La canción terminó, y él se detuvo en la acera. Al otro lado de la calle había un cine pequeño donde proyectaban una película francesa, Nid de Guêpes. Se deslizó entre las sombras y vio a la gente salir del local. Como esperaba, la mayoría eran parejas jóvenes. Parecían llenas de energía, no con esa expresión sombría de «acabo de ver algo trascendente» de los espectadores de lo que O'Connell llamaba despectivamente «cine artístico». Se fijó en una pareja joven que iba cogida del brazo, riendo.
Lo irritaron de inmediato. Su corazón se aceleró levemente y los observó con atención cuando pasaron por delante de un cartel de neón en la acera de enfrente. Apretó la mandíbula y notó un sabor ácido en la lengua.
No había nada notable en la pareja, y sin embargo le resultaban insoportables. La joven se apoyaba en el chico cogida del brazo, de modo que caminaban como una sola persona, sus pisadas al unísono, un momento
de intimidad pública. Él se puso en marcha, moviéndose en paralelo a la pareja, calibrándolos más directamente, mientras una extraña furia crecía en su interior.
Se rozaban los hombros mientras caminaban, levemente encorvados el uno hacia el otro. O'Connell advirtió que alternaban risas y breves frases.
Seguramente no llevaban mucho tiempo juntos. Su lenguaje corporal transmitía novedad y entusiasmo, era una relación que estaba echando raíces, y ambos todavía se hallaban en el proceso de conocerse mutuamente. La chica agarraba con fuerza el brazo del muchacho, y O'Connell supuso que probablemente ya se habían acostado, pero sólo una vez. Cada contacto, cada caricia, aún tenía el arrebato de la aventura y una mareante expectativa ilusionada.
Los odió con más ahínco.
No le costó trabajo imaginar qué harían el resto de la noche. Era tarde, así que decidirían no ir a un Starbucks para tomar café o a un Baskin-Robbins para tomar un helado, aunque se detendrían ante cada uno de esos sitios y simularían sopesar la decisión, cuando lo que querían en realidad era devorarse mutuamente. El chico hablaría de películas, de libros, de las clases en la facultad, mientras la muchacha escucharía, intercalando algún que otro comentario, ambos pendientes del otro. El chico no necesitaría más ánimos que la presión del brazo de ella. Luego llegarían al apartamento riendo. Y, una vez dentro, sólo pasarían segundos antes de que encontraran la cama y se quitaran las ropas, todo cansancio desaparecido al instante, superado por la frescura del amor.
O'Connell respiraba entrecortadamente, pero en silencio.
«Eso es lo que ellos creen que pasará. Eso es lo que supuestamente va a pasar. Eso es lo que está marcado que pase. -Sonrió-. Pero no esta noche.»
Avivando el paso, caminó al ritmo de la pareja, vigilando su avance por la acera contraria. Los adelantó y en la siguiente esquina, cuando el semáforo se puso verde, cruzó rápidamente la acera y se dirigió de frente hacia ellos, los hombros encogidos, cabizbajo. De modo que semejaron un par de barcos en un canal, destinados a cruzarse. O'Connell midió la distancia, advirtiendo que ellos seguían conversando y no prestaban atención al entorno.
Justo cuando se cruzaban, O'Connell de pronto se desvió hacia un lado y su hombro chocó con el del muchacho. Entonces se irguió y, sin detenerse, le espetó rudamente:
– ¡Eh! ¿Qué demonios te pasa? ¡Mira por dónde vas!
La pareja medio se volvió hacia O'Connell.
– Oye, lo siento -dijo el chico-. Ha sido culpa mía. Lo siento.
Continuaron su camino tras dirigir una fugaz mirada a O'Connell.
– ¡Gilipollas! -dijo O'Connell, lo bastante fuerte para que lo oyeran, y se detuvo.
El chico se giró, todavía cogido al brazo de la muchacha, pensando en replicar, pero se lo pensó mejor. No quería estropear aquella noche maravillosa, así que siguieron su camino. O'Connell contó lentamente hasta tres, dando a la pareja tiempo para poner más distancia entre ellos, y luego empezó a seguirlos. Un súbito claxon hizo que la chica mirara por encima del hombro y lo viera. O'Connell reconoció una pequeña expresión de alarma en su rostro.
«Eso es -pensó-. Camina unos pasos más, calibrando el peligro, imaginando lo peor.»
Al ver que la chica hablaba rápidamente con el muchacho, O'Connell se escondió tras una valla en sombras, desapareciendo de su línea de visión. Tuvo ganas de reírse. De nuevo, contó para sí.
«Uno, dos, tres…»
Tiempo suficiente para que el chico oyera lo que la chica le decía y se detuviera.
«Cuatro, cinco, seis…»
Para girarse y escrutar entre las sombras y las luces de neón.
«Siete, ocho, nueve…»
Para tratar de divisarlo en la oscuridad y la noche, en vano.
«Diez, once, doce…»
Para volverse hacia la chica.
«Trece, catorce, quince…»
Para un segundo vistazo, sólo para asegurarse de que él, O'Connell, se había ido.
«Dieciséis, diecisiete, dieciocho…»
Para echar a andar de nuevo.
«Diecinueve, veinte…»
Y para una última mirada por encima del hombro para cerciorarse de que la amenaza había pasado.
O'Connell salió de las sombras y vio que la pareja había avivado el paso. Ya estaban a media manzana. Los siguió con rapidez, cruzando a la otra acera, de modo que una vez más quedó en paralelo a ellos, y aceleró hasta adelantarlos.
Una vez más, fue la chica quien lo divisó primero. O'Connell imaginó la punzada de ansiedad que la reconcomía.
La chica trastabilló y bajó la cabeza un instante. Entonces O'Connell clavó su mirada en ella, de modo que cuando la chica volvió a mirarlo se encontró con sus ojos, de una acera a otra.
El chico lo miró también, pero O'Connell lo había previsto y echó a correr bruscamente hacia el final de la manzana, por delante de la pareja. Esa conducta repentina y errática le encantaba. No era algo que nadie esperara, y O'Connell sabía que los llenaba de confusión.
Tras él, el chico y la chica no sabrían qué hacer: continuar en dirección a su apartamento o darse la vuelta y buscar una ruta distinta. Una vez más, se ocultó entre las sombras y esperó. Echó una rápida ojeada alrededor y vio que la calle lateral que tenía detrás era de pequeños edificios de apartamentos, no muy distintos del de Ashley, donde las ramas de los árboles se extendían y provocaban sombras de aspecto fantasmagórico. Había coches aparcados en todos los huecos disponibles, y una luz tenue emergía de los portales.
Recorrió rápidamente tres cuartas partes de la calle, hasta situarse en otro lugar oscuro, esperando. Había una farola al principio y supuso que ellos pasarían por debajo al acercarse a su apartamento.
O'Connell tenía razón. Vio a la pareja aparecer por la esquina, detenerse un momento y luego avanzar con rapidez.
«Asustados -pensó-. Inseguros de hallarse de verdad a salvo. Pero empezando a relajarse.»
Salió de su escondite y avanzó con decisión, cabizbajo. Cruzó la calle en diagonal para interceptarlos.
Ellos lo vieron casi simultáneamente. La chica jadeó, y el chico, naturalmente caballeroso, la colocó detrás de él y se plantó ante O'Connell. Adelantó los puños y se colocó como un púgil a la espera de que suene la campana.
– ¡Atrás! -ordenó con falsa firmeza. La chica jadeaba a su espalda-. ¿Qué quieres?
O'Connell se detuvo y lo miró.
– ¿Qué te pasa, tío? -le preguntó.
– ¡Márchate! -le espetó el chico.
– Tranqui, colega. ¿Cuál es el problema?
– ¿Por qué nos has seguido? -terció la chica con voz de pánico.
– ¿Seguiros? ¿De qué demonios me hablas?
El chico mantuvo los puños en alto, pero pareció sorprendido y aún más confuso.
– Estáis chalados -dijo O'Connell. Y siguió andando-. Como cabras.
– ¡Déjanos en paz! -le gritó el muchacho.
«No muy convincente», pensó O'Connell. Cuando estaba a unos diez metros de distancia, se detuvo y se dio la vuelta. Como esperaba, ambos seguían a la defensiva, mirándolo.