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– ¿Lo impropio?

– ¡No! La apariencia de lo impropio. Es distinto. No hace falta que nadie haga nada mal. Basta con que parezca que algo está mal. Como, por ejemplo, enseñarle esto. -Riordan movió la barbilla hacia la bolsa que tenía en la mano. -Alguien podría interpretarlo mal.

Lassiter movió la cabeza de un lado a otro, pero no dijo nada. Estaba demasiado cansado para enfadarse. Y, además, Riordan no lo decía con mala intención. Y, técnicamente, tenía razón.

– Además -añadió el detective, -usted tiene que hacer muchas llamadas. Tiene que encargarse del funeral. Y en cuanto los periodistas se enteren de que no ha sido un simple incendio…

El sentido común de Riordan le cayó como un jarro de agua fría. Lassiter se dio cuenta de que había estado inmerso en un túnel; había estado tan ocupado intentando buscarle un sentido a las cosas, que se había olvidado de algo tan elemental como llamar a la familia. Riordan tenía razón. Claro que tenía muchas llamadas que hacer. No tenía más hermanos que Kathy y sus padres estaban muertos, pero estaban el ex marido de Kathy, sus amigos, sus compañeros de trabajo en la emisora de radio, la tía Lillian… ¿Y Brandon? Brandon no tenía padre, pero tenía padrinos. ¡Tenía que llamar a tanta gente! No quería que se enteraran de lo que había pasado por los medios de comunicación. La lista crecía en su cabeza mientras andaba como un autómata al lado de Riordan. Preparativos. Tenía que hacer los preparativos para el funeral. Tenía que elegir los ataúdes, las lápidas, las tumbas.

Tenía tantas cosas que hacer… Pero no podía dejar de pensar en Brandon, en el cuchillo, en la sangre, en el pelo. ¿Por qué le cortaría alguien el cuello a un niño de tres años? ¿Cómo podría hacer alguien una cosa así?

– Hablaré con Tommy Truong -dijo Riordan. -Me enteraré de cuándo se pueden retirar los cuerpos para…

– ¿Está grave?

– ¿Quién?

Lassiter se limitó a mirarlo.

– Ah, ¿se refiere al sospechoso? Sí, está grave, pero su condición es estable. Dicen que vivirá. ¿Le alegra oírlo?

– Sí.

– A mí también.

Riordan observó cómo Lassiter se alejaba por el pasillo hasta desaparecer detrás de la esquina. Lassiter era un tipo grande, pensó, un tipo grande y corpulento. Un tipo con aspecto atlético. Y, además, un tipo irritante. Incluso ese día, incluso allí, andaba como si fuera el dueño del mundo.

Riordan estaba pensando que, dada su relación con Lassiter, quizá fuera mejor desvincularse del caso, dejárselo a otra persona. Pero eso sería una cobardía. Modestia aparte, él era el mejor detective de homicidios del cuerpo, y no podría mirarse al espejo si se apartaba de un caso porque podía fastidiarle un posible trabajo en el futuro.

Sí, desde luego, Lassiter iba a ser un problema. De eso no cabía duda. Pero él tenía que tratar a Lassiter como a cualquier otra persona, y si eso le cerraba las puertas de su empresa… Bueno, así es la vida.

No es que el caso fuera complicado. Tenían un sospechoso y un arma homicida. Y tendrían mucho más; Riordan estaba seguro de ello. Las cosas tienden a encajar solas. Y, además, el fiscal presentaría cargos cualquier día de éstos. No sabían cómo se llamaba el tipo, ni tampoco sabían cuál era su motivo, pero eso no importaba porque podían probar lo que había hecho. Las cárceles están llenas de personas que han asesinado a gente por razones que nadie alcanza a comprender.

Y, además, puede que tuvieran suerte. Tal vez el sospechoso estuviera loco. O tal vez alguien le hubiera pagado por hacerlo. O quizás había un seguro de vida de por medio. O un ex marido. O un novio.

Esperaba que fuese un caso simple, porque, como no lo fuera, iba a tener a Lassiter todo el día encima, diciéndole que hiciera esto o aquello, que comprobara eso o lo de más allá. No. Sería todavía peor. Tal como lo veía Riordan, si él fuera Lassiter, si él fuera el dueño de una gran empresa de investigación, y si las víctimas fueran su propia hermana y su sobrino, llevaría a cabo una investigación por su cuenta y, además, se dejaría los huevos en ello. Y el policía encargado del caso, o sea él, se estaría tropezando con las huellas de Lassiter a cada paso.

Lassiter podría poner a trabajar a una docena de personas. ¡A varias docenas! Y no gente cualquiera; tipos que habían trabajado en el FBI, la DEA, la CIA, el Washington Post… Lassiter podría poner a trabajar en el caso a más personas y, para qué negarlo, mejor preparadas que la policía. De eso no había duda. Y también podría gastarse más dinero. Eso quería decir que Jimmy Riordan iba a acabar hablando con testigos que Lassiter ya había interrogado, que establecería conexiones que Lassiter ya habría establecido un par de días antes y que seguiría pistas que Lassiter ya habría desestimado, pero que él tendría que investigar de todas formas.

La mera idea bastaba para que se sintiera cansado. Y, de hecho, realmente lo estaba. Lo habían despertado en plena noche y desde entonces no había parado, sobre todo de andar. Le dolían los pies. Había gastado toda la adrenalina que tenía en el cuerpo. Necesitaba un café, pero antes tenía que llamar a la comisaría.

Porque Lassiter tenía razón en lo de los coches. Haría que un coche patrulla apuntara las matrículas de tos vehículos aparcados en los alrededores de Keswick Lane. Comprobarían las matrículas y, si encontraban un coche que no perteneciera al barrio, buscarían al dueño de puerta en puerta. Si no lo encontraban, acudirían al domicilio en el que estuviera registrado el vehículo. Y, si el dueño no estaba, averiguarían dónde trabajaba y lo buscarían allí. ¿Que el coche era de alquiler? Más de lo mismo.

Riordan hizo la llamada y esperó a que llegara la enfermera jefe. Por fin la vio aproximarse a toda velocidad por el pasillo. Era una mujer inmensa con dos pechos enormes que formaban una especie de escudo sobre el que descansaban sus gafas. Intentó desviar la mirada, pero no era nada fácil. (De eso también les habían hablado en la comisaría: «El contacto visual excesivo es un tipo de hostigamiento sexual.») Escribió el nombre de la enfermera jefe, la fecha y la hora y le dijo que tomaba posesión de los objetos personales del sospechoso. Ella le hizo firmar un papel. Él le hizo firmar otro a ella.

Se llevó la bolsa al coche, la metió en el maletero, cerró con llave y volvió a entrar en el hospital. Quería hablar con la enfermera que había encontrado los efectos personales del sospechoso. No quería dejar ningún cabo suelto; después de lo de O. J. Simpson, cualquier precaución era poca.

Encontró a la enfermera sentada, leyendo una novela rosa de Harlequin, en la cafetería. Sólo quería hacerle un par de preguntas. Una vez que ella las hubo contestado, Riordan se pidió un café y se sentó con su cuaderno de notas.

Era uno de los muchos que tenía; más de cien. Uno nuevo por cada caso importante, y todos ellos idénticos. Eran cuadernos negros, de once por dieciocho, con vueltas de alambre y papel cuadriculado. Riordan siempre escribía el nombre de la víctima, el número del caso y el número del artículo penal que había sido violado en la primera página. Lo hacía con una caligrafía meticulosa, incluso elegante. Podrán decir lo que quieran de Jimmy Riordan, pensó, pero nunca podrán criticar su letra. ¡Gracias, hermana Teresa!

Por el momento, este cuaderno estaba prácticamente vacío, aunque Riordan sabía que, antes o después, acabaría por llenarlo. Y entonces, después de transcribir los detalles en las hojas oficiales del cuerpo de policía, el cuaderno ocuparía su lugar junto a los demás en la estantería del cuartito que hacía las veces de despacho en su casa. Riordan bebió un poco de café y repasó mentalmente el caso. Además de lo que había hecho, lo único que sabía del sospechoso, de Sin Nombre, era que uno de los médicos le había oído murmurar algo en italiano.

Eso podría ser interesante. Aunque también podría ser un problema. Riordan se echó un poco de leche en el café, que apenas cambió de color. Puede que Sin Nombre fuera italiano, aunque Riordan esperaba que no fuera así. Había tenido algunos casos que involucraban a ciudadanos extranjeros y, dada la proximidad de Fairfax a Washington, las embajadas podían convertirse en un fastidio.

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