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Tácito de la Canal a María del Rosario Galván

Señora muy digna, ¿serale permitido chantajear al chantajeado? No quiero rebajarme ante sus ojos, pues tan abajo estoy que usted ya no me mira. Yo, en cambio, miro alto y miro lejos. Más alto y más lejos, me atrevo a decirlo, que ustedes mismos -ustedes son Bernal Herrera, secretario de Gobernación, y su amante y madre del hijo de ambos, María del Rosario Galván, usted, sí.

Permítame citarle a un clásico. "En los anchos horizontes alrededor de Berchtesgaden, aislado del mundo cotidiano, mi genio creativo produce ideas que estremecen al mundo. En estos momentos, ya no me siento parte de la mortalidad, mis ideas trascienden la mente y se transforman en hechos de enorme dimensión."

No me crea presuntuoso si evoco las palabras de Adolfo Hitler. Podrá usted pensar lo que quiera del Führer germano, pero llegó tan alto y tan lejos como se lo propuso. La caída fue terrible, es cierto, pero caer de tan alto es en sí mismo una victoria.

En otras palabras: si yo ignoro los límites de mi ambición, ¿cómo van a conocerlos los demás? La cuestión es saber marcar los tiempos -como dice usted en sus cartas a Bernal Herrera que yo me deleito en leer, poco antes de quedar dormido, como si fuesen columnas de consejos sentimentales en un periódico-. Y créame, señora, yo sé medir mis tiempos. No olvide que mi poder consiste en tener, más que nadie, acceso. No necesito decirle más. Otros también lo tienen. Pero yo lo tengo antes que nadie. No crea que me engaño. Usted y Herrera se dicen:

– Tácito tiene acceso, pero no popularidad.

Ustedes, la parejita diabólica, me ponen trampas. Muy divertidas, por cierto. Me preparan homenajes de las fuerzas vivas -sindicatos, grupos empresariales- en los que alguien adiestrado por ustedes me elogia, seguido de otro palero que me fustiga. Nadie se levanta a defenderme. Creen que de un golpe han halagado mi vanidad y ofendido mi orgullo. Me han minado.

No. Me han reforzado. Cada humillación que sufro, cada desaire que ustedes me hacen, sólo me fortalece por dentro, atiza mi coraje, me vuelve de hierro. ¿Quieren conocer mi capacidad de resistir a la ofensa? Estuvo a verme el expresidente César León, del cual fui joven colaborador hace diez años. Se quejó del trato que recibió tras dejar la Silla del Águila y me acusó de atizar una campaña de difamación en su contra.

– Sólo lo incomodo porque así lo quiere el señor Presidente -le dije.

– No me incomodan, me persiguen -dijo con voz de mando, que no de queja, el ex León.

– Yo sólo sirvo al señor Presidente.

– ¿Él se lo ordenó?

– No, pero yo sé adivinar el pensamiento del señor Presidente.

Quiero que Herrera y usted, señora, vean hasta qué grado sé arriesgarme para que sepan que no es fácil ofenderme, como si fuese una sensible y romántica señorita de quince años.

Para que vean los extremos de mi aguante, pero también los de mi serenidad, idénticos a los de mi resolución, les cuento lo que sigue.

El Presidente Terán consideró desautorizada y de poco tacto mi manera de tratar al expresidente León.

– Pero señor Presidente, lo hice por usted.

– Nunca te lo pedí, Tácito.

– Creí que estaba sobreentendido…

– ¡Ah! De modo que tú adivinas mis pensamientos. ¿Ya adivinaste que si esto se repite te voy a despedir?

No adiviné, queridos amigos. Supe que el Presidente tenía que regañarme pro forma, pero que en verdad se sentía feliz de que yo hubiera hecho lo que él no podía ni hacer en persona, ni autorizarme explícito. Por algo me llamo Tácito…

Mi distinguida amiga: Yo sé asumir riesgos. Yo sé sufrir humillaciones sin chistar. Esa es mi fuerza. ¿Cree que no sé lo que le dice usted al señor Presidente?

– Tácito lo único que pone de manifiesto es tu propia debilidad, Lorenzo. Te sale sobrando. Sólo un jefe débil tiene necesidad de un valido.

¡Ah, los validos! El consejero áulico que ejerce el poder verdadero en nombre del monarca débil o distraído. Nicolás Perrenot de Granvelle para Carlos V, Antonio Pérez para Felipe II, el Duque de Lerma para Felipe III, Felipe IV y el Conde-Duque de Olivares, unos más afortunados que otros, unos que regresan del olvido anterior (el Cardenal), otros que traicionan y acaban huyendo a las filas enemigas disfrazados de mujer (Pérez, al que sólo le faltó ponerse un parche en el ojo para imitar a su amante la tuerta de Éboli), otros naufragando en incompetencia peor que la del propio monarca (Lerma), otros coronados por el éxito de su gestión imperial (Olivares).

Modelos históricos, señora. ¿A cuál de ellos acabaré pareciéndome? Ah, un valido vale tanto como su protector, pero también tanto como sus enemigos. Y usted y Bernal Herrera no me sirven, para qué es más que la verdad, ni para el arranque.

– Usted no es más que una caña disfrazada de espada -me dijo un día nuestro dilecto secretario de Gobernación.

– Y usted, señor, es una sardina que se cree tiburón -le contesté.

– ¿Y yo? -se atrevió usted, muy petulante, a preguntarme.

– Un fideo, señora, apenas un fideo…

Anda usted diciendo que soy un masoquista que se deleita contando sus humillaciones y cómo las soporto en el servicio del señor Presidente. La mera verdad es que avanzo por los pasillos de la casa presidencial pensando esto, castigándome por mis propias bajezas, pero elogiándome a mí mismo porque gracias a que soy un miserable, no sólo vivo: sobrevivo. Vuestro amigo el tal "Séneca" dice de mí:

– Tácito es capaz de corromper al diablo.

Murmura a mi paso:

– Ahí va Su Excelencia el Mal.

(Frase tomada de Talleyrand , como sabe usted que fue educada por gabachos.)

Pero yo le pongo plomo a mis zapatos para que no me lleve ningún ventarrón. Lo aguanto todo, señora, porque el que aguanta más es el que ríe al final. Puedo, como usted con escasa cautela me lo avisa en su carta, derrumbarme en cualquier momento. Pero le advierto a sus señorías que los arrastraré a todos conmigo al precipicio.

Me dijo usted un día:

– Eres un murciélago, Tácito. No te aparezcas de día.

No me atreví a confesar que la admiro de noche, señora, cuando usted se encuera con la luz encendida. Fui más fino.

– Qué va. Soy una mansa paloma.

– Serás el primer halcón que se vuelve paloma.

– Qué va. Somos parvadas.

Sus comparaciones no son felices, María del Rosario. Llámeme mejor "El Hombre Bruma". Verá que no soy fácil de atrapar. Y que me cuelo debajo de las puertas mal defendidas. Como las de usted y su amante Bernal Herrera. Sin olvidar al infeliz bastardo nacido de sus amores y abandonado en un asilo de idiotas.

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