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Pero, incluso así, con toda la alta tecnología del mundo a su disposición, Joe Lassiter no podía hacer que Jimmy Riordan lo llamara por teléfono. Por la mañana, Lassiter le había dicho a su secretaria que no le pasara ninguna llamada a no ser que fuera de Riordan. El resultado fue un silencio inacostumbrado en la esquina sudoeste del piso noveno. El sol matutino se arrastró silenciosamente hasta el mediodía, pero el teléfono siguió sin sonar. Lassiter pidió que le subieran unos sándwiches y se los comió solo, delante de la chimenea, mientras hojeaba una revista. Lentamente, el mediodía dio paso a la tarde y Lassiter pensó en irse a casa.

«Tiene que haber pasado algo», se dijo a sí mismo. Puede que Sin Nombre pidiera un abogado, y Riordan tuviera problemas para encontrar uno. Tal vez fuera el idioma, aunque no veía cómo podía ser eso un problema; Riordan le había dicho que iba a ir con un intérprete de italiano y español. O quizá la salud de Sin Nombre hubiera empeorado. O…

El teléfono sonó a las cinco y cuarto, cuando el sol se empezaba a hundir detrás del cementerio de Arlington.

– Acabo de llegar -dijo Riordan.

– ¿Y?

Hubo una pausa al otro lado de la línea.

– ¿Que qué he averiguado? No he averiguado absolutamente nada -contestó Riordan.

– ¿Qué?

– Espera un momento -dijo Riordan. Su voz se alejó. -Sí, sí, dame cinco minutos, ¿vale? -Después, la voz del detective volvió a acercarse. -Nada. No hemos conseguido sacarle ni una palabra. Nada.?

– ¿Llevaste un abogado? ¿Le preguntaste si…?

– No me has entendido. Lo que te estoy diciendo es que no ha abierto la puta boca. Nada. Le leímos sus derechos en tres idiomas y…

– ¿Estás seguro de que os entendió?

– Sí, nos entendió perfectamente. Se le notaba en los ojos. Entendía cada palabra que decíamos.

– Tiene que tener un abogado.

– ¡Ya lo sé! Y al cabo de un par de horas hice que le asignaran uno de oficio. Pensé que qué cojones, que quizás él pudiera sacarle algo. Un nombre. Cualquier cosa. Así que esperamos un par de horas hasta que llegó el maldito abogado. Y después estuvimos gastando suela durante, yo qué sé, media hora, mientras el abogado hablaba con él. Y ¿a que no adivinas lo que pasó? Nada. Sin Nombre no abrió la puta boca. Así que volví a entrar en la habitación y le conté lo maravilloso que es este país, que aquí todos somos iguales y que no importa quién seas, lo que importa es lo que hayas hecho. Obras buenas u obras malas. Le dije que no necesitábamos saber cómo se llama para juzgarlo, ni tampoco para ejecutarlo. Por lo que a mí respecta, da igual que lo juzguen como Sin Nombre; cuando acabe el juicio, la sentencia será la misma. Le dije que, si no cooperaba, era hombre muerto. Un hombre muerto sin nombre, pero muerto.

– ¿De verdad le dijiste eso?

– Sí. Y también le dije que está acusado de asesinato en primer grado y de provocar un incendio intencionadamente y que tenemos las pruebas necesarias para que lo declaren culpable. Le conté las pruebas que teníamos, una a una, y le enseñé el cuchillo…

– ¿Te llevaste el cuchillo al hospital?

– Me llevé un par de cosas al hospital. Pero no te preocupes, todo se ha hecho según las normas.

– ¿Cómo reaccionó?

– No reaccionó. ¿Te suena la esfinge? -Riordan soltó una de sus fuertes carcajadas. -Sólo reaccionó cuando le enseñé el frasco.

– ¿Qué frasco?

– El frasco de perfume, o lo que quiera que sea. El frasquito que tenía en el bolsillo.

– ¿Qué hizo?

– No hizo nada, pero de alguna manera se notaba que era importante para él. Fue como si los ojos… se le agrandaran, o algo así.

– Abrió mucho los ojos.

– Sí.

– Ah.

Riordan pasó por alto el sarcasmo.

– Estoy hablando en serio. El frasco le sorprendió. Así que voy a hacer que vuelvan a analizar el agua. Puede que encuentren algo que se les escapó la primera vez. Drogas o lo que sea.

– ¿Qué pasó después?

– Bueno, me quedé ahí sentado con él y con su abogado. Después le dije que, si cooperaba, yo podría hablar con el fiscal, que podría convencerlo de que pidiera la cadena perpetua en vez de la pena de muerte. Le dije que tenemos pruebas de que lo hizo con premeditación. Le dije que nos sobran pruebas. Le dije que, tal y como veo yo las cosas, está en una espiral descendente. Le dije que en un par de días lo íbamos a trasladar a un cuarto blindado en el hospital Fairfax. Y que entonces…

– ¿Qué es un cuarto blindado? -preguntó Lassiter.

– Exactamente lo que parece. Es una habitación de hospital, pero con ventanas a prueba de balas. No te puedes imaginar la cantidad de sospechosos que necesitan atención hospitalaria. Cada jurisdicción tiene uno. En Washington está en el Hospital General. Aquí está en el Fairfax. Tener a un agente de guardia en una habitación normal de hospital cuesta un montón de dinero, así que, en cuanto el enfermo está medianamente bien, se lo traslada a un cuarto blindado. Tienen barrotes, puertas de acero, las cerraduras están en la parte de fuera… Tienen de todo. En cualquier caso, le expliqué que, no bien estuviera lo suficientemente recuperado para salir del cuarto blindado, lo trasladaríamos a la cárcel del condado. Puede que a la enfermería si todavía estaba mal, pero, desde luego, a la cárcel. Y, ahí, las cosas iban a empeorar. Mientras tanto, lo que sé es que hoy los médicos le habían rebajado la dosis de calmantes para que pudiéramos hablar con él. Y eso lo estaba jodiendo. El muy cabrón quería su pequeña dosis. Se le notaba en los ojos. Claro, como su abogado estaba delante no lo podía amenazar, pero dejé bien claro que el personal médico de la cárcel del condado está más ocupado que un perro con dos pollas…

– Por Dios, Riordan.

– Oye, no le estaba mintiendo. Están muy ocupados y además es normal que en la cárcel no tenga tantas comodidades como en un hospital. No le dije nada que no fuera verdad. Le conté que hace un año, y si quieres puedes consultarlo en el Post, hubo un escándalo terrible. Resulta que ninguno de los presos que había en la enfermería estaba recibiendo nada para el dolor porque la enfermera les daba placebos para poder vender las drogas a los demás reclusos.

– Jim…

– Así que le dije que quizá, si cooperaba un poco, tal vez pudiera quedarse un poco más de tiempo en el cuarto blindado. Puede que una semana más. O dos. Eso le daría un poco más de tiempo para recuperarse.

– ¿Y?

– Nada.

– ¿Estás seguro de que te entendió?

– Sí.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro si no dijo nada?

– Sé que habla nuestro idioma. Habla con las enfermeras. Tiene sed. Tiene hambre. Siente dolor. Ha estado hablando con ellas, eso está claro. Y, además…, eso es algo que se nota. Debo de haber interrogado a más de dos mil tipos en mi vida. Y este tipo… Si quieres saber mi opinión, este tipo es un tipo duro. Estoy seguro de que no es la primera vez que lo interrogan.

Lassiter le creyó; ése era el tipo de cosa que Riordan sabía.

– ¿Y eso es todo?

– Más o menos. Al final, el médico nos echó. «El paciente necesita descansar.» -Riordan imitó al médico con un sonsonete burlón. -Así que mandó a una enfermera a buscar una inyección de Petidina y nosotros nos levantamos para irnos. A esas alturas, Sin Nombre tenía un aspecto horrible. Lo que quiero decir es que estaba sufriendo. Se le notaba en la cara. Estaba sudando y no paraba de moverse. Y hacía unos ruidos raros, como si le costara mantener el tipo. Así que yo puse cara de duro y le dije que volvería. Él me miró con su sonrisita de mierda y… ¿A que no sabes lo que me dijo?

– No. ¿El qué?

– Me dijo: «Ciao.»

– Ciao?

– Como si estuviéramos en un puto episodio de los «Vigilantes de la playa». Te lo juro por Dios, si no hubiera estado ya en el hospital, le habría enviado a él a golpes.

Lassiter permaneció unos segundos en silencio.

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