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– ¿Adonde llamó?

– Pues… -El detective pareció titubear. – ¡Qué demonios! Llamó a un hotel. El Embassy Suites.

– ¿Y?

– ¿Qué crees? Hablaría con la telefonista. Obviamente, no figura nada. -La voz de Riordan tenía un tono defensivo. -No hicimos más averiguaciones. Ya sabes, en el hotel habrá… ¿Qué? ¿Doscientas habitaciones? Y la llamada no duró ni un minuto. Por todo lo que sabemos, hasta puede que se equivocara de número.

– ¿Qué se sabe del frasco?

– Hemos conseguido algunas huellas dactilares, pero son todas de Sin Nombre. El laboratorio ha vuelto a analizar el contenido: agua. Así que el fracaso sigue siendo una gran interrogación.

– Habéis sacado fotos, ¿no? ¿Podríais mandarme unas copias?

Se oyó un gran suspiro al otro lado de la línea.

– Vale, veré lo que puedo hacer. Pero eso es todo, Joe. Yo ya no llevo el caso. A partir de ahora habla con Pisarcik.

– Lo haré. Sólo una cosa más. ¿Qué hay de lo de Florida? De la habitación donde «Gutiérrez» recibía el correo. ¿Tienes la dirección?

Riordan se rió.

– Venga ya -dijo. Después colgó.

Resultó que en Chicago había cuatro hoteles que se llamaban Embassy Suites. Y Lassiter no podía llamar a Riordan para preguntarle cuál de ellos era. Así que llamó a su oficina y le dijo a uno de sus investigadores, un antiguo agente del FBI que se llamaba Tony Harper, que fuera a ver qué podía averiguar en el Comfort Inn. Lassiter confiaba en que Tony conseguiría una copia de la factura de Sin Nombre, aunque Probablemente le costaría dinero. Tony no lo defraudó. Dos horas después le mandó por fax una copia de la factura y un recibo por cien dólares. El recibo era en concepto de «servicios prestados».

Además de una solitaria llamada al prefijo 312, la factura incluía el número de la tarjeta Visa de Juan Gutiérrez. Lassiter sabía que, por veinticinco dólares, podía comprar un historial de los créditos de Gutiérrez, pero, por doscientos, podría conseguir algo todavía mejor: un listado detallado de cada pago que Gutiérrez había hecho con la tarjeta. Con las dos tarjetas, porque creía recordar que Riordan le había dicho que Gutiérrez tenía dos tarjetas. Su contacto encontraría sin problemas la segunda tarjeta a través de la primera, y también cualquier otra que pudiera tener.

El procedimiento no era enteramente legal, pero, al fin y al cabo, tampoco es legal conducir por encima del límite de velocidad. En la «era de la información», la violación de la intimidad era el equivalente moral a conducir sin llevar puesto el cinturón de seguridad; si a uno lo pillan, paga la multa y se va. Lassiter buscó en el listín de teléfonos giratorio que tenía encima de la mesa el número de Mutual General Services, una empresa de venta de datos con base en Florida.

Mutual era una empresa especializada en desenterrar información. Si alguien quería un informe bancario, un número de teléfono que no aparecía en la guía, una copia del recibo de una tarjeta de crédito o de un número de teléfono, ellos lo conseguían, rápido y barato. Según Leo, lo hacían a la vieja usanza. O sea, sobornando a gente. Sin duda, tendrían a alguien en la nómina de las principales emisoras de tarjetas de crédito y de todas las compañías telefónicas de Estados Unidos. «Sólo hacen una cosa -decía Leo, -pero lo que hacen lo hacen bien.»

Lassiter llamó a Mutual, dio el número de su cuenta y le dijo lo que buscaba a la mujer que lo había atendido: copias de los recibos de los últimos tres meses de la tarjeta de crédito de Juan Gutiérrez. Le dio el número de la tarjeta y pagó un poco más para que se la mandaran de manera urgente.

Hecho esto, se concentró en la llamada telefónica que figuraba en el recibo del Comfort Inn. Le habían cobrado un dólar y veinticinco centavos por una llamada de un minuto, lo que significaba que la llamada había durado algo menos.

Lassiter analizó las distintas posibilidades. Un minuto, probablemente menos. Hacía falta más tiempo para hacer una reserva. Y, si quería hablar con alguien que se alojaba en el hotel, lo más probable es que no lo hubiera conseguido; la operadora del hotel habría tardado unos segundos en conectarlo, el teléfono tendría que sonar en la habitación… Así que todo parecía indicar que, a quienquiera que hubiera llamado Sin Nombre, no estaba. A no ser… A no ser que Sin Nombre hubiera viajado a Washington desde Chicago. En ese caso era posible que estuviera llamando a «casa». La mayoría de las suites de hotel tenían buzones de voz, así que puede que Sin Nombre estuviera comprobando si tenía alguna llamada.

Lassiter marcó el número del buzón de voz de su oficina e introdujo los números necesarios para avanzar por el sistema mientras cronometraba el proceso. Tenía dos mensajes cortos. Tardó noventa y dos segundos. Apuntó los mensajes, apretó la letra «B» para borrarlos y volvió a llamar. Cincuenta y un segundos.

Después marcó el número del hotel.

– Embassy Suites. ¿En que puedo ayudarlo?

– Estoy intentando ponerme en contacto con alguien que se aloja ahí. Juan Gutiérrez.

– Un momento, por favor. -Siguió una larga espera amenizada con música enlatada. -Lo siento. Me temo que no tenemos ningún huésped con ese nombre.

Una de las cosas que convertían a Lassiter en un buen investigador era la minuciosidad. Si se encontraba en un aparente callejón sin salida, siempre intentaba asegurarse de que no había ninguna puerta oculta. Así que, en vez de colgar, insistió.

– Este es el último número que nos ha dado. ¿Podría volver a comprobarlo? Sé que estaba alojado ahí hace un par de semanas y tenía entendido que iba a estar en Chicago una temporada. Puede que dejara un número de contacto. ¿Podría comprobarlo?

– ¿Es usted un amigo o…?

– No. Soy el abogado de la señora Gutiérrez. Está muy preocupada.

Más música enlatada. No estaba seguro de lo que esperaba averiguar, incluso en el supuesto de que Sin Nombre se hubiera alojado allí. Pero quizás hubiera otro recibo, más llamadas de teléfono.

La música se detuvo, y volvió a ponerse la recepcionista.

– Tiene razón. Sí hemos tenido un huésped con ese nombre. Parece ser que se fue sin pasar por recepción.

Lassiter hizo como si no entendiera.

– Lo siento, no la…

– Bueno, parece ser que…

– ¿No irá a decirme que se fue sin pagar la cuenta? Eso no sería propio de él.

– No, no, eso no es lo que quería decir. Hicimos una impresión de su tarjeta de crédito cuando se registró en el hotel. El problema es que… ¿Le importaría decirme su nombre?

– Por supuesto. Soy Michael Armitage. De Hulmán, Armitage y McLean, Nueva York.

– Y… ¿dice que es el abogado de la señora Gutiérrez?

– En efecto. La represento legalmente.

– Bueno, el problema es que el señor Gutiérrez ha sobrepasado el límite de su tarjeta de crédito. Hemos intentado comunicárselo, pero… no lo hemos encontrado.

– Entiendo.

– La cosa es que hay un saldo a favor del hotel.

– Creo que nosotros podremos encargarnos de eso. Pero, antes, quisiera saber durante cuánto tiempo se ha alojado con ustedes el señor Gutiérrez.

El largo silencio al otro lado de la línea le dijo que se había pasado de la raya; había hecho una pregunta de más.

– Creo que lo mejor será que hable con el director. Puedo pedirle que lo llame…

– No es necesario. Además, me están esperando. Muchas gracias -dijo Lassiter y colgó.

Tardó menos de cinco minutos en meter el chándal, las zapatillas y un cambio de ropa en una bolsa de viaje. Con la bolsa en una mano y una taza de café en la otra, salió de casa y caminó sobre la nieve hasta el coche.

Había una sucursal de Fotocopias Kinko en Georgetown, justo al otro lado del puente Key Cogió el cinturón de circunvalación hasta Rosslyn, cruzó el Potomac y fue hacia la calle M. Dejó el coche en el aparcamiento de la tienda de licores Eagle y cruzó el callejón hacia Fotocopias Kinko. Diez minutos después salió con una cajita de tarjetas de visita impresas en un papel relativamente grueso de color gris. Las tarjetas tenían escrito:

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