– No cierres los ojos -dijo Catherine.
– Probaré otra vez.
Ashley abrió el tambor y dejó caer los casquillos al suelo de agujas de pino. Lentamente sacó otra media docena de balas y las cargó en el arma.
– Sólo voy a usar este trasto una vez.
– Ya -dijo Catherine-. Y sólo si tienes que hacerlo.
– Eso es -dijo Ashley mientras se volvía y apuntaba de nuevo al tronco-. Sólo si tengo que hacerlo.
– Si no tienes más remedio.
– Si no tengo más remedio.
Ambas tenían mucho que decir al respecto, pero no querían pronunciar las palabras en voz alta, ni siquiera en el silencioso anonimato del bosque.
Scott recorrió lentamente el sendero de grava y tierra que conducía a la casa de O'Connell, unos treinta metros desde la silenciosa calle. Era grande y blanca, con una vieja antena de televisión colgando del tejado como el ala rota de un pájaro, junto a una parabólica más moderna. En el patio delantero había un viejo Toyota rojo al que le faltaba una puerta, con una rueda apoyada en un bloque de cemento; grandes manchas de óxido lo salpicaban. También había una furgoneta negra más nueva, aparcada junto a una puerta lateral bajo un tejado plano construido con láminas de plástico corrugado. Bajo el tejado había un quitanieves rojo y un vehículo para la nieve al que le faltaba la oruga. Al pasar junto a la furgoneta, Scott vio una escalera de aluminio, una caja de herramientas y materiales para reparar tejados diseminados por el suelo. O'Connell señaló la puerta lateral, y Scott dudó que la entrada principal se usara mucho.
– Por aquí. No se preocupe por el desorden. No esperaba visitas -masculló O'Connell.
La puerta de aluminio daba a una cocina pequeña. «Desordenada» era una descripción adecuada. Cajas de pizza, bandejas de precocinados, latas de cerveza y una botella de Johnny Walker en la mesa.
– Pasemos a la sala. Podremos sentarnos, señor… vale, señor como se llame. ¿Cómo debo llamarlo?
– Smith -dijo Scott-. Y si tiene problemas para pronunciarlo, Jones valdrá también.
O'Connell dejó escapar una risita.
– Vale, señor Smith-Jones. Ahora que le he invitado a entrar, ¿por qué no se sienta aquí mismo donde pueda echarle un ojo y se explica rapidito y bien, para que mi bate se quede tranquilo? Y más vale que llegue pronto a la parte en que gano dinero. ¿Quiere una cerveza?
Scott entró en la sala. Había un sofá pelado, un sillón reclinable con una nevera roja y blanca al lado que servía como mesa, frente a un televisor. Había periódicos y revistas pornográficas por el suelo, junto con propaganda de supermercados y catálogos de tiendas de caza. En una pared había una cabeza de ciervo disecada que miraba con sus ojos de cristal. Una camiseta colgaba de una de sus astas. Scott trató de imaginarse el lugar cuando O'Connell crecía allí, y pudo intuir cierta normalidad: quita la basura del patio, limpia el desorden de dentro, arregla el sofá, sustituye las sillas, dale una mano de pintura y cuelga un par de pósters, y habría sido casi aceptable. La basura desperdigada decía mucho del padre y poco del hijo; el padre probablemente había sustituido a su esposa muerta y su hijo ausente por parte del desorden reinante.
Scott se sentó en una silla que crujió y amenazó con ceder y se volvió hacia O'Connell.
– He estado haciendo preguntas porque su hijo tiene algo que pertenece a mi jefe. Y le gustaría recuperarlo.
– ¿Es usted un maldito picapleitos?
Scott se encogió de hombros.
O'Connell se sentó en el sillón, con el bate en el regazo.
– ¿Quién puede ser ese jefe suyo? -preguntó.
Scott negó con la cabeza.
– Los nombres son irrelevantes.
– Vale, señor Smith. Dígame entonces con qué se gana la vida.
Scott sonrió, una sonrisa tan maligna como fue capaz de mostrar.
– Mi jefe gana mucho dinero y es generoso.
– ¿Legal o ilegalmente?
– No creo que deba responder a esa pregunta, señor O'Connell. De todos modos, le mentiría. -Scott se escuchaba, sorprendido por la facilidad con que se inventaba un personaje y una situación, y embaucaba al viejo. «La avaricia es una droga poderosa», pensó.
O'Connell sonrió.
– Así que le gustaría hablar con mi hijo descarriado, ¿eh? ¿No lo puede encontrar en la ciudad?
– No. Parece que ha desaparecido.
– Y viene a fisgonear por aquí…
– Es mi trabajo.
– A mi hijo no le gusta esto…
Scott alzó la mano, interrumpiéndolo.
– Vayamos al grano -dijo, cortante-. ¿Puede ayudarnos a encontrar a su hijo?
– ¿Cuánto?
– ¿Cuánto puede ayudar?
– No estoy seguro. No hablamos mucho él y yo.
– ¿Cuándo lo vio por última vez?
– Hará un par de años. No nos llevamos demasiado bien.
– ¿Y en vacaciones?
O'Connell meneó la cabeza.
– Ya le digo que no nos llevamos demasiado bien. ¿Qué ha cogido?
Scott sonrió.
– Una vez más, señor O'Connell, se trata de información que le pondría en una situación, digamos, incómoda. ¿Sabe lo que significa eso?
– No soy estúpido. ¿Cuánto de incómoda?
– Bastante.
– ¿En qué se ha metido? ¿La clase de problemas que te buscan una paliza? ¿O la clase que te mata?
Scott tomó aliento, preguntándose hasta dónde seguir con la patraña.
– Digamos que aún puede reparar el daño que ha causado. Pero eso requerirá cooperación. Es un asunto delicado, señor O'Connell. Y más retrasos podrían agravar las cosas. -Scott no se podía creer sus dotes de fabulador.
– Drogas, ¿eh? ¿Le ha robado drogas a alguien? ¿O se trata de dinero?
Scott sonrió.
– Señor O'Connell, se lo diré de esta forma: si su hijo se pone en contacto con usted, y usted nos avisara de ello, habría una jugosa recompensa.
– ¿Cuánto de jugosa?
– Eso ya lo ha preguntado -repuso Scott y se levantó de la silla; había un estrecho pasillo que conducía a los dormitorios. Era un lugar estrecho, pensó, que no permitiría muchas maniobras-. Digamos que sería un bonito regalo de cumpleaños.
– Entonces, si puedo encontrar al chico, ¿cómo lo localizo a usted? ¿Tiene un teléfono?
Scott adoptó la voz más pomposa que fue capaz.
– Señor O'Connell, no me gustan los teléfonos. Dejan huellas y se los puede rastrear. -Señaló el viejo ordenador que había en la mesa-. ¿Sabe usar el correo electrónico?
– ¿Quién no? -repuso O'Connell-. Pero tiene que prometerme una cosa, puñetero señor Jones-Smith: que mi hijo no va a morir por esto.
– De acuerdo -asintió Scott-. Cuando tenga noticias de su hijo, envíe un e-mail a esta dirección…
En la mesa había una factura de teléfonos y un trozo de lápiz. Inventó una dirección falsa y la anotó. Le tendió el papel a O'Connell.
– No lo pierda -le dijo-. Déme su número de teléfono.
El padre recitó de carrerilla el número mientras leía la dirección.
– Muy bien -asintió-. ¿Algo más?
Scott sonrió.
– No volveremos a vernos -dijo-. Y si alguien le pregunta, esta pequeña reunión nunca tuvo lugar. Y si ese alguien es su hijo, bueno, entonces nunca tuvo lugar por partida doble. ¿Nos entendemos?
O'Connell miró la dirección por segunda vez, sonrió y se encogió de hombros.
– Por mí, vale -respondió.
– Bien. No se levante. Puedo encontrar la salida.
El corazón se le disparó mientras se dirigía hacia la puerta. Sabía que en algún lugar tras él estaba no sólo aquel bate, sino el arma que le habían mencionado los vecinos, y probablemente un rifle también: el ciervo de ojos de cristal de la pared así lo atestiguaba. Confiaba en que el padre de O'Connell no hubiera caído en anotar su matrícula, aunque dudaba que no fuera capaz de reconocer el viejo Porsche si volvía a verlo. Intentó fijarse en cada detalle mientras salía: tal vez tendría que regresar y quería recordar la disposición de los muebles. Advirtió los endebles cerrojos de la puerta, y luego salió. La avaricia era algo horrible, y alguien que vendía a su propio hijo no podía ser más que un peligroso desalmado. Sintió una súbita náusea y se apresuró hacia su coche. En el horizonte se perfilaban nubes grises.