Dulce de la Garza a El Anciano del Portal
Señor Presidente, no aguanto mi emoción y mi tristeza y por eso le escribo, no sé si me atrevería a mirarlo a los ojos, usted que tantísimo dolor me ha causado y que ahora me devuelve una felicidad imposible con la que ya ni siquiera soñaba. Usted me convocó al café del puerto. Yo sabía que Tomás lo respetaba muchísimo. Cuántas veces no me repitió que usted era más que su maestro, era como su padre y como padre le aconsejó siempre ser menos bueno, más duro.
– El peor enemigo del poder es el inocente -le dijo usted a Tomás y esas palabras las tengo grabadas en el corazón, como todo lo que me dijo mi amor-. Hasta ahora has sido un precandidato sumiso, como debe ser. Ahora quieres ser un reformador. Espera. No comas ansias. No madrugues a la medianoche. Haz tus reformas cuando ya estés sentado en la Silla del Águila, como lo hice yo. Aprovecha mi experiencia.
No, si yo sé que Tomás era un valiente, no se guardaba nada, se aventaba al ruedo. No, si yo entiendo que todos los que tienen poder en México lo vieron como una amenaza. Y por eso lo mataron.
He vivido ocho años, tenía veintiuno entonces, tengo veintinueve yendo para treinta hoy, lo que se llama la flor de la edad, ¿no? Ocho años penando, señor Presidente. Pero al menos mi pena era mi certidumbre. Ahora viene usted y me hunde en un pozo de desesperación y peores desgracias.
Sí, Tomás está vivo. Y usted tiene el cinismo de contarme lo que le dijo a mi hombre cuando usted mismo, nadie más que usted es culpable, usted me lo arrebató…
– Tomasito, imagina que eres un prisionero bien atendido. Piensa que la vida es fea y peligrosa. La crueldad acecha. Mira, muchacho. Cierra la puerta del mundo por un tiempecito y regresa rejuvenecido. Mide tu tiempo. Esta no es tu hora todavía. Ya vendrá. Te lo juro.
Usted no tuvo el valor de ir ayer a esa celda. Usted nomás le mandó un mensaje escrito conmigo a Tomás. Aquí lo tengo:
"Quise darte el poder. Quise darte la oportunidad de hacer las cosas que yo mismo no pude porque en mis tiempos el sistema era distinto. Lo siento mucho, lo siento de veras, Tomasito. No me entendiste. No supiste medir los tiempos. Lo que hice lo hice por ti, una vez más. Sí, no fue la primera ni la última vez que te ofrecí un buen consejo y quise servirle de escudo a tus ímpetus idealistas. Ahora ya llegó tu tiempo. Ahora el país reclama legitimidad, símbolos, drama, esperanza. Desde la Resurrección de Cristo no habrá otra como la tuya, hijo mío. Yo que rehuyo la publicidad te tendré un ejército de camarógrafos, televisión, reporteros, cuando salgas. ¿De Ulúa? Ah qué caray, te digo que no cuentan con mi astucia. Óyeme bien, Tomás: Tú nunca estuviste en Ulúa. Te perdiste en la selva, fuiste secuestrado, y desorientado por la tortura y el peyote, te perdiste en la pinche jungla. Una bruja de Catemaco enterró tus uñas y tu pelo bajo una ceiba. Llevas ocho años embrujado, Tomás, perdido en un mundo natural, parte tú mismo de la selva, sin distinguirte en nada de la vainilla y la pimienta, del chote y el espino blanco, del jonote y la caña de azúcar, toda la pródiga naturaleza veracruzana que nos vio nacer, Tomasito, te envolvió como un manto real, te absorbió y te hizo parte de ella… No te olvides, Tomasito, estás embrujado. Duermes sentado porque si te acuestas no soplan los vientos marinos. Duermes con las ventanas abiertas para que te empapen las lluvias del Golfo de México. Y si te mueres, que digan que el "Norte" fue cómplice del crimen. Te creías muerto, Tomás. Ahora se te aparece Dulce tu novia a rescatarte, a decirte,
– Al fin te encontramos. Te perdiste en la selva.
Ay, señor Presidente, ¿en qué pensaba usted? ¿De veras cree lo que me dijo?
– Todo en México requiere simbolismo. Si pueden hacer santo a un indio amnésico, manipulable e ignorante como Juan Diego, ¿por qué no hacer Presidente a Moro en el momento oportuno, que es este año de 2020, no el pasado 2012? ¡Milagro, milagro! O sea como la suave patria mía, vives de milagro, como la lotería… Milagros, fe, credulidad, ¿hay algo que legitime más en México? Un Presidente electo, perdido en la selva, amnésico como un santo, reaparece a reclamar nada menos que la Silla del Águila. ¡Sensación, señorita De la Garza! ¡Sensación sensacional si además es usted, su novia santa, usted la que lo rescata y devuelve al sitio que le corresponde! ¡Historia de amor! ¡Amor y milagro, señorita! ¿Quién puede contra todo esto? Es la obra maestra de mi vida, ya puedo morir en paz, quedan atrás los sobres lacrados, el tapado, los chanchullos electorales, el carrusel, el ratón loco, los votos de las almas muertas, y cuanto organicé siendo Presidente. Ya culminé mi tarea política: le di a México el Presidente necesario en el momento necesario, lo resucité como Dios Padre a su hijo Cristo, lo devolví al mundo rodeado de todos los atributos del misterio, las aventuras de capa y espada, las ascensiones místicas, el dolor indispensable, el sentimiento melodramático, el amor recuperado… Señorita Dulce, Dulce Señorita, ¿no siente usted la emoción de mi voz, mi vigor recuperado, mi obra maestra concluida?
Sí, señor Presidente, lo siento y me da usted pena, vergüenza y odio. Creo que se ha vuelto usted loco. Es usted un perturbado mental, un monstruo senil que juega con las vidas y emociones de las gentes sin humanidad cual ninguna… Con razón me mandó a mí a ver a Tomás y fui con alegría pero con el corazón en la garganta, palpitante, inquieta, desasosegada, sin saber en realidad qué cosa me esperaba…
Me guiaron por esos túneles sombríos con olor a muertes olvidadas. Una rata inmunda me miró como si me deseara. Goteaba sal de las bóvedas y el castillo entero crujía como si mis pasos lo ofendieran. Le digo esto para que sepa la elocuencia que se apoderó de mi cabeza y de mi lengua, preparándome para la emoción más grande de mi vida…
Tenía la máscara puesta cuando entré al calabozo.
– Tomás, mi amor, soy yo…
Hubo un silencio. El más largo de mi vida, suficiente para recordar mi encuentro con Tomás en el Museo de Monterrey y luego todos y cada uno de los minutos de nuestro amor.
– Tomás, mi amor, soy yo…
Me dio la espalda.
Escribió en la pared con un gis lo que ha escrito mil veces, pues las celda está llena de esos garabatos blancos, desvaneciéndose en la humedad:
PAN. TIEMPO. PACIENCIA.
Lo abracé. Se libró de mí con un movimiento áspero de los hombros. Me desconcerté, partida por un rayo inesperado. Me hinqué abrazándole las piernas.
– Tomás, he regresado, soy yo…
Lo miré implorando.
Estaba encerrado en el silencio.
Lo acaricié hincada. Lo miré implorando.
– Quítate la máscara. Déjame verte otra vez.
Se rió, señor Presidente. Nunca he oído una carcajada igual, ni espero volver a oírla. Era como si tuviera cadenas en la garganta. Reía como si arrastrase fierros en vez de palabras. Mi propia voz tembló, como si yo fuera la novia de la muerte, una enamorada surgida del mismo sepulcro que he visitado durante ocho años, llevándole flores, llorando a veces, a veces negándome a regar de lágrimas esa losa. Mi propia voz tembló, como si yo fuera una enamorada que un día se resignó a desaparecer y ahora debía cortejar a la muerte, porque ese hombre que usted cruelmente engañó, encarceló y manipuló perversamente, sí, perversamente, señor, ese hombre ya no es mi hombre.
Es otro y no sé cómo llamarlo, ni cómo hablarle.
No respondía a mis palabras. Con las manos arañé la máscara, quise abrirla como una lata de conservas. Él nomás se rió. Entonces salió una voz ahogada, una voz peluda, una voz que no reconocí y me preguntó que quién era yo, qué hacía allí, como me atrevía a meterme en el lugar que era sólo de él.
– Tu cara… déjame ver tu cara, Tomás…
Que no fuese idiota, que no me gustaría ver la cara debajo de la máscara, ¿por qué pensaba que se la habían puesto si no era para ocultar algo horrible, un rostro de monstruo, una cabeza de águila en cuerpo de hombre, unos ojos de serpiente y una boca de perro?, ¿eso quería yo ver, pobre idiota de mí?, que tenía cara de loco, que la barba lo ahogaba y le deformaba la voz, que ni los carceleros querían mirarlo cuando le quitaban la máscara para darle de comer, lo vigilaban y se la volvían a poner, él ya no peleaba, dejó de pelear hace siglos, él se acostumbró -"pan, tiempo, paciencia."- él se volvería totalmente loco si salía a la luz, él no creería que la realidad estaba fuera, él creerá siempre, hasta morir, que la realidad está allí adentro, prisionera pero libre del engaño del mundo, la mentira está afuera, afuera rondan la ilusión y el sueño…
– Aquí está mi casa, la verdad, la paz, el tiempo, la paciencia…
Todo esto me dijo, hiriéndome, sin reconocerme o fingiendo que no me reconocía, yo no sé, negándose a darme la cara, la voz ahogada por la pelambre como por esa selva que usted cruelmente le inventó, la voz encerrada detrás de la máscara y luego sus extrañas palabras:
– Despierten a los muertos, puesto que los vivos duermen…
No me reconoció. Pero se lo digo yo, que conocí a Tomás Moctezuma Moro mejor que nadie. Él ha encontrado su hogar entre esas cuatro paredes heladas. Ni siquiera el mar puede verse, ni el oleaje sentirse, en ese hoyo profundo que ya es parte del fondo del Golfo. Para él, el calabozo de Ulúa es la única realidad conocida o admisible. Esa es su obra cruel y maligna, Señor Anciano…
¿Cómo sé qué es él?
Esa voz no se olvida, por más deformada que me llegue.
¿Cómo sé que está vivo?
Por el miedo en sus ojos, visible a través de las rendijas de la máscara.
Por el miedo en sus ojos, señor Presidente. Un miedo que ni en mi peor pesadilla pude imaginar, un miedo a todo, ¿entiende usted?, un miedo a recordar, amar, desear, vivir o morir… El miedo que usted le puso allí, señor Presidente a quien el Diablo hunda en lo más hondo del infierno el día de su muerte. Que desearía próxima si no supiera desde ahora que su vida es ya un infierno.
Todo fue en balde. Sacrificó usted por nada a mi hombre. Tomás Moctezuma Moro no saldrá nunca de Ulúa. Ni vivo ni muerto. Esa celda es su hondo e inconmovible seno materno. No reconocería otro hogar.
El de usted debería ser la casa de la vergüenza. O lo que para usted es peor, la de la oportunidad perdida. Por primera vez, sospecho, las cosas no le salieron como esperaba. Me da usted horror. Pero más me da pena.