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La cama estaba sin hacer, las sábanas sucias. La habitación olía a tabaco, cerveza y ropa sucia. Había un cesto de plástico para la ropa en un rincón, repleto de camisetas y calzoncillos. La mesilla de noche estaba cubierta por más frascos de píldoras, botellas de licor medio llenas y un despertador roto. Vació todos los frascos en su mano y se guardó las píldoras en el bolsillo. «Te llevarás una sorpresa cuando las necesites», pensó.

Abrió el armario. La mitad del mueble (la mitad que usaba su madre) estaba vacía. El resto estaba lleno con la ropa de su padre: todos los pantalones, camisas de vestir, chaquetas y corbatas que ya nunca se ponía.

Dejó las puertas abiertas y se dirigió a la puerta corredera que conducía al patio trasero. Abrió la puerta y salió, ignorando el grito de su padre tras él.

– ¿Qué demonios estás haciendo ahora?

Michael miró a izquierda y derecha. Allí no había ningún sitio donde esconderse.

Se dio la vuelta y entró.

– Voy a mirar en el sótano -anunció-. Si quieres ahorrarme la molestia, dime dónde está, viejo. O voy a tener que sacártelo por las malas.

– Adelante. Comprueba en el sótano. ¿Sabes una cosa, Mickey? No me asustas. Nunca lo hiciste.

«Eso ya lo veremos», pensó Michael.

Se acercó a la puerta que conducía al sótano. Era un sitio oscuro y cerrado, lleno de telarañas y polvo. Una vez, cuando tenía nueve años, su padre lo había encerrado allí bajo llave. Su madre estaba fuera y él había hecho algo que cabreó al viejo. Después de pegarle en la cabeza, arrojó al niño escaleras abajo y lo dejó en la oscuridad durante una hora. Michael se detuvo en lo alto de las escaleras y pensó que lo que más odiaba de sus padres era que no importaba cuántas veces se gritaran y chillaran e intercambiaran golpes, pues eso sólo parecía unirlos más. Todo lo que debería haberlos separado había cimentado su relación.

– ¡Ashley! -llamó-. ¿Estás ahí abajo?

Una única bombilla en el techo proyectaba un poco de luz en los rincones. Escrutó cada sombra, buscándola.

El sótano estaba vacío.

La furia se acumuló en su pecho, el calor le corrió por los brazos hasta los puños apretados. Volvió a la sala donde lo esperaba su padre.

– Ha estado aquí, ¿verdad? -le espetó Michael-. Ha venido para hablar contigo. No llegué a tiempo y te ha dicho que me mintieras, ¿no es así?

El viejo se encogió de hombros.

– Sigues diciendo tonterías.

– Dime la verdad.

– Te la estoy diciendo. No tengo ni idea de lo que dices.

– Si no me cuentas qué ha pasado, qué te ha dicho ella cuando ha venido, adónde se ha ido, te arrepentirás, viejo. No bromeo. Puedo hacerlo y lo haré, y te va a doler. Así que dime, cuando te ha llamado, ¿qué le has dicho?

– Estás más loco o eres más estúpido de lo que recordaba -repuso el viejo. Se llevó la botella a los labios y se reclinó en el asiento.

Michael dio un paso y de un violento manotazo le arrancó la botella de la mano. Chocó contra la pared y se hizo añicos. El padre apenas reaccionó, aunque sus ojos se detuvieron en los vidrios esparcidos antes de mirar a su hijo.

– Ésta fue siempre la cuestión, ¿eh? ¿Cuál de nosotros iba a ser el más duro?

– Vete al infierno, viejo. Y dime lo que quiero saber.

– Primero tráeme otra cerveza.

Repentinamente, Michael lo zarandeó por la camisa. El padre se volvió y logró cogerlo por el cuello del jersey, retorciéndolo de forma que medio lo ahogó. Sus caras quedaron a unos centímetros de distancia, los ojos de uno fijos en los del otro. Michael se desasió y lo empujó hacia atrás violentamente.

Se dirigió al televisor y lo miró un instante.

– ¿Así es como pasas las noches? ¿Emborrachándote y viendo la tele?

El padre no respondió.

– Pegarse mucho a la caja tonta es malo. ¿No lo sabías?

Esperó un segundo, para que su burla calara, y luego descargó una patada de karate contra el televisor, que cayó al suelo, con la pantalla destrozada.

– ¡Cabrón de mierda! -aulló el viejo-. ¡Vas a pagármelo!

– ¿Ah, sí? ¿Qué más tengo que romper para que me digas qué te ha dicho ella? ¿Cuánto tiempo ha estado aquí? ¿Qué te ha prometido? ¿Qué le has dicho que harías?

Antes de que su padre pudiera responder, se acercó a una estantería y lanzó al suelo una balda de recuerdos y fotografías.

– Son tonterías de tu madre. No significan nada para mí -se jactó el viejo.

– ¿Quieres que busque algo que sí te importe? ¿Qué te ha dicho?

– Basta -dijo el viejo y apretó los dientes-. No sé qué significa esto para ti. Tampoco sé en qué te has metido. ¿Tienes problemas? ¿Cosas de dinero?

Michael O'Connell miró a su padre.

– ¿De qué estás hablando?

– ¿Quién te está buscando? Creo que van a encontrarte pronto, y no será agradable para ti. Pero eso tal vez ya lo sabes.

– Muy bien -dijo Michael lentamente-. La última oportunidad antes de que vaya para allá y te haga pagar todas las veces que me pegaste cuando era niño. ¿Te ha llamado hoy una chica llamada Ashley? ¿Ha dicho que quería que la ayudaras a romper conmigo? ¿Ha dicho que venía de camino para hablar contigo?

El viejo continuó mirando a su hijo con los ojos entornados. Pero a través de la película de ira que parecía a punto de estallar, logró contenerse y le espetó:

– ¡No y no, maldita sea! Ninguna Ashley. Ninguna chica. Nada de lo que has dicho, lo quieras creer o no.

– Mientes, viejo hijoputa.

El padre sacudió la cabeza y se echó a reír, cosa que enfureció a Michael aún más. Le parecía estar al borde de un precipicio, tratando de mantener el equilibrio. Se moría de ganas de aplastarle la cara a puñetazos. Sin embargo, tomó aliento y se dijo que primero necesitaba saber qué estaba pasando. Lo habían hecho ir allí por un motivo, pero ¿cuál?

– Ella ha dicho…

– No sé lo que ha dicho. Pero esa fulana no ha llamado ni ha aparecido ante esta puerta.

Michael dio un paso atrás.

– Pero… -empezó. La mente le daba vueltas. No acertaba a comprender por qué Ashley lo había impulsado a venir a casa de su padre. ¿Qué tramaba Ashley?

– ¿Con quién tienes problemas? -preguntó el viejo.

– Con nadie -le espetó Michael, furioso porque había interrumpido sus pensamientos.

– ¿Qué es? ¿Drogas? ¿Diste algún golpe y luego timaste a tu jefe? ¿Qué has hecho para que te vaya detrás un pez gordo? ¿Le robaste algo?

– ¿De qué coño hablas? -repuso Michael, confundido. De pronto pensó que el viejo debería estar mucho más enfadado por el televisor roto. «Y no está enfadado porque sabe que pronto tendrá uno nuevo», pensó.

– ¿A quién has estado jodiendo, chico? Hay gente muy descontenta contigo, ¿sabes?

– ¿Quién te ha dicho eso?

El viejo se encogió de hombros.

– No te lo voy a decir. Tan sólo lo sé.

Michael O'Connell se irguió. «Nada tiene sentido -pensó-. O tal vez sí…»

– Viejo, me obligas a darte una paliza. ¡A menos que me expliques ahora mismo de qué cono estás hablando! -gritó. Dio dos rápidas zancadas hacia su padre, quien permaneció sentado en su sillón, sonriendo, preguntándose si había conseguido entretener a su hijo lo suficiente para que el dadivoso señor Smith tomara las medidas adecuadas, fueran cuales fuesen.

A unos doscientos metros de la casa de los O'Connell, Hope vio varios coches viejos y camionetas con pegatinas de Harley Davidson, todos a un lado de la carretera, aparcados al azar. En una casa vieja y desvencijada, estilo rancho, algo apartada de la calle, se oía bullicio de voces y rock duro. Estaban celebrando una fiesta. Cerveza y pizza, supuso, con anfetaminas como postre. Detuvo su coche alquilado detrás de uno de los coches aparcados, para parecer otra juerguista.

A continuación se enfundó el mono negro que había comprado Sally. Se metió en el bolsillo el pasamontañas azul marino. Luego se puso unos guantes de látex y otros de cuero encima. Se envolvió muñecas y talones con varias vueltas de cinta negra aislante, para que no quedara ninguna piel expuesta.

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