– Pues no -dijo Luke apenado desde la mesa de la cocina-. No puede abrir puertas por sí mismo.
Silencio.
– ¿No puede? -repitió Elizabeth.
Luke negó con la cabeza como si lo que acabase de decir fuese lo más normal del mundo. Era lo más absurdo que Elizabeth había oído en su vida. ¿Qué clase de amigo imaginario era Ivan si no podía atravesar paredes y puertas? Bien, pues ella no iba a abrirle la puerta, bastante estúpido había sido ya haberle descorrido el cerrojo. Regresó a la cocina a recoger las cosas que necesitaba para trabajar. Luke terminó sus cereales, metió el cuenco en el lavavajillas, se lavó las manos, se las secó y se dirigió a la puerta de la sala de estar. Giró el picaporte, abrió la puerta empujando, se hizo a un lado, sonrió de oreja a oreja al vacío, apoyó un dedo en los labios, señaló a Elizabeth con la otra mano y sofocó una risita. Elizabeth le miraba horrorizada; después cruzó el vestíbulo y se plantó ante la puerta al lado de Luke. Se asomó a la sala de estar.
Vacía.
La muchacha de Rentokil había dicho que era extraño que hubiese ratones en la casa en pleno mes de junio, y mientras Elizabeth ojeaba la sala de estar con recelo, se preguntó qué diablos estaría haciendo todos aquellos ruidos.
La risita de Luke la sacó de golpe de su trance y, mirando a través del vestíbulo, le vio sentado a la mesa balanceando las piernas la mar de contento y haciéndole muecas al aire. Al otro lado de la mesa había un sitio adicional dispuesto con un cuenco recién servido de Coco Pops.
– Chico, ¡qué severa es! -le susurré a Luke mientras tomaba Coco Pops a cucharadas procurando que ella no se diera cuenta. Normalmente no suelo susurrar en presencia de los padres, pero como ella ya me había oído un par de veces en los últimos días, preferí no correr ningún riesgo.
Luke soltó una risita y asintió con la cabeza.
– ¿Siempre está así?
Asintió de nuevo.
– ¿Nunca juega contigo ni te abraza? -pregunté observando cómo Elizabeth limpiaba hasta el último rincón de unos tableros de cocina que ya refulgían, y desplazaba objetos un centímetro hacia la derecha y un centímetro hacia la izquierda.
Luke reflexionó un momento y dijo:
– Más bien no.
– ¡Pero eso es horrible! ¿Y a ti no te importa?
– Edith dice que en el mundo hay algunas personas que no te abrazan sin parar ni juegan contigo, pero que aun así te quieren. Es sólo que no saben cómo decirlo -contestó susurrando.
Elizabeth le echó un vistazo con inquietud.
– ¿Quién es Edith?
– Mi niñera.
– ¿Dónde está?
– De vacaciones.
– ¿Y quién te cuidará mientras esté de vacaciones?
– Tú. -Luke sonrió.
– Chócala-dije tendiendo la mano. Luke la estrechó-. Se hace así -expliqué, sacudiendo la cabeza y el cuerpo entero como si tuviera convulsiones. Luke se echó a reír y me imitó. Reímos aún con más ganas y Elizabeth dejó de limpiar para mirarnos fijamente. Abrió unos ojos como platos.
– Haces muchas preguntas -susurró Luke.
– Y tú contestas muchas -repliqué, y ambos nos reímos.
El BMW de Elizabeth traqueteaba a lo largo del camino lleno de baches que conducía a la granja de su padre. Agarraba el volante con fuerza, exasperada por el polvo que levantaba a su paso y se pegaba a los costados del coche recién lavado. Cómo había podido vivir en aquella granja durante dieciocho años era algo que escapaba a su comprensión. No había manera de mantener nada limpio. Las fucsias silvestres bailaban mecidas por la brisa dándoles la bienvenida desde los márgenes de la carretera. Flanqueaban los casi dos kilómetros de recta como si fueran las balizas de una pista de aterrizaje y rozaban las ventanillas del coche asomando sus rostros para ver quién iba dentro. Luke bajó su ventanilla y dejó que le hicieran cosquillas en la mano con sus besos.
Elizabeth rezó para que no viniera tráfico en dirección contraria, pues la carretera resultaba ya estrecha para un solo coche y no dejaba sitio para que pasara otro vehículo. Si quería cederle el paso a otro tendría que retroceder más de medio kilómetro por donde había venido. A veces le daba la impresión de que era el camino más largo del mundo. Aunque veía el lugar al que intentaba llegar, no obstante tendría que dar marcha atrás una y otra vez para conseguirlo.
Dos pasos adelante y un paso atrás.
Era como cuando de niña divisaba a su madre a lo lejos pero se veía obligada a aguardar los veinte minutos que ella tardaba en recorrer el camino hasta oír el consabido chirrido de la verja.
Sin embargo, gracias a Dios habida cuenta del retraso que ya llevaban, esta vez no vino nadie en sentido opuesto. Obviamente las palabras de Elizabeth habían caído en saco roto, puesto que Luke se había negado a salir de casa hasta que Ivan se hubo terminado los cereales. Entonces insistió en echar hacia delante el asiento del copiloto para que Ivan pudiera subir al asiento trasero.
Elizabeth miró de reojo a Luke. Iba sentado junto a ella con el cinturón de seguridad abrochado y sacaba el brazo por la ventanilla mientras tarareaba la misma canción que había estado cantando todo el fin de semana. Parecía contento. Esperó que no siguiera representando aquella comedia, al menos mientras estuviera en casa de su abuelo.
Vio a su padre aguardando junto a la verja. Una visión conocida. Una acción conocida. Aguardar era su fuerte. Llevaba los mismos pantalones de pana marrón que Elizabeth habría jurado que gastaba cuando ella era niña. Los llevaba metidos en las embarradas botas de goma verdes que solía ponerse en la casa. El suéter gris de algodón, bordado con un descolorido diseño de rombos verdes y azules, tenía un agujero en el centro por donde asomaba el polo verde de debajo. Completaban su atuendo una gorra de tweed encasquetada, y en la mano derecha empuñaba un bastón de endrino por si perdía el equilibrio. Una barba cana de tres días le decoraba el rostro y el mentón. Tenía las cejas muy pobladas y cuando fruncía el ceño parecían taparle por completo los ojos grises. La nariz de anchas ventanillas llenas de pelos grises resaltaba en su semblante. Profundas arrugas le surcaban la cara, tenía las manos grandes como palas, los hombros anchos como el Valle de Dunloe. Hacía que la casa que tenía detrás pareciera pequeña.
Luke dejó de tararear en cuanto vio a su abuelo y volvió a meter el brazo en el coche. Elizabeth frenó, apagó el motor y se apeó. Tenía un plan. En cuanto Luke bajó del coche cerró la puerta y echó el seguro sin darle tiempo a apartar el respaldo del asiento para que saliera Ivan. Luke volvió a arrugar el rostro mientras miraba alternativamente a Elizabeth y el coche.
La verja de la casa chirrió.
A Elizabeth se le hizo un nudo en el estómago.
– Buenos días -dijo una voz grave y resonante. No fue un saludo. Fue una aseveración.
Con el labio inferior tembloroso Luke pegó la cara y las manos al cristal del asiento trasero del coche. Elizabeth esperó que no cogiera un berrinche.
– ¿No vas a darle los buenos días al abuelo, Luke? -preguntó Elizabeth con severidad, plenamente consciente de que ella aún no lo había saludado.
– Hola, abuelo -dijo Luke con voz entrecortada sin despegar la cara del cristal.
Elizabeth consideró la posibilidad de abrirle la puerta del coche tan sólo para evitar una escena, pero se lo pensó mejor. Era preciso que Luke superara aquella etapa.
– ¿Dónde está el otro? -atronó el vozarrón de Brendan.
– ¿El otro qué?
Elizabeth tomó a Luke de la mano e intentó separarlo del coche. Los ojos azules de Luke se fijaron suplicantes en los suyos. A ella se le encogió el corazón. Luke sabía muy bien que no debía provocar una escena.
– El chaval que entiende de verduras extranjeras.
– Ivan -dijo Luke tristemente con los ojos arrasados en lágrimas.
Elizabeth intervino enseguida.
– Ivan no ha podido venir hoy, ¿verdad, Luke? Tal vez otro día -terció con premura, y antes de que se complicaran las cosas agregó-: Bueno, mejor será que me vaya a trabajar si no quiero llegar tarde. Luke, pasa un buen día con el abuelo, ¿vale?
Luke la miró con aire vacilante y asintió.
Elizabeth se odió a sí misma, pero le constaba que hacía bien poniendo freno a aquel ridículo comportamiento.
– Pues vete ya -espetó Brendan señalándola con el bastón de endrino como si la ahuyentara, y se volvió hacia la casa. Lo último que oyó Elizabeth antes de cerrar el coche con un portazo fue el chirrido de la verja. En el camino tuvo que dar marcha atrás dos veces para dejar pasar a otros tantos tractores. Por el espejo retrovisor veía a Luke y a su padre, tan distintos de estatura, en el jardín delantero. No lograba marcharse de la casa suficientemente deprisa; daba la impresión de que el flujo del tráfico se empeñara en empujarla de regreso como si de una marea se tratara.
Elizabeth recordó el momento de sus dieciocho años en que le sentó de maravilla liberarse de aquella visión. Por primera vez en su vida se iba de la casa cargada de equipaje y con la intención de no regresar hasta Navidad. Se marchaba a la Universidad de Cork después de haber ganado la batalla contra su padre, aunque a costa de haber perdido todo el respeto que éste hubiese sentido por ella alguna vez. En lugar de compartir el entusiasmo de su hija se había negado a despedirse de ella en su gran día. La única figura que Elizabeth vio aquella radiante mañana de agosto al alejarse fue la de Saoirse a sus seis años, de pie ante la casa, con dos desaliñadas coletas pelirrojas y una sonrisa de oreja a oreja que revelaba los dientes que le faltaban, diciéndole adiós con la mano frenéticamente, henchida de orgullo por su hermana mayor.
En lugar del alivio y la excitación que siempre había soñado sentir cuando el taxi por fin se la llevara de su casa rompiendo el cordón umbilical que la amarraba allí, sintió pavor y preocupación. No por lo que la aguardaba delante, sino por lo que estaba dejando atrás.
No le correspondía ejercer de madre de Saoirse para siempre, era una muchacha que tenía que ser libre, que tenía que encontrar su propio lugar en el mundo. Su padre debía asumir la paternidad que le correspondía, cargo que había desestimado años atrás y que se negaba a admitir. Ahora Elizabeth sólo esperaba que al estar los dos solos Brendan reconociera sus deberes y diera a la chiquilla todo el amor que le quedara.
Pero ¿y si no lo hacía? Siguió observando a su hermana por la ventanilla trasera sintiéndose como si no fuera a verla nunca más, y le dijo adiós con la mano tan deprisa y frenéticamente como pudo mientras los ojos se le llenaban de lágrimas por la pequeña vida y el puñado de energía que estaba abandonando. Las coletas pelirrojas alborotadas seguían siendo visibles a más de un kilómetro, de modo que ambas siguieron diciéndose adiós con la mano. ¿Qué haría su hermanita cuando la diversión de despedirla terminase y cayera en la cuenta de que estaba a solas con el hombre que nunca hablaba, nunca ayudaba y nunca daba muestras de amor? Faltó poco para que Elizabeth pidiera al conductor que detuviera el coche allí mismo, pero enseguida se dijo que debía seguir adelante. Tenía que vivir.