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Oye, Randy, vamos a dar un paseo por el lago Meyer.

Era verano y los termómetros todavía rondaban los veintisiete grados, a pesar de que se acercaba la hora de ponerse el sol. Prometía ser una noche deliciosa.

– No tengo ganas.

Nick frunció el ceño. Estaba acostumbrado a los cambios de humor de Miranda, pero ella solía ser muy espontánea. Le fascinaba esquiar, bajar los rápidos en balsa; era la única mujer que conocía que sentía pasión por la vida al aire libre. Era una de las razones por las que se había enamorado de ella.

El lago Meyer era uno de esos lugares donde iban las parejas a bañarse desnudas.

Mierda, había metido la pata.

– Lo siento, debería haber pensado…

Ella lo interrumpió.

– No me importa que me vean, Nick.

– No se me ocurrió pensar -dijo él, frunciendo el ceño.

– Esta noche hará unos quince grados. Él no le entendió.

– Te prometo que volveremos a casa antes de que haga tanto frío. Ella lo miró, desilusionada.

– No pienso ir a nadar a ningún lugar de noche.

Acabaron quedándose en casa de Nick mirando una película. Nick creía que Miranda no quería que la vieran desnuda, con el cuerpo lleno de cicatrices, y se sintió mal por haberlo sugerido.

Ahora lo sabía. No era el hecho de estar desnuda, sino de estar desnuda en el agua fría.

Nick se dio cuenta de que había echado mano de la pistola de diez milímetros que llevaba. Casi volvió a enfundarla.

Pero, no. Decidió permanecer alerta.

No había luces encendidas en la cabaña. Parecía desierta. Nick se relajó.

La rodeó. Era una estructura clásica en A, con una sala o salas grandes en la primera planta, apoyada sobre pilares. Y una especie de ático en la parte superior.

Subió las enclenques escaleras que llevaban al balcón que la rodeaba. Era evidente que no había nadie. Estaba oscuro. No había vehículos. Vacía. Aún así, Nick estaba tenso, con todos los sentidos alerta.

Miró por la ventana, y la media luna le permitió ver unas cuantas sombras. Algunos muebles, un sofá, una silla, una mesa. Nada de equipaje. Nada de comida en la mesa. Ninguna pistola, ni cuchillo ni mujer atada al suelo.

Sí, había sido una pérdida de tiempo venir.

Enfundó la pistola, echó una mirada por el balcón. Había dos sillas tumbonas apoyadas contra la pared de la casa. Cruzó al otro lado del balcón y miró hacia el lago, a unos cien metros, cuya superficie quieta reflejaba la luna.

¿Qué voy a hacer ahora?

Nadie sabía que había ido hasta allí. Volver a casa, dormir unas cuantas horas, contarle a Quinn que había revisado los registros de propiedad con una corazonada que no dio resultado. Olvidarse de todo eso y concentrarse en la lista de cincuenta y pico hombres de la universidad.

Era lo que tendría que haber hecho ese día en lugar de andarse con corazonadas.

Al girarse se apoyó en la barandilla y vio un par de botas junto a la puerta.

Qué raro.

Fue a desenfundar su pistola.

Antes de que pudiera sacarla, cayó, víctima de un golpe que le hizo perder el conocimiento.


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