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Xavier Zaragoza "Séneca" a Presidente Lorenzo Terán

¡Ay, señor Presidente! ¿Cómo se me va a olvidar lo que usted me dijo a las veinticuatro horas de tomar posesión?

– Asumes la Presidencia, "Séneca", te ponen en el pecho la banda tricolor, te sientas en la Silla del Águila y ¡vámonos! Es como si te hubieras subido a la montaña rusa, te sueltan del pináculo cuesta abajo, te agarras como puedes a la silla y pones una cara de sorpresa que ya nunca se te quita, haces una mueca que se vuelve tu máscara, con el gesto que te lanzaron te quedas para siempre, el rictus ya no te cambiará en seis años, por más que aparentes distintos modos de sonreír, ponerte serio, dubitativo o enojado, siempre tendrás el gesto de ese momento aterrador en que te diste cuenta, amigo mío, de que la silla presidencial, la Silla del Águila, es nada más y nada menos que un asiento en la montaña rusa que llamamos La República Mexicana.

Desde el momento en que me dijo usted esto, señor Presidente, ambos -usted y yo- entendimos que me había llamado a su lado para hablarle con franqueza, para aconsejarlo con desinterés, para ayudarle a disimular el gesto de estupor que le produjo saberse arrojado al vacío por la empinada cuesta de esa atracción de carnaval llamada "La Presidencia de la República”.

– Te eligen, Séneca. Dejas de tener contacto con la gente. Ni tus mejores amigos te critican.

Pues bien, yo he tratado de ser digno de su confianza y aunque mis consejos quizá no sean los mejores, usted tiene derecho de contrastarlos con opiniones opuestas a las mías -¡y mire que no faltan en los cartones y páginas editoriales!-. Mi deber (al menos así lo entiendo) es decirle con absoluta franqueza lo que pienso. Han transcurrido pocos días de sus primeros tres años en la Presidencia y mi crítica sincera, señor Presidente, es que usted es percibido como un hombre un poco abúlico. No se le ve hacer. Se le ve dejando hacer. Conozco su filosofía. Ya pasó la época del autoritarismo, cuando sólo la voluntad del Presidente contaba, de Sonora a Yucatán, como los sombreros Tardán que se han vuelto a poner de moda, ¡la de vueltas!

Ya sabemos que esto nunca fue totalmente cierto. La dictablanda del PRI era suavizada por un cierto margen de tolerancia hacia las élites mexicanas, sus críticas, burlas y opiniones generalmente poco informadas. Poetas, novelistas, uno que otro periodista, los cómicos de carpa, los caricaturistas, nuestros inefables muralistas, podían decir y dibujar más o menos lo que quisieran. Eran críticas de la élite intelectual a la élite gubernamental, o necesarios escapes de vapor, como los cómicos de Soto a Beristáin a Cantinflas y Palillo. Ellos gozaban de esta graciosa concesión. Pero los cineastas no, la mayoría de los periodistas no, los sindicatos independientes ni hablar. En cambio, ¿qué tal los gobernadores, los alcaldillos, los militares de provincia, las fuerzas policiales en general, hasta los pinches aduaneros? Toda una caterva de poderes locales, señor Presidente, que actuaban con impunidad corrupta y caprichosa. Sólo los corruptos eran libres. Creamos una cultura de la ilegalidad, hasta cuando el Presidente obraba legalmente o lanzaba "cruzadas morales".

¡Por Dios, señor Presidente! Si desde la Colonia española se hablaba en Madrid del "unto mexicano", es decir la mordida, la corrupción, la coima, la transa, como curso legal de "las influencias". Ya sabe usted, "el que no transa, no avanza".

¿Qué ha sucedido con usted, un hombre puro que llega de la oposición a limpiar los establos de Augias? Sucede que es usted un Hércules demócrata que confía en la fuerza de la sociedad para hacer la limpia que el Hércules mítico hizo a base de trancazos, igual que ese divino Heracles, Jesucristo, limpió a fuetazos el templo de mercaderes.

Es usted moralmente admirable, señor Presidente. Que la sociedad se limpie a sí misma. Que los impuros sean purgados por los puros -o que se purguen a sí mismos-. Perdone, nuevamente, mi franqueza y permítame, señor Presidente, mitigar mis críticas. Usted mismo se ha dado cuenta de que hay zonas tan oscuras de la vida mexicana que sólo gente con manos sucias puede controlarlas. Al mismo tiempo, se esmera usted en elevar a funcionarios probos que le dan la cara bonita del régimen al público. Prueba de esto último es su secretario de la Defensa, un militar de honorabilidad comprobada, el general Mondragón von Bertrab. Prueba también es el secretario de Gobernación, Bernal Herrera, un profesional honesto que cumple con la ley pero que conoce bien la máxima latina dura lex, sed lex . La ley es dura pero es la ley. En cambio, tanto usted como Von Bertrab saben perfectamente que el jefe de la policía, Cícero Arruza, es un matón brutal que no se anda por las ramas para reprimir con o sin razón.

¿Un mal necesario? Quizá. Pero hay otro caso, señor Presidente, que usted se niega a contemplar y es el de su jefe de Gabinete Tácito de la Canal. Ya sé que me expongo terriblemente: acuso sin pruebas. Está bien. Me remito a una simple observación moral. ¿Puede ser honesto un hombre tan zalamero como Tácito? ¿No sospecha usted que detrás de tanto servilismo tiene que haber un pozo de hipocresía? ¿No cree que Tácito de la Canal merece una mirada más acuciosa de parte suya? ¿O debo imaginar que usted se hace el ciego por conveniencia y deja que Tácito sea su cancerbero servil y antipático sólo para que usted viva en paz, halagado por su esclavo y defendido por su perro? Le juro que entiendo la necesidad de tener a un enano mal encarado a la puerta del castillo para librarse de los latosos, los indeseables, los ambiciosos. ¿Ha pensado usted que su mastín de utilería le ahuyenta también al honrado consejero, al amigo leal, al técnico útil, al intelectual preocupado, sólo porque en ellos Tácito ve, con mayor razón que en los sinvergüenzas, a sus peores rivales por la atención presidencial?

Le repito señor Presidente, perdone la franqueza a veces brutal de mi análisis, pero para eso me dio usted función: para decirle la verdad. Se lo advertí desde el primer día. El político puede pagarle al intelectual. Pero no puede confiar en él. El intelectual acabará por disentir y para el político esta será siempre una traición. Malicioso o ingenuo, maquiavélico o utópico, el poderoso siempre creerá que tiene la razón y el que se opone a él es un traidor o, por lo menos, alguien dispensable.

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