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Expresidente César León a Presidente Lorenzo Terán

Quiero agradecerle, señor Presidente, la amistad y aun la confianza que me ha demostrado usted, levantando el veto tácito a mi presencia en el país durante todos estos años de, digámoslo así, mi "expresidencia". Su generosidad para conmigo sólo es prueba de su confianza en sí mismo. Yo no vengo a quitarle nada, señor Presidente. Ojalá que sus predecesores hubiesen pensado así. El exilio, por dorado que sea, es amargo. La Patria la llevamos en el corazón, en la sangre, en la cabeza. Pero también en los pies. Volver a pisar tierra mexicana, señor Presidente, es un regalo que usted me hace y que yo sólo puedo pagar con gratitud y lealtad.

Llegué pensando, a este respecto, que prueba de mi lealtad ha sido mi silencio. Usted, con amplitud de criterio que mucho le honra, me pide, como parte de esa misma lealtad, mi consejo.

¿Imagina lo que ello significa para un hombre como yo, un expresidente rodeado un día de toda la adulación del mundo sólo para amanecer, otro aciago día, habiendo dejado el poder, preguntándose dolorosamente:

– ¿A dónde se fueron todos mis amigos?

Hubo momento inicial en que tuve la horrible experiencia de Graco, el noble romano que corre a la playa creyendo que los soldados vienen a liberarlo y descubre que en realidad son sus verdugos. Nada más veloz, en materia de vestimenta, que el cambio de chaqueta. Al que hace unos minutos apenas era mi amigo, le bastó media hora para convertirse en mi enemigo… Pues bien, señor Presidente, ya que me pide hablar con franqueza, este es el mensaje.

Aunque haya ganado las elecciones, jamás olvide que al final va a perder el poder.

Se lo digo yo.

Prepárese usted.

La victoria de ser Presidente desemboca fatalmente en la derrota de ser expresidente.

Prepárese usted.

Hay que tener más imaginación para ser expresidente que para ser Presidente. Porque fatalmente dejará detrás de sí un problema con nombre: el suyo.

Los problemas de México vienen de siglos atrás. Nadie ha sido capaz de resolverlos. Pero la gente siempre hará responsable de todo el mal del país al que detenta -y sobre todo al que abandona- el poder.

Esta fue mi desgracia. Acaso la culpa no es de uno mismo, sino del cargo. Qué cómodo sería repartir responsabilidades desde el primer día. No es así. No puede ser así. Un Presidente tiene que demostrar desde que se sienta en la Silla del Águila que hay una sola voz en México, la suya. Así se llamaba el emperador azteca, Tlatoani, el Señor de la Gran Voz. Eso nos impone el sitio que ocupamos, la Silla del Águila: ser dueños de la Gran Voz. De la única voz.

Claro que tenemos el poder de despedir a un secretario de Estado incompetente (o desleal). Pero al fin de cuentas, caen sobre los hombros del Presidente todas las responsabilidades. A veces nos ofrecen copas de champaña. Pero casi siempre son tragos de acíbar. Todos deseamos que no nos juzguen por los errores de nuestros últimos días en el poder, sino por las probables virtudes de los seis años anteriores. Pero rara vez es así, se lo advierto con todo respeto.

Además, las intenciones no cuentan, sólo los resultados. Y puesto que me autoriza usted a plantearle el asunto de la sucesión presidencial que ya se perfila con la prontitud de un nuevo sistema democrático (los priistas lográbamos encerrar a los caballos en el establo hasta la última hora posible antes de la carrera, pero ese era otro hipódromo y los jockeys eran demasiado gordos), lo que le recuerdo es que en aquellos tiempos, una vez designado el candidato -lo más tarde posible, le insisto-, el Presidente en turno ya era el expresidente virtual.

Lo que no ha cambiado es que el proceso de la sucesión tiene lugar, ante todo, en la cabeza del que ocupa la Silla del Águila. Allí, en la cabeza, considerábamos quién, entre los posibles sucesores de la República Hereditaria del PRI, tenía mayores apoyos populares, la simpatía de las centrales obreras y campesinas, y aun la mejor posición en las encuestas.

Ay, señor Presidente, ¿le digo la verdad, la mera neta? Las opiniones del público valen un puro y soberano carajo. La verdad es que considerar presidenciable a Fulano porque es quien goza de popularidad, sólo opera en contra del Presidente en turno. Uno sospecha que, sin más deudas que para con el voto popular, el nuevo Presidente corte toda obligación con uno -es decir, con el mandatario anterior-. Lo que uno desea y acaba escogiendo es a Zutano porque sólo tiene mi apoyo, porque está a la cola en todas las encuestas, porque me sucederá y me lo deberá todo a mí. Porque será, en consecuencia, el más leal.

Ay, señor Presidente. Grave, gravísimo error. Si escoge al que más le debe a usted, puede tener la seguridad de que lo traicionará para demostrar que no depende de usted. Es decir: el que más le deba será el que más obligado se sienta a demostrar su independencia. En otras palabras, su deslealtad. El canibalismo político se practica en todas partes, pero sólo en México se adereza el cadáver público con doscientas variedades de chile: del mínimo piquín al grande y sabroso relleno poblano, pasando por el jalapeño, el chipotle y el morrón. El acto propiciatorio del nuevo Presidente es matar al predecesor. Prepárese, señor Presidente. Cuídese. A ver quién lo acompaña en la desgracia como lo acompañó en la gloria. Allí se miden -sólo allí- las lealtades. La oportunidad -o virtud- que nos queda es la muy difícil de ser "el mejor expresidente" -no dejar que se nos escape una sola queja, pasar por alto que hirieron a los nuestros, borrar todas las afrentas, ser leal al nuevo jefe del Estado-. Se lo advierto: es la parte más difícil. Nos inclinamos a la rabia, el odio, el resentimiento, la intriga, la vendetta. Sentimos la tentación fatal de jugar al Conde de Montecristo. Grave error. Si a la voluntad de venganza se añade el dolor del exilio, voluntario de derecho pero obligado de hecho, acaba usted perdiendo la noción de la realidad, inventándose un país imaginario, creyendo que todo sigue como usted lo dejó al descender del trono del águila.

Señor Presidente: mi consejo más serio es que, aunque se sienta perseguido, finja que no pasa nada. Que su manifiesta fidelidad sea su más sutil y elegante vendetta. Le aseguro que yo hice lo imposible por olvidarlo todo y casi -casi- lo logré. Viví el exilio en Suiza y leí mucha historia antigua, pues no hay lecciones más permanentes para el ejercicio del poder que las relatadas por Plutarco, Suetonio y Tácito. Cuentan al respecto, señor Presidente, que al ser asesinado el noble Sabino, sospechoso de deslealtad al César, su perro no se apartaba del cadáver e incluso le llevaba alimentos a la boca. Finalmente, el cadáver de Sabino fue arrojado al Tíber, pero el perro también se tiró al agua y lo mantuvo a flote.

¡Maten al perro! -ordenó entonces el guardia.

Tales son los límites de la lealtad, señor Presidente. Cuente con la mía.

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