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De no ser porque estaba construido con la misma piedra gris que los pilares de la entrada, sólo habrían quedado cenizas del edificio. Eso, por supuesto, era lo que la mujer de la oficina de turismo le había estado intentando explicar.

Humo. Fuego. ¡Puf!

Donde el calor había agrietado la argamasa, las piedras se habían desprendido, reuniéndose en montones ennegrecidos sobre el suelo. De la fachada derecha del edificio sólo quedaba una chimenea gris rodeada de escombros calcinados. El lado oeste estaba más o menos intacto, pero el tejado se había venido abajo. Sin techo, ni ventanas ni puertas, la clínica parecía una ruina mucho más antigua de lo que realmente era.

Lassiter se bajó del coche, sin poder creer lo que estaba viendo.

La visión de la clínica quemada le recordó aquella horrible mañana, cuando llegó a casa de Kathy, cuando olió el plástico quemado. Recordaba perfectamente la visión: un amasijo de vigas de madera quemadas y trozos negros de metal y plástico retorcido.

Después, la visión de la clínica quemada le hizo pensar en la tumba exhumada de Brandon. La policía había hecho lo que había podido por adecentarlo todo, pero Lassiter recordaba demasiado bien la lápida caída, las coronas de flores calcinadas, un par de franjas de hollín sobre la tierra rojiza, la ceniza negra por todas partes…

Le subió un escalofrío por cada brazo. Al llegar a la altura de los hombros, los escalofríos estallaron detrás de su cabeza. Un gélido hormigueo le recorrió la columna vertebral y, luego, una sensación de absoluto desamparo se apoderó de él. Lassiter se apoyó en el coche, dejando que su propio peso lo mantuviera en pie. Tenía la sensación de que cada vez que acudía a algún sitio en busca de respuestas sólo encontraba tierra calcinada.

Con la clínica Baresi reducida a escombros podía dar su investigación por concluida. Cuando por fin había encontrado una pista, algo que relacionaba a su hermana con las otras mujeres asesinadas, se encontraba con esto. La clínica Baresi era el mínimo común denominador del caso, pero el fuego también se había encargado de destruirlo.

Lassiter escuchó el sonido de su propia respiración. Estaba perdiendo la esperanza. Era así de simple. Por primera vez desde la muerte de su hermana empezaba a dudar que alguna vez llegara a averiguar por qué habían asesinado a Kathy y a Brandon.

Volvió conduciendo hasta el lugar donde la carretera se bifurcaba y giró hacia la izquierda, hacia la pensión Aquila de Montecastello. El sol estaba empezando a esconderse y, desde la distancia, el pueblo parecía una fortaleza pertrechada contra un cielo en llamas.

La carretera ascendía rodeando la montaña, primero con suavidad y después con mucha inclinación, hacia las puertas del pueblo amurallado que se erguía en la cima. Redujo de tercera a segunda y de segunda a primera sin apartar los ojos del indicador de la temperatura del coche, que iba subiendo lentamente. Después de diez largos minutos alcanzó un falso plano justo delante de las murallas del pueblo. Los coches que se disponían a empezar la bajada pisaban los frenos para asegurarse de su buen funcionamiento.

El falso plano era una especie de antesala de acceso al pueblo. Había un par de casas al borde de un pequeño parque, un lugar lleno de pinos donde unas mujeres observaban a sus hijos sentadas en el banco que había junto a una bella fuente. El resto de la explanada estaba reservado al estacionamiento de coches. Lassiter vio que había cinco plazas para la pensión Aquila. Aparcó en una de ellas, apagó el motor y se bajó del coche. En el poste oxidado de una farola vio una caja roja con la palabra mapa escrita a mano con grandes letras blancas. Abrió la tapa y sacó una tarjeta.

En un lado de la tarjeta había un mapa que indicaba cómo llegar a la pensión. El otro lado tenía dos dibujos separados por una raya vertical. El primero mostraba a un botones, con pantalones a rayas, una enorme sonrisa y una gorra con la palabra Aquila, que abandonaba el aparcamiento con dos maletas en cada mano y una quinta debajo del brazo izquierdo. El segundo dibujo mostraba al botones en el vestíbulo de la pensión, haciéndole una reverencia a una elegante señora; a su lado, las maletas esperaban colocadas cuidadosamente en fila. Era una manera muy eficaz de transmitir el mensaje, pero Lassiter no necesitaba que lo ayudaran con el equipaje.

Con el mapa en la mano, se acercó al borde del aparcamiento y se asomó al precipicio. Debajo se veía la oscura espiral del río atravesando el valle y, a lo lejos, las luces de Todi. Oyó gritos de niños y, al fijarse mejor, descubrió el pequeño campo de fútbol que había justo debajo de donde estaba él. Una docena de niños jugaba un partido en el ocaso.

El campo de fútbol estaba en el borde de la montaña. Mientras que un lado daba al aparcamiento, el otro acababa bruscamente en un terraplén. Todo el campo estaba rodeado por una red negra sujeta con postes metálicos; una precaución más que necesaria para que los balones no cayeran por el precipicio.

En circunstancias normales, Lassiter se habría quedado mirando unos minutos, pero se estaba haciendo de noche y pensó que sería mejor ir directamente a la pensión ahora que todavía podía ver por dónde andaba.

Obviamente, los coches tenían prohibido el acceso al pueblo. Al atravesar el arco de entrada comprendió la razón: no cabían. Atravesó las murallas por un estrecho túnel de piedra que acababa al pie de la via Maggiore, una hilera de escalones de piedra que subía a una calle tan angosta que se podían tocar las casas de ambos lados al mismo tiempo. Más adelante, el callejón pasaba por el piso bajo de un edificio de piedra gris y desembocaba en una plaza diminuta.

Era todo cuesta arriba. Cuando por fin vio el cartel ovalado con brillantes letras blancas que había junto a una inmensa puerta de madera, Lassiter ya estaba prácticamente sin respiración. El cartel decía:

Pensione Aquila

Fue una grata sorpresa. Las pensiones suelen ser alojamientos modestos, pero la Aquila estaba en un edificio elegante, sin duda un antiguo palacete.

El cartel que colgaba de la vieja puerta de madera invitaba a los viandantes a pasar sin llamar. Y eso hizo Lassiter. Al otro lado de la puerta encontró un vestíbulo de entrada con el suelo de mármol, tapices colgando de las paredes, un gran piano negro y un par de antiquísimas alfombras orientales. Había un hombre de unos cincuenta años sentado detrás de un inmenso escritorio de madera que sólo tenía encima un soporte para postales y un gran libro encuadernado en cuero. El hombre, que llevaba puesta una americana de color azul marino con un escudo de hilo dorado, tenía el pelo canoso y rizado. De alguna forma, resultaba casi teatralmente apuesto.

– Prego? -dijo el hombre.

Lassiter se acercó al escritorio sujetándose el costado para aliviar el dolor.

– Joe Lassiter -contestó. Estaba buscando la palabra italiana adecuada para «reserva», cuando el hombre lo sorprendió hablando en su idioma.

– Ah, sí. Claro. Bien venido -dijo con un perfecto acento inglés. – ¿Tiene más equipaje? Puedo mandar a Tonio al coche a recogerlo.

– Habla inglés -exclamó Lassiter maravillado.

– Bueno… Sí -repuso el hombre. -De hecho, soy inglés.

– Lo siento, pero es que me ha sorprendido.

– Ya. No se preocupe. Es normal. No se oye mucho inglés en Montecastello, aunque… en verano… nos llegan algunos turistas rebotados de «Chiantilandia».

Lassiter sonrió.

– ¿ La Toscana?

– Así es. Allí todo el mundo habla inglés, al menos en agosto. -Sonrió. -Aquí, en cambio, no se ven demasiados turistas extranjeros; desde luego no en enero. -Vaciló un momento. Una pausa gentil destinada a darle la oportunidad a Lassiter de explicar a qué había ido a Montecastello en esa época tan rara del año. Lassiter le devolvió la sonrisa, pero no dijo nada. -Bueno, si es tan amable de firmar el libro de registro, y de dejarme su pasaporte un par de horas…, le enseñaré su habitación -indicó el hombre. Después abrió el gran libro encuadernado en cuero y le ofreció un bolígrafo a Lassiter.

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