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Torció en la esquina de su apartamento, la mente repleta de imágenes de lujuria y sangre, todo mezclado en un confuso batiburrillo, y por eso se dejó sorprender por una voz a su espalda:

– Tenemos que hablar un par de cosas, O'Connell.

Y una tenaza de hierro le retorció un brazo a la espalda.

Matthew Murphy había divisado a O'Connell cuando éste pasaba bajo una farola. Entonces salió de las sombras y se le acercó por detrás. Murphy estaba bien entrenado en esos menesteres, y sus instintos de más de veinticinco años de policía le decían que O'Connell era un novato, poco más que un cabroncete.

– ¿Quién demonios eres tú? -balbuceó el joven, aturullado, pero Murphy le impidió volverse para verle la cara.

– Soy tu peor pesadilla, gilipollas de mierda. Ahora abre la puta puerta, que vamos a mantener una amable charla en tu casa. Quiero explicarte cómo funcionan las cosas sin tener que partirte la cara o las piernas. No quieres eso, ¿verdad, O'Connell? ¿Cómo te llaman tus amigos? ¿OC? ¿Mickey?

O'Connell intentó zafarse, pero la presión de aquella garra aumentó. Murphy prosiguió:

– Tal vez Michael O'Connell no tiene ningún amigo, así que tampoco tiene ningún apodo. Bueno, Mickey, lo inventaremos sobre la marcha. Porque, confía en mí, quieres que sea tu amigo. Lo quieres más de lo que has querido nada en este mundo. Ahora mismo, Mickey, ésa es tu prioridad número uno: asegurarte de que yo siga siendo tu amigo. ¿Lo entiendes?

O'Connell gruñó, tratando de volverse para mirar a Murphy, pero el ex policía permaneció tras él, susurrando amenazadoramente sin aflojar la presión y empujándolo hacia delante.

– Vamos, fantoche, subamos a tu casa. Nuestra pequeña charla será en privado.

Obligado, O'Connell cruzó la entrada y subió a la primera planta, conducido por la presión de Murphy, que no cejaba en sus hirientes sarcasmos. Le retorció el brazo un poco más cuando llegaron a la puerta y O'Connell se retorció de dolor.

– Ésta es otra ventaja de ser amigos, Mickey: no querrás que me enfade ni que pierda los nervios. No me obligarás a hacer algo que lamentes más tarde, estoy seguro. ¿Lo entiendes, cabronazo? Y ahora abre despacio la puerta de tu asquerosa madriguera.

Mientras O'Connell sacaba trabajosamente la llave del bolsillo y acertaba a la cerradura, Murphy escudriñó el pasillo y vio el catálogo de gatos de la vieja vecina alejándose. Uno incluso arqueó el lomo y siseó en dirección a O'Connell.

– No eres demasiado popular entre los vecinos, ¿eh, Mickey? -dijo Murphy, retorciéndole el brazo-. ¿Tienes algo contra los gatos? ¿Tienen ellos algo contra ti?

– No nos llevamos bien -gruñó O'Connell.

– No me sorprende -dijo Murphy, y le dio un empellón que lo hizo entrar dando tumbos.

O'Connell tropezó con la raída alfombra, cayó hacia delante y se golpeó contra una pared. Se volvió para intentar ver por primera vez a Murphy.

Pero el detective se le echó encima con desconcertante rapidez, tratándose de un hombre maduro, y se alzó sobre el joven como una gárgola de iglesia medieval, la cara demudada en una burlona mueca colérica. O'Connell consiguió quedar medio sentado y lo miró a los ojos.

– No estás acostumbrado a que te acosen, ¿eh, Mickey?

O'Connell no respondió. Estaba calibrando la situación y sabía que lo mejor era mantener la boca cerrada.

Murphy se abrió lentamente la chaqueta, enseñando la sobaquera.

– He traído a una amiga, Mickey.

El joven volvió a gruñir, mirando el arma y luego al investigador privado. Murphy desenfundó rápidamente la automática. No pensaba hacerlo, pero algo en la mirada desafiante de O'Connell le dijo que acelerara el proceso. Con un rápido movimiento, la amartilló y apoyó el pulgar contra el seguro. Luego la acercó despacio a O'Connell, hasta apoyarle el cañón contra la frente, directamente entre los ojos.

– Que te follen -le espetó O'Connell.

Murphy le golpeó la nariz con el cañón del arma. Lo suficiente para que doliera, no para romperla.

– Deberías mejorar tu vocabulario -dijo. Con la mano izquierda, le sujetó las mejillas y las apretó con fuerza-. Y yo que pensaba que íbamos a ser amigos.

O'Connell continuó mirando al ex policía, y Murphy le golpeó bruscamente la cabeza contra la pared.

– Un poco de amabilidad -pidió fríamente-. ¿Sabes?, la educación hace que todo vaya mejor.

Entonces lo cogió por la chaqueta y lo levantó rudamente, manteniendo la pistola plantada en su frente. Lo dirigió hacia una butaca y lo sentó de un empellón, de modo que O'Connell cayó hacia atrás y el mueble se alzó sobre sus patas traseras y cayó pesadamente.

– Todavía no he sido malo, Mickey. Ni una pizca. Todavía nos estamos conociendo.

– No eres un poli, ¿verdad?

– Conoces a los polis, ¿eh, Mickey? Te las has visto con ellos unas cuantas veces, ¿no?

O'Connell asintió.

– Bien, has acertado -dijo Murphy, sonriendo. Sabía que iba a hacerle esa pregunta-. Deberías desear que fuera un poli. Quiero decir, deberías estar rezando al Dios que creas que pueda oírte. «Por favor, Señor, que sea un poli.» Porque los polis tienen reglas, Mickey, reglas y regulaciones. Yo no. Yo soy más problemático. Peor, mucho peor que un poli. Soy investigador privado.

O'Connell hizo una mueca, y Murphy lo abofeteó con fuerza. El sonido de su palma contra la mejilla resonó en el pequeño apartamento.

Murphy sonrió.

– No tendría que explicarte estas cosas, no a alguien como tú, que piensa que se las sabe todas, Mickey. Pero, para no perdernos, te explicaré un par de cosas más. Una, fui policía. Pasé más de veinte años tratando con tipos duros de verdad. La mayoría de ellos ahora están a la sombra, maldiciendo mi nombre. O muertos, y no piensan mucho en mí porque probablemente tendrán problemas más acuciantes en el otro barrio. Dos, tengo licencia estatal y federal para llevar esta arma. ¿Sabes qué suman esas dos cosas?

El joven no respondió, y Murphy volvió a abofetearlo.

– ¡Mierda! -masculló O'Connell.

– Cuando te haga una pregunta, Mickey, por favor, responde.

Hizo ademán de abofetearlo otra vez.

– No lo sé -dijo O'Connell-. ¿Qué suman?

Murphy sonrió.

– Pues significan que tengo amigos… Amigos de verdad, no como nosotros esta noche, Mickey, amigos de verdad que me deben muchos favores de verdad, a quienes salvé el culo más de una vez a lo largo de los años. Están más que dispuestos a hacer cualquier puñetera cosa por mí, y si hace falta van a creer todo lo que yo diga sobre nuestro amable encuentro aquí esta noche. Les importan un carajo los gusanos como tú. Y cuando les diga que me atacaste con la navaja que dejaré en tu mano muerta y que me obligaste a volarte lo sesos, me van a creer. De hecho, Mickey, me felicitarán por limpiar un poco este mundo de mierda. Ésa es la situación en que te encuentras ahora mismo, Mickey. En otras palabras, puedo hacer lo que me salga de las narices, y tú no puedes hacer nada, ¿entiendes?

O'Connell vaciló, pero asintió cuando vio que Murphy lo amenazaba con otro bofetón.

– Bien. Como dicen, la comprensión es el camino de la iluminación.

O'Connell percibió el sabor de la sangre en los labios.

– Lo repetiré para que quede claro: soy libre de hacer lo que me parezca adecuado, incluyendo enviar tu puta vida al reino de los cielos, o más probablemente al infierno. ¿Lo entiendes, Mickey?

– Lo entiendo.

Murphy empezó a rodear la silla, sin apartar la automática, golpeando de vez en cuando la cabeza de aquel cretino, o hincándola en la zona blanda entre su cuello y los hombros.

– Vaya mierda de casa que tienes aquí, Mickey. Qué pocilga. Sucia… -Murphy contempló la habitación, vio un ordenador portátil en una mesa y anotó mentalmente llevarse un puñado de discos. Hasta ahora, las cosas iban saliendo más o menos como había previsto. O'Connell era tan predecible como esperaba. Podía sentir la incomodidad del joven, sabía que el arma contra su cabeza estaba provocando indecisión y duda. En todos los momentos de confrontación hay un punto en que el interrogador hábil simplemente se apodera de la identidad del sujeto, controlando, guiándolo a un estado de obediencia. «Vamos por buen camino», se dijo. «Estamos haciendo progresos»-. No es una gran vida, ¿eh, Mickey? Quiero decir que no veo mucho futuro aquí.

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