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Nicolás Valdivia a María del Rosario Galván

No sé qué admirar más, señora, si su belleza o su crueldad. La belleza sólo tiene un nombre y no hay sinónimo que valga. ¿Con qué puedo comparar lo incomparable? No me juzgue usted inocente ni ciego. He visto a muchas (¿demasiadas?) mujeres desnudas. Y sin embargo, viéndola a usted, por primera vez vi de verdad a una hembra plenamente despojada de ropa.

No me refiero sólo a su belleza, señora -de eso tendré tiempo de hablar-, sino a la totalidad obscena de su desnudez. Tampoco quiero jugar con las palabras (usted me atribuye más inteligencia de la que mis años acumulan apenas: una torrecilla corta de referencias cultas), pero cuando digo que su desnudez es obscena, fuera de escena, incomparable e invisible, inimaginable si no apareciese fuera del escenario de su -mi- habitual existencia, de su -nuestra vida cotidiana, de la manera como usted se viste y se muestra en el mundo, desnuda, fuera del escenario, obscena y de mal augurio, repito, es usted otra, la misma, ¿me entiende?, pero transfigurada, como si al despojarse de la ropa anticipase usted, señora, una hermosura final, la de una muerte eternamente viva.

Una adorable paradoja. Como la estoy viendo, así será siempre, incluso en la muerte.

No, permítame corregirme. Debí decir Hasta en la muerte o Sólo en la muerte. Intuía en usted desde que la conocí el placer exaltado, la sensualidad mayor de mi vida, en nada comparable a mi experiencia ni a mi imaginación anteriores. El premio inmerecido de verla desde un bosque mientras, en el único cuadro iluminado de la casa, se despojaba usted del vestido negro de coctel y enseguida, con los brazos retraídos hasta la espalda, desabrochaba el brassiere negro también con un movimiento sombrío y audaz para desenganchar el sostén y en seguida, cupo de las copas, póker de copas, retirar la parte frontal del sostén y liberar los senos con una doble caricia para quedar sólo con las pantimedias negras también, retiradas cuando se sentó al borde de un lecho que imagino -perdón- demasiado frío, solitario, absurdo, irguiéndose en seguida, usted, señora mía, con todo el esplendor de su madurez sexual, blanca toda, rosada dos veces, negra una sola, dándome la cara y enseguida la espalda para admirar las nalgas de la Venus calipígea, la Venus admirada hasta hundirse en la tierra con glúteos temblorosos y lograr lo que me dijo el otro día: la visión del placer que debo conquistar a un precio -me río de mí mismo, señora- acaso inalcanzable.

Sí, no me haría falta nada más. Guardaría para mí solo el obsequio que usted se dignó hacerme, María del Rosario, porque me dije:

– Es sólo para mí. Esta escena de medianoche, desde la única estancia iluminada en una casa escondida en medio de un bosque de pinos, ella me la ofrece a mí…

¿Por qué, señora, por qué crueldad infinita, por qué resabio del mal, me obligó usted a compartir la visión que juzgué incomparablemente mía, con otro mirón, otro voyeur como yo, apostado unos cuantos metros más adelante de mí, descubierto por un crujir de ramas, imperceptible normalmente, pero estruendoso para mi finísimo oído enamorado? ¿Por qué, señora? ¿Por qué ese intruso en una visión que creía sólo mía, o sólo de nosotros dos, usted y yo solos?

¿Quién era el segundo voyeur? ¿Era sólo un azaroso intruso? ¿Conoce sus costumbres, mi ama? ¿Acudió, como yo, a su cruel cita -perdóneme el insulto- de cortesana profesional, de puta de lujo? ¿Puede decirme la verdad? ¿Puede salvarme, al menos, de la sucia y triste condición de mirón, de enfermo psíquico, de amante burlado?

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