobús.

Ella abrió un armarito y sacó una cajita de plástico que contenía un termómetro. Había termómetros en todas las habitaciones de la casa. Graciela sacó éste y lo agitó mientras se acercaba a McCaleb.

– Abre la boca.

– Usemos el electrónico.

– No, no me fío.

Ella puso la punta del termómetro debajo de la lengua de él y luego utilizó la mano para levantarle suavemente la mandíbula y cerrarle la boca. Muy profesional. Graciela era enfermera en la sala de urgencias cuando ambos se conocieron y en ese momento trabajaba de enfermera en una escuela primaria de Catalina. Se había reincorporado al trabajo después de las vacaciones de Navidad. McCaleb sentía que lo que ella prefería era ser madre a tiempo completo, pero nunca sacó el tema a relucir porque no podían permitírselo. El tenía la esperanza de que en un par de años el negocio de las excursiones de pesca se hubiera asentado y quizá, entonces tendrían la oportunidad de elegir. A veces lamentaba no haberse quedado con parte del dinero que habían cobrado por los derechos de un libro y una película, pero también sabía que su decisión de honrar a la hermana de Graciela no haciendo negocio con lo que había ocurrido había sido correcta. Habían donado la mitad del dinero a una fundación infantil y la otra mitad la habían puesto en un fondo fiduciario para Raymond. Serviría para pagar la universidad, si decidía estudiar.

Graciela levantó la muñeca de su marido y le comprobó el pulso, mientras él permanecía sentado en silencio, observándola.

– Vas acelerado -dijo, al tiempo que le soltaba la muñeca-. Abre.

Él abrió la boca y Graciela sacó el termómetro y lo leyó. Después de lavarlo, lo puso en el estuche y lo guardó en el armario. Como no dijo nada, McCaleb concluyó que no tenía fiebre.

– Te habría gustado que tuviera fiebre, ¿no?

– ¿Estás loco?

– Sí, te habría gustado. Así podrías haberme pedido que lo dejara.

– ¿Qué quiere decir con pedirte que lo dejaras? Anoche dijiste que sólo era cosa de una noche. Luego esta mañana me has dicho que terminabas hoy. ¿Qué me estás diciendo ahora, Terry?

Miró a Cielo y estiró un dedo para que la niña lo agarrara.

– Aún no ha terminado. -Esta vez miró a Graciela-. Hoy han surgido algunas cosas.

– ¿Algunas cosas? Sea lo que sea pásaselo a la detective Winston, Es su trabajo, no el tuyo.

– No puedo. Todavía no. No hasta que esté seguro.

Graciela se volvió y caminó de nuevo hasta la encera. Puso el plato con los tamales en el microondas y empezó a descongelarlos.

– ¿Puedes llevarla adentro y cambiarla? Hace rato que no la cambio. Y dale un biberón mientras preparo la cena.

McCaleb levantó cuidadosamente a su hija de la gaulita y se la apoyó en el hombro. La niña hizo unos ruiditos inquietos y él le dio unos golpecitos en la espalda para calmarla. Se acercó a Graciela por la espalda, le pasó el brazo por delante y la atrajo hacia él. La besó en la coronilla y dejó la cara entre el pelo de su esposa.

– Pronto todo volverá a la normalidad.

– Eso espero.

Ella tocó el brazo que la enlazaba por debajo de sus pechos. El roce de los dedos de Graciela era la aprobación que él estaba buscando. Era un momento difícil, pero estaban bien. McCaleb la apretó un poco más y la besó en la nuca antes de soltarla.

Cielo observaba el lento movimiento de las estrellas y medias lunas de cartulina que colgaban por encima del cambiador mientras su padre le ponía un pañal limpio. Raymond había hecho el móvil con Graciela como regalo de Navidad. Una corriente de aire hizo girar suavemente las figuras y los ojos azules de Cielo se fijaron en ellas. McCaleb se inclinó para besar a la niña en la frente.

Después de envolverla en dos mantas blancas, se la llevó al porche y le dio el biberón mientras se hamacaba suavemente en la mecedora. Al mirar al puerto vio que se había dejado encendidas las luces del puente del Following Sea. Podría haber llamado al capitán de puerto al muelle y el encargado de la vigilancia nocturna se habría acercado a apagarlas. Sin embargo, sabía que iba a volver después de cenar. Ya apagaría las luces entonces.

Miró a Cielo. La niña tenía los ojos cerrados, pero su padre sabía que estaba despierta. El biberón iba bajando rápidamente. Graciela había dejado de amamantarla en exclusiva cuando se había reincorporado al trabajo. Dar el biberón era algo nuevo y a él le parecía uno de los mayores placeres de su reciente paternidad. Con frecuencia hablaba a su hija en voz baja en esas ocasiones. Sobre todo le susurraba promesas, promesas de que siempre la querría y siempre estaría con ella. Le dijo que nunca se asustara ni se sintiera sola. Algunas veces, cuando la niña abría los ojos de repente y lo miraba, él sentía que le estaba comunicando las mismas cosas a él. Y sentía un tipo de amor que nunca había sentido antes.

– Terry.

Levantó la cabeza al oír el susurro de Graciela.

– La cena está lista.

Él miró el biberón y vio que estaba casi vacío.

– Voy en un momento -contestó en otro susurro.

Después de que Graciela hubo salido, McCaleb miró a su hija. El susurro había hecho que abriera los ojos. Levantó la vista hacia él. Él la besó en la frente y luego le sostuvo la mirada.

– Tengo que hacerlo, pequeña -susurró.

Hacía frío dentro del barco. McCaleb encendió las luces del salón, colocó el calefactor en el centro de la sala y lo puso al mínimo. Quería calentarse, pero no demasiado. Seguía cansado por el ejercicio del día y no quería que le entrara el sueño.

Estaba en el camarote de proa, revisando sus viejos archivos, cuando oyó que el móvil empezaba a sonar en la bolsa de cuero del salón. Cerró el archivo que estaba estudiando y se lo llevó consigo mientras subía las escaleras hacia el salón y sacaba el teléfono de la bolsa. Era Jaye Winston.

– Bueno, ¿qué tal te ha ido en el Getty? Pensaba que ibas a llamarme.

– Ah, bueno, se hizo tarde y quería volver al barco y cruzar antes de que oscureciera. Olvidé llamar.

– ¿Has vuelto a la isla? -Sonó decepcionada.

– Sí, esta mañana le dije a Graciela que volvería. Pero no te preocupes, todavía estoy trabajando en un par de cosas.

– ¿Qué pasó en el Getty?

– Casi nada -mintió-. Hablé con un par de personas y vi unos cuadros.

– ¿ Has visto alguna lechuza como la nuestra? -Winston se rió al formular la pregunta.

– Algunas bastante parecidas. Tengo un par de libros que quiero mirar esta noche. Iba a llamarte para ver si podíamos vernos mañana.

– ¿Cuándo? Tengo una reunión a las diez y otra a las once.

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