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Lassiter se quedó de pie, contemplando la escena. La tumba de Kathy seguía cubierta de coronas de flores marchitas. Las cintas blancas ondeaban en la suave brisa. Al lado, la lápida de la tumba de Brandon estaba tirada de costado en el suelo, justo al borde de lo que ahora era un agujero vacío en la tierra. Había un gran montón de tierra a un lado. Parecía más tierra de la que podría caber en el agujero. Se podían ver los residuos de los equipos de laboratorio. Había manchas de yeso en la lápida y en los sitios donde se habían tomado muestras de pisadas, marcas de pala y cosas por el estilo. Al pie de la tumba, alguien había cavado un hoyo poco profundo para incinerar el cuerpo de Brandon. El equipo del laboratorio había intentado recuperar todos los restos del niño, pero no lo habían conseguido. Quedaban un par de trozos de materia negra y algún pequeño montón de cenizas. La manera en la que estaban esparcidas las cenizas le recordó a la gravilla que solían esparcir por los escalones de la puerta de entrada de la gran casa de Georgetown cuando él era un niño.

La escena lo afectó profundamente, pues convertía la pesadilla en algo real. Alguien había quemado realmente el cuerpecito de Brandon. Alguien lo había desenterrado, lo había sacado del ataúd y lo había quemado. Según Riordan, el cuerpo de Brandon había sido rociado con gasolina y había ardido hasta quedar reducido a lo que Tommy Truong llamaba «huesos calcinados».

Al volver a su casa, ésta le pareció demasiado grande y silenciosa. Llamó a Claire, y ella le dijo que iría a verlo más tarde. Lassiter volvió a llamarla, le contó lo que había pasado y acabó diciéndole que esa noche prefería estar solo.

Se despertó en medio de la noche e intentó recordar algo que había pensado mientras dormía. Parecía muy importante. Era algo sobre el cuerpo de Brandon. Quería llamar a Riordan. Tenía que llamar a Riordan para decírselo. Pero, por mucho que lo intentara, no conseguía recordar qué era. Lo tenía ahí, en la punta de la lengua: pero, cuanto más se esforzaba por recordarlo, más lejos parecía esconderse, hasta que acabó perdiendo incluso la sensación que envolvía el pensamiento. Frustrado, pasó el resto de la noche dando vueltas en la cama.

Por la mañana, la noticia salía en el Washington Post. No quería leerla, ni siquiera quería mirarla, pero no pudo evitar ver el titular.

TUMBA DE VÍCTIMA DE ASESINATO EXHUMADA

Por la tarde recibió una extraña llamada telefónica de la funeraria Evans Funeral Home, la misma que se había encargado de los preparativos del entierro.

– La policía me ha pedido que lo llame -dijo una voz de hombre con un tono de voz que parecía perpetuamente afable y comprensivo. -Una vez que… acaben de examinar los restos… Cuando el equipo del forense lo autorice, ¿quiere que nos encarguemos de volver a enterrar los restos?

Lassiter dijo que sí.

– ¿Quiere una urna para las cenizas? La policía ya ha acabado de examinar el… ataúd, pero, la verdad, está algo dañado.

Lassiter pidió una urna.

– Tan sólo una cosa más, señor Lassiter. Eh… -El encargado de la funeraria titubeó ligeramente, como si se estuviera adentrando en un terreno dificultoso incluso para él. – ¿Desearía… desearía estar presente cuando… demos sepultura a los restos mortales? -Tosió. -Cuando lo volvamos a enterrar. Lo que quiero decir es si… quiere un nuevo funeral.

Lassiter volvió a sentir esa sensación en el pecho, como si el corazón le latiera sin control.

– Sin funeral -consiguió decir. -Pero sí quiero estar presente.

– Muy bien -dijo el hombre. -Lo llamaremos cuando llegue el momento.

Dos días después, el tiempo seguía siendo espléndido y Lassiter volvía a estar en el cementerio. Resultaba surrealista observar cómo volvían a enterrar las cenizas de Brandon. Pero esta vez no había ningún sacerdote, ninguna palabra reconfortante. Sólo estaban él y Riordan, que apareció a mitad del proceso. Entre los dos, volvieron a llenar la tumba con tierra. Lassiter se sintió algo mejor con el esfuerzo físico, pero era una tumba pequeña y no duró lo suficiente. Al acabar, los dos se quedaron de pie, sin moverse, algo más de un minuto. Después, Lassiter se dio la vuelta y empezó a andar hacia el coche.

– Nunca había visto nada igual -dijo Riordan moviendo la cabeza de un lado a otro. Sacó un cigarrillo del paquete, pero esperó a que estuvieran lejos de la tumba antes de encenderlo.

A partir de ese momento, los dos hombres empezaron a tutearse y Riordan empezó a llamar a Lassiter cada dos o tres días.

– Tengo que decírtelo, Joe. No tenemos nada. Tenemos moldes de escayola de la hoja de la pala y de las huellas de las zapatillas. Por cierto, son unas Nike. Nuevas. Modelo Chieftain. Talla cuarenta y tres. Son las únicas huellas, así que suponemos que sólo había un individuo. Pero, aparte de eso, no tenemos nada. No hemos encontrado huellas dactilares ni en el ataúd ni en la lápida. Quienquiera que lo hiciera llevaba guantes. -Hizo una pausa. -Algo que ya de por sí resulta indicativo.

Al margen de la macabra exhumación de los restos mortales de Brandon, la investigación de los homicidios avanzaba sin grandes sobresaltos. Riordan se encargaba personalmente de mantener a Lassiter bien informado. Durante sus conversaciones telefónicas cogieron el hábito de repasar las pruebas que tenían.

– Huellas dactilares. Adivina de quién.

– Está claro.

No resultaba sorprendente que el cuchillo, el coche y la cartera que habían encontrado en el hotel estuvieran llenos de huellas de Sin Nombre. Todo ello resultaba útil como prueba, pero no les decía nada sobre su identidad; Sin Nombre seguía siendo un desconocido.

– Sus huellas no figuran en el ordenador -dijo Riordan refiriéndose al ordenador del FBI que contenía más de cien millones de huellas dactilares, incluidas las de todas las personas que habían sido arrestadas alguna vez, por el delito que fuera; las de todas las personas que habían solicitado un permiso de armas; las de todos los miembros de las fuerzas armadas; todos los taxistas y los conductores de transportes públicos y todos los funcionarios.

– Todo el mundo está en el ordenador -señaló Lassiter.

– Casi todo el mundo.

– Ya. Estoy yo. Estás tú. El que no está es Sin Nombre.

– Sangre, pelo y tejido humano. Todo casa. Las huellas del cuchillo son suyas. La sangre del cuchillo es de tu hermana y de tu sobrino. El pelo, como suponías, es de Brandon. Y la piel…

– ¿Qué piel?

– La que tenía tu hermana debajo de las uñas. La piel también es de Sin Nombre. De eso no hay ninguna duda, incluso sin tener los resultados de las pruebas de ADN. El forense dice que tu hermana le arañó la cara, de derecha a izquierda, con cuatro dedos. No pudimos verlo por las vendas.

– El cuchillo. Mandamos a un dibujante a la unidad de quemados. Hizo varios dibujos. El último es muy bueno. Es él, Sin Nombre, sólo que sin quemaduras ni vendas. Con pelo y con cejas; aunque ahora, desde luego, no tiene nada de eso. En cualquier caso, excepto si llevaba tupé o no, sabemos exactamente qué aspecto tenía.

– ¿Y qué?

– Hemos enseñado el dibujo en más de veinte tiendas de armas y en cinco o seis de esas tiendas en las que venden excedentes del ejército. Adivina qué. El encargado de una tienda en Springfield dice que le vendió un cuchillo del ejército hace tres, quizá cuatro, semanas.

– ¿Se acuerda de él?

– Como si hubiera sido ayer.

– ¿Cómo es posible eso?

Muy fácil. Dice que el tipo destacaba muchísimo. Por lo visto, llevaba uno de esos trajes extranjeros que tienen mucha caída.

– Armani.

– Lo que sea. La cosa es que no ven muchos trajes así en una tienda como Sunny’s Surplus. Sus clientes suelen ser tipos con pantalones de camuflaje o chavales con la cabeza rapada y pantalones vaqueros ajustados. Este tipo parecía, y cito textualmente: «Salido directamente de una revista de moda.» Dejo de citar. El caso se ha convertido en un círculo cerrado, Joe.

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