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Rehv tomó un atajo y se dirigía hacia el centro cuando su nuca empezó a hormiguear. Trató de ignorar la sensación, pero en cuestión de momentos se condensó en un estrecho apretón, como si le hubieran colocado un tornillo en la parte superior de la espina dorsal. Levantó el pie del acelerador y esperó que se le pasara la sensación.

Luego ocurrió.

Con una punzada de pánico, su visión se convirtió en sombras de rojo, como si le hubieran puesto un velo transparente sobre la cara: las luces de los autos que venían de frente eran de neón rosa, la carretera de un color herrumbre empañado, el cielo un clarete como vino borgoña. Consultó el reloj digital cuyos números ahora tenían un brillo rubí.

Mierda. Esto estaba mal. No debería estar pasan…

Pestañeó y se frotó los ojos. Cuando los volvió a abrir, carecía de percepción en profundidad.

Si, al demonio con que esto no estaba pasando. Y no lograría llegar hasta el centro.

Tiro del volante hacia la derecha y entró en un desmantelado centro comercial, el mismo en que se encontraba la Academia de Artes Marciales Caldwell antes de que se incendiara. Apagó las luces del Bentley y condujo detrás de los extensos y angostos edificios, estacionando al nivel de los ladrillos para el caso de que tuviera que salir de prisa, lo único que tenía que hacer era pisar el acelerador.

Dejando el motor encendido, se quitó el abrigo de marta cibelina y la chaqueta del traje, luego se arremangó el brazo izquierdo. A través de la niebla roja abrió la guantera y sacó una jeringa hipodérmica y un trozo de banda de goma. Le temblaban tanto las manos, que dejó caer la aguja y tuvo que agacharse para levantarla del suelo.

Palmeó los bolsillos de la chaqueta, hasta que encontró un frasco de dopamina neuro-moduladora. Lo Puso en el salpicadero.

Le llevó dos intentos abrir el paquete estéril de la hipodérmica, y casi rompe la aguja mientras la introducía a través de la superficie de goma de la tapa de la dopamina. Cuando la jeringa estaba llena, envolvió la banda de goma alrededor de su bíceps, usando una mano y los dientes; luego trató de encontrarse la vena. Todo era más complicado, debido a que estaba trabajando en un campo visual plano.

No podía ver lo suficientemente bien. Todo lo que veía enfrente de él era… Rojo.

Rojo… rojo… rojo. La palabra se disparó en su mente, golpeando en el interior de su cráneo. Rojo era el color del pánico. Rojo era el color de la desesperación. Rojo era el color de su odio a si mismo.

Rojo no era el color de su sangre. No en ese momento, de ninguna forma.

Regañándose a si mismo, se tocó el antebrazo buscando una plataforma de lanzamiento para la droga, una súper carretera que enviara la mierda hacia los receptores del cerebro. Salvo que sus venas estaban hundiéndose.

No sintió nada cuando se hundió la aguja, lo cual era tranquilizador. Pero luego vino… un pequeño pinchazo en el lugar de la inyección. El entumecimiento en el que se mantenía estaba a punto de terminar.

Mientras buscaba debajo de su piel, una vena que pudiera utilizar, empezó a sentir su cuerpo: la sensación de su peso en el asiento de cuero del auto. El calor quemando sus tobillos. El rápido aliento moviéndose dentro y fuera de su boca, secándole la lengua.

El terror hizo que empujara el émbolo y soltara el torniquete de goma. Sólo Dios sabía si lo había hecho en el lugar correcto.

Con el corazón golpeándole en el pecho miró el reloj.

– Vamos -murmuró comenzando a mecerse en el asiento del conductor-. Vamos… haz efecto.

Rojo era el color de las mentiras. Estaba atrapado en un mundo de rojo. Y uno de estos días la dopamina no iba a funcionar. Estaría perdido en el rojo para siempre.

El reloj cambió los números. Había pasado un minuto.

– Oh, mierda… -Se frotó los ojos como si eso pudiera traer de regreso la profundidad a su visión y el espectro normal de color.

Su móvil sonó y lo ignoró.

– Por favor… -Odiaba la súplica en su voz, pero no podía pretender ser fuerte-. No quiero perderme…

De repente su visión regresó, el rojo escurriéndose de su campo visual, retornando la perspectiva tridimensional. Fue como si la maldad hubiera sido absorbida fuera de él y su cuerpo se hubiera paralizado, las sensaciones evaporándose hasta que lo único que le quedó eran los pensamientos en su cabeza. Con la droga, se volvía un bulto que se movía, respiraba y hablaba y benditamente, sólo tenía cuatro sentidos por los que preocuparse ahora, ese toque había sido recetado como quemador.

Se derrumbó contra el asiento. El estrés por el secuestro de Bella y el rescate, se había apoderado de él. Era por eso que el ataque lo había golpeado tan fuerte y rápidamente. Y tal vez necesitara ajustar la dosis nuevamente. Iría a Havers a consultar acerca de eso.

Pasó un rato antes de que fuera capaz de llevar el auto hacia la entrada. Mientras salía del desmantelado centro comercial y se deslizaba dentro del tránsito, se dijo a sí mismo que sólo era otro sedán en una larga fila de autos. Anónimo. Igual que cualquier otro.

De alguna forma la mentira lo alivió… y aumento su soledad.

En un semáforo, consultó el mensaje que le habían dejado.

La alarma de seguridad de Bella había sido apagada por una hora más o menos y recién había vuelto a encenderse. Alguien había estado en su casa otra vez.

Zsadist encontró el Ford Explorer negro, aparcado en el bosque como a trescientas yardas del acceso a la entrada del camino de una milla de largo de la casa de Bella. La única razón por la que había encontrado la cosa era porque había estado explorando el área, demasiado inquieto para irse a casa, demasiado peligroso para estar en compañía de alguien más.

Un juego de huellas en la nieve iba en dirección a la granja.

Se hizo una visera con las manos y miró el interior del auto a través de la ventanilla. La alarma de seguridad estaba activada.

Debía de ser el vehículo de uno de esos Lessers. Podía oler el dulce aroma de ellos por todo el auto. Pero con un sólo par de huellas, ¿tal vez el conductor había dejado a sus compañeros, y luego lo había escondido? ¿O tal vez el SUV había sido movido desde otro lado?

Como fuera. La Sociedad volvería en busca de su propiedad. ¿Y no sería genial saber a donde demonios se dirigían con él? ¿Pero como podría rastrear la maldita cosa?

Se puso las manos en las caderas… y su mirada se detuvo casualmente en la cartuchera que llevaba en el cinturón.

Mientras levantaba el móvil, pensó con cariño en Vishous, ese maestro de las artes, sabio tecnológico hijo de puta.

Necesidad, la madre del ingenio

Se desmaterializó debajo del SUV para dejar el mínimo posible de huellas en la nieve. Mientras su peso era absorbido por su espalda, se encogió. Este hombre, iba a pagar por el pequeño viaje a través de la puerta Francesa. Y por el golpe en la cabeza. Pero había sobrevivido a cosas peores.

Sacó una linterna y miró alrededor del armazón inferior, tratando de escoger el lugar adecuado. Necesitaba algo lo suficientemente grande y no podía estar cerca del tubo de escape, porque incluso con el frío que hacía, esa clase de calor podía ser un problema. Por supuesto, habría preferido meterse dentro del Explorer y poner el móvil debajo de un asiento pero el sistema de alarma del SUV era una complicación. Si lo cortaba podía no ser capaz de restablecerlo, por lo que los Lessers sabrían que alguien había estado en el auto.

Como si la ventanilla golpeada no fuera una pista.

Maldición… Debería haber hurgado en los bolsillos de esos Lessers antes de apuñalarlos hasta hacerlos caer en el olvido. Uno de esos bastardos debía tener la llave. Sólo que había estado tan enojado, que se había movido demasiado rápido.

Z maldijo, pensando en la forma en que Bella lo había mirado después de que hubiera masticado al asesino en frente de ella. Sus ojos se veían enormes en su pálida cara, su boca floja por la conmoción por lo que él había hecho.

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