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María del Rosario Galván a Bernal Herrera

Acepto tu sonrisa, Bernal, sé que hay un pequeñísimo asomo de burla en tu boca, pero tus ojos me miran con el cariño que nos profesamos tú y yo desde siempre. O desde ese "siempre" que es, o fue, o quisiéramos que fuese, nuestra juventud.

Nada nos hemos ocultado, desde entonces, tú y yo. Conocimos nuestras historias personales y también nuestras historias familiares, que una y otra son la misma historia. Más bien -tú lo sabes mejor que nadie- lo misterioso de nuestras vidas, lo más apasionante quizás, es que desde la infancia comenzamos a tejer una tela por encima (o por debajo) de los acontecimientos familiares. Siempre será fascinante la sorpresa de saberse capturado dentro del círculo familiar que nos viste, alimenta y educa, pero libres, secretamente libres, en el mundo interior que aprendemos a crear, que a menudo simplemente descubrimos esperándonos y que desde la niñez nos compromete por partida doble. Con nuestro entorno objetivo y con nuestra subjetividad. El mundo exterior que nos rodea cambia y cambiamos nosotros, interiormente, también. Ya estamos allí: midiendo fuerzas entre lo que está fuera de nosotros y nos contiene y lo que está dentro de nosotros y contenemos. Creo, a estas alturas, que toda la vida es un combate entre esas dos fuerzas. A veces es un combate en armonía, como lo ha sido, habitualmente, el tuyo. Otras, es un combate cuesta arriba, a contrapelo, rijoso, como lo ha sido el mío.

Qué ventura habernos conocido tan jóvenes, entendiendo en el acto que cada uno le daba lo que le faltaba al otro. Tu coherencia viene de tus padres. Eres hijo de luchadores sociales humildes y honestos, Bernal y Candelaria Herrera, líderes en la maquila del Norte. Les debes tus ideas de solidaridad con los que más necesitan saber que cuentan y que tienen un techo político bajo el cual guarecerse. Esa es la misión de la eterna izquierda, has dicho.

– No estás solo. Aquí tienes un techo.

Viste también en tus padres que la pureza de los ideales no se basta a sí misma. Que para ganar la mitad de lo que queremos, a veces tenemos que sacrificar la otra mitad. Tus padres nunca aceptaron el compromiso. Fueron héroes del sindicalismo y su sacrificio seguramente no fue en vano. ¿Quién los engañó, quien los hizo cruzar el Río Grande de noche, haciéndoles creer que salvaban a un grupo de indocumentados sólo para caer ellos mismos como si fueran espaldas mojadas en manos de la Migra yanqui y luego ser asesinados mientras "huían"? La Ley Fuga, Bernal, la mentira injusta y dolorosa, tú que tan bien conociste a Bernal y Candelaria, tus padres. Nunca huyeron de nada. Nunca le dieron la espalda a nadie.

– La Ley Fuga. Ni la burla perdonan.

Cuando nos conocimos en La Sorbona, me contaste tu vida y la manera como tus padres fueron victimados por la conspiración temible de los narcos del Norte, los políticos corruptos de ambos lados de la frontera -Chihuahua y Texas- y las corruptibles fuerzas del orden mexicanas y norteamericanas. Me dijiste que

– No voy a ser un idealista puro como mis padres. Voy a distinguir entre el mal menor y el bien mayor. Voy a servir al bien mayor haciendo concesiones al mal menor.

Te envidio esa paternidad, Bernal, te lo dije entonces y te lo repito ahora que evoco la mía con un sentimiento de farsa y tragedia combinadas. Yo no nací en la pobreza como tú. No tuve que escapar a la miseria. Al contrario. Tuve que vencer a la riqueza. Me encontré con la mesa servida. Nací con un corset puesto. Mi padre me hizo rebelde, con tal de oponerme a él, no ser como él, no escuchar sus cínicas baladronadas, su admirable falta de hipocresía para referirse con todas sus letras a sus fraudes, sus chanchullos, su colmillo para los negocios. En política se finge, Bernal. En los negocios puedes ser abiertamente brutal y cínico.

Mi padre me daba tanto miedo que me obligó a espiarlo para verlo. Empecé a oír sus conversaciones por teléfono desde una extensión en el lobby:

– Vende la flotilla de camiones viejos a la Compañía Subida al Cielo por el precio más alto posible…

– Pero si Subida al Cielo es nuestra, señor licenciado…

– Exacto. Reclama la ganancia de capital como ingreso y vende acciones al más alto precio.

– Los Herrera andan agitando en el Norte para que se apliquen las leyes sobre seguridad de trabajo en sus maquilas, señor licenciado…

– Vamos haciendo lo mismo que cuando quisieron preservar esa montaña ecológica llena de pájaros y ocelotes. Ni leyes protectoras del medio ambiente ni leyes sobre seguridad de trabajo, Domínguez. Tú compra al número necesario de legisladores.

– ¿Comprar?

– Bueno, persuadir. Perdona mi brutalidad.

– Hay un legislador testarudo que quiere una ley de demandas contra inversiones fraudulentas…

– Mira, Ruiz, tú nomás apúrate a inflar el valor de las acciones de a mentiras para venderlas y obtener ganancias. Ese es el negocio. No te me desorientes.

– La compañía de Mérida está reportando pérdidas, señor licenciado.

– Ninguna compañía mía reporta pérdidas si yo no lo decido. En este caso, escóndelas vendiendo la subsidiaria a alto precio.

– ¿Quién va a querer comprarla?

– Nosotros mismos, tarugo, la compañía de Quintana Roo…

– ¿Cómo la va a comprar?

– Con un préstamo nuestro. Así todo queda en casa, nuestras compañías se financian entre sí, ocultamos las pérdidas y atraemos accionistas…

– ¿Y cuando ya no podamos…?

– Mira Silva, cuando hayamos decuplicado nuestro propio dinero personal, sólo entonces nos declaramos en quiebra y que sufran los accionistas. Alarga como chicle, mientras tanto, la impresión de que prosperamos para que los accionistas sigan invirtiendo sin olérselas que vamos a la quiebra. ¿Me entiendes?

– Es usted un genio, señor licenciado.

– No, genio mi mamá que tuvo la buena idea de darme a luz. ¡Jajaja!

– ¿Qué hacemos este año con las compensaciones a nuestros ejecutivos, señor licenciado?

– Maximízalas, Rodríguez. Maximízalas con opciones de valor y esconde los costos a los inversionistas. Nunca consignes las opciones como gastos. Tú asegúrate tus millones.

– ¿Y los empleados?

– Al carajo.

– Le advierto que Kike, su redactor de discursos, se pasa de listo presumiendo de que él le da todas sus ideas a usted, patrón.

– A ese pinche lameculos córrelo de una vez. Sácale todas sus cosas de la oficina y pónselas en la calle.

– Le ha servido fielmente doce años…

– Un lambiscón siempre encuentra chamba…

– ¿Y los inversionistas?

– A la chingada.

– ¿Y los fiscales?

– Tú tranquilo. No reveles nada. Nadie nos va a mandar a la cárcel. Demasiada gente depende de nosotros.

Mi madre era mejor. Como mi padre siempre vistió de negro:

– Siento luto por México. Un luto eterno,

ella lo imitó e incluso acentuó la severidad fúnebre usando falda negra larga hasta el tobillo.

Vas a tener que imaginarme de niña, sentada a la hora de la comida entre un padre y una madre vestidos de negro que no se dirigían la palabra.

Él no dejaba de mirarla con sus ojos de gato montés.

Ella nunca levantaba la mirada del plato.

Los criados habían aprendido a no hacer ruido.

Pero había más odio en la mirada baja de mi madre que en el feroz semblante de mi padre en perpetuo acecho.

Sólo asomaba la ternura -una ternura indeseable, culpable- en los ojos amarillos de mi padre cuando me observaba a mí. Escuché para siempre su recriminación a puerta cerrada a mi madre.

– No supiste darme un heredero. Ni para eso sirves.

– Tú mandas en todo, Barroso Junior, pero a Dios no le puedes dar órdenes. Dios dispuso que fuera mujercita.

Lo dijo como si la Virgen María se disculpase con el Espíritu Santo porque le salió niña el bebé.

Ese resentimiento de mi padre obró en mi favor. No tuvo heredero varón. Mi madre Casilda Galván no pudo exponerse a una segunda gestación por orden médica. Los dos se guardaron rencor. Mi padre decidió educarme como hombre para heredar sus negocios y administrar su fortuna. Por eso pude estudiar en París, conocerte y enamorarme de ti, Bernal. Yo, la niña bien mexicana con todo pagado para estudiar en la Universidad de París y salvar la herencia millonaria de mi padre. Tú, el joven becario del gobierno, protegido y enviado a Francia casi como un desagravio por la muerte de tus padres y por las injusticias de la homonimia.

– Como me llamo Bernal Herrera, igual que mi padre, me tomaron preso y me torturaron, creyendo que era mi propio padre, hasta que entró el jefe de la policía de Juárez y les dijo: "No sean brutos. El padre ya se murió y hasta lo enterramos."

Había en tu mirada, Bernal, un sufrimiento sereno que te envidié: una mirada heredada del dolor y el valor y la fe, no sé. Tú, en cambio, viste en mis ojos un rencor hereditario y me lo reprochaste:

– Chamaca, el rencor, la envidia y también la compasión de sí son venenos y matan. Transforma lo que sientes en voluntad de amar. En libertad de acción. No te agotes odiando a tu padre. Supéralo. Sé más que él. Sé mejor que él. Pero sé distinta de él. Verás cómo lo desconciertas -reíste, mi amor.

Tú y yo enamorados, Bernal Herrera. Enamorados a primera vista. Nuestro amor nacido en las aulas y las lecturas, los cafés del Boul'Mich , los paseos a orillas del Sena, las películas viejas en la Rue Champollion , las comidas apresuradas de croque-monsieur y café-lait , la lectura apasionada del inmortal Nouvel Obs y Jean Daniel, el repaso compartido de los exámenes, las expediciones en busca de libros a lo largo de la rue Soufflot , las noches de amor en tu buhardilla de la rue Saint Jacques y los amaneceres con la vista del Panteón protegiéndonos. Amor a primera vista.

– Estamos en París. Aquí nada cambia. La ciudad es siempre la misma. Por eso los amores de París son para siempre.

Tralalá.

Regresé con prisa a México por dos motivos.

El primero fue que mi padre defraudó a mi madre. Se habían casado con régimen mancomunado de bienes. Mi madre era heredera de un gran consorcio cervecero y quedaba entendido que la mancomunidad no se extendía a las obligaciones de mamá para con la compañía, sino que se limitaban a su fortuna personal.

Un buen día, el Consejo de Administración de la compañía convocó a mamá y le informó que mi padre había perdido no sólo la fortuna personal de ella en sus operaciones financieras fraudulentas, sino que había falsificado la firma de Casilda Galván de Barroso para disponer de las acciones de la compañía, defraudando a todos.

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