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Lassiter apoyó la cabeza sobre la mesa y gruñó entre dientes. Estuvo así durante lo que a él le pareció una eternidad, aunque probablemente sólo fueran unos segundos. Cuando por fin levantó la cabeza, Della Torre lo miraba con ojos brillantes. Al otro lado de la mesa, Jesse lloraba de forma incontrolada. Marie estaba blanca como la cal.

Lassiter se miró las manos clavadas en la mesa. Le sorprendió la poca sangre que había, pero, aun así, sintió cómo se le revolvía el estómago. Respiró hondo y se inclinó hacia Della Torre.

– Maldito hijo de puta. ¿Está mal de la cabeza?

– Tenía que improvisar -se justificó Della Torre.

Grimaldi se rió. De repente, Lassiter sintió mucho frío. Pensó que estaba a punto de desmayarse y se dijo que no podía hacerlo.

– Parece que todavía no ha entendido lo que está en juego -dijo Della Torre.

– Sé perfectamente lo que está en juego -respondió Lassiter.

– Realmente, no creo que lo sepa -replicó Della Torre. En ese preciso momento, un rayo cayó muy cerca de la casa. Oyeron el crujido de un tronco al partirse, y la lluvia empezó a golpear contra las ventanas en fuertes rachas. -Quién sabe -comentó Della Torre con gesto preocupado. -Con toda esta lluvia…

Lassiter no lo escuchaba. Se miraba las manos preguntándose si tendría el valor de tumbar la mesa. Si se atrevía, la fuerza de la gravedad le liberaría las manos.

Della Torre movió la cabeza lentamente.

– No me está haciendo caso -dijo.

Lassiter lo miró fijamente.

– Es que estoy concentrado en otras cosas -repuso.

Della Torre asintió comprensivamente.

– Ya. En cualquier caso, no creo que usted sea la persona más indicada para contestar a la pregunta. -Se volvió hacia Grimaldi y le susurró algo en italiano. El sicario asintió, se abrochó la cazadora y salió a la lluvia. Después, Della Torre volvió a girarse hacia Lassiter. -Usted cree que sabe lo que está en juego, Joe, pero no lo puede saber. Es imposible que lo sepa. Porque, a no ser que crea tanto en Dios como en la ciencia, y es necesario tener mucha fe en ambos, no puede comprender realmente a lo que nos estamos enfrentando. ¿Tiene la más remota idea de quién es realmente este niño?

– Sé quién cree usted que es -contestó Lassiter.

Della Torre ladeó la cabeza.

– ¿De verdad? ¿Quién? -preguntó.

– Cree que es Jesucristo.

Della Torre apretó los labios, permaneció unos instantes en silencio y movió la cabeza de un lado a otro.

– No -dijo finalmente. -Eso no es lo que creo… Si realmente creyera que es Jesucristo estaría postrado delante de él; no le quepa la menor duda de que ahora mismo me arrodillaría delante de él. Pero no es Jesucristo; no puede serlo.

– ¿Cómo puede estar tan seguro?

Della Torre hizo una mueca.

– ¡Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza!, y no al revés. Este niño es una abominación y esa abominación tiene un nombre.

– Se llama Jesse -intervino Marie.

– ¡No! ¡Se llama Anticristo! -Della Torre miró a Marie con los ojos llenos de ira, pero luego pareció tranquilizarse. -Realmente -dijo. -los logros de Baresi fueron espectaculares. En tan sólo unos pocos años consiguió lo que todos los magos del mundo no habían conseguido hacer antes.

– ¿Y qué es eso? -inquirió Lassiter para ganar tiempo mientras pensaba que todo lo que tenía que hacer era empujar la mesa hacia adelante. Sólo tardaría un segundo. La mesa se volcaría y… No podía hacerlo. No podía.

Della Torre lo miró como si supiera perfectamente lo que estaba pensando. Por fin dijo:

– Consiguió conjurar a un demonio.

Una ráfaga de viento entró por la puerta. Inmediatamente después apareció Grimaldi con un bidón de gasolina. Se acercó a Della Torre, le susurró algo al oído y el sacerdote asintió. Della Torre estaba sudando y respiraba pesadamente.

– La verdad es que estoy un poco nervioso -le explicó a Lassiter al notar su mirada. -Es la primera vez que hago algo así.

«¡Vamos, vamos!», se dijo Lassiter a sí mismo apretando los dientes para encontrar el valor suficiente para volcar la mesa. Su cerebro le gritaba a sus piernas que se levantasen, pero sus manos lo impedían.

– En el caso de ellos dos, no existe otra opción -declaró Della Torre moviendo la cabeza hacia Jesse y Mane. -Pero… a usted podríamos darle una muerte más rápida.

Los dedos de Lassiter se abrían y se cerraban alrededor de los cuchillos. Grimaldi empezó a desenroscar el tapón del bidón de gasolina.

– No, gracias -murmuró Lassiter.

– Bueno… Entonces -dijo Della Torre levantándose. -creo que ha llegado la hora. -Se inclinó hacia adelante, mojó un dedo en la sangre que salía de la mano derecha de Lassiter, se volvió hacia Marie y dibujó un seis en su frente. Después agarró a Jesse del brazo y, mientras se lo retorcía, dibujó la misma cifra en su pequeña frente. Por último, volvió a mancharse el dedo de sangre y trazó la cifra sobre la frente de Lassiter. Después, el sacerdote dio un paso atrás para observar el resultado de su trabajo.

Al principio, Lassiter no entendía lo que estaba haciendo, pero luego lo comprendió. Marie, Jesse y él:

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La bestia.

Della Torre se dio la vuelta y buscó en los bolsillos de su sotana hasta encontrar un frasco que Lassiter reconoció inmediatamente. El cura abrió el frasco y roció cada rincón de la habitación con agua bendita mientras murmuraba algo en latín.

Grimaldi se acercó a Jesse y a Marie, inclinó el bidón y roció la gasolina sobre sus cabezas. Lassiter empezó a incorporarse, consciente de que si no lo hacía ahora ya no podría hacerlo nunca, pero Marie ya había tomado la decisión por él; inclinó la silla hacia atrás, apoyó la planta de los pies en el borde de la mesa y la volcó.

Lassiter gritó con todas sus fuerzas mientras los cuchillos se desclavaban de la mesa. La lámpara de queroseno cayó a los pies de Della Torre y las llamas prendieron en su sotana. Desconcertado, el sacerdote intentó apagar las llamas con las manos. Marie le gritó a Jesse que saliera corriendo. De repente, la habitación se llenó de sombras y Della Torre, convertido en una antorcha viviente, empezó a avanzar en círculos hacia la puerta.

Grimaldi dio un paso hacia él, pero, antes de que pudiera ayudar al líder de Umbra Domini, Lassiter se abalanzó sobre él. Al recibir el impacto de Lassiter, Grimaldi soltó el bidón de gasolina, que salió despedido en la misma dirección en que avanzaba Della Torre. Un instante después, el cura se convirtió en una especie de astro solar que dejaba a su paso un reguero de llamas ardiendo en el suelo. Lassiter empujó a Grimaldi contra la pared, le dio la vuelta, lo agarró de las solapas y, atrayéndolo hacia sí, estrelló su frente contra la nariz del asesino de su hermana. El ruido que sonó le recordó al de un trozo de plástico duro al romperse. Cuando el italiano cayó al suelo, Lassiter le clavó la puntera del zapato en el costado.

Y siguió dándole patadas hasta que el italiano rodó hacia un lado, sacó la pistola y empezó a disparar.

Tres tiros seguidos impactaron en el techo, en la pared y en la puerta. Lassiter intentó darle una patada a la pistola, pero Grimaldi volvió a rodar por el suelo, y el pie de Lassiter lo golpeó en el costado. El italiano soltó la pistola con un grito de dolor. Como si fueran dos psicópatas, ambos se lanzaron hacia donde había caído el arma y, entre el humo y la oscuridad, buscaron a tientas por el suelo.

Una llamarada iluminó la pistola y los dos hombres se abalanzaron sobre ella. Lassiter aterrizó un poco más cerca. Estiró el brazo y cerró dolorosamente la mano alrededor de la culata de la pistola, pero el italiano le dio un codazo en la boca y se encaramó sobre su espalda. Un instante después, Grimaldi tenía a Lassiter cogido del cuello con los dos brazos y le apretaba con todas sus fuerzas, estrangulándolo lentamente.

El italiano tenía una fuerza increíble.

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