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Incluso se permitió imaginar que, cuando terminara ese desagradable encuentro, quizá Will Goodwin la llamaría. La sorprendía que aún no lo hubiera hecho. Ashley no estaba acostumbrada a que los chicos no volvieran a llamarla, así que se sentía un poco insegura al respecto. Pensó un poco en Will mientras se dirigía a las oficinas del museo, saludando con la cabeza a la gente que conocía y respirando la benigna normalidad del día.

A la hora del almuerzo, se encaminó a la cafetería, se sentó a una mesa y pidió un botellín de agua con gas, pero nada de comer. Se había colocado de forma que pudiera ver a O'Connell cuando subiera por las escalinatas del museo y cruzara las grandes puertas de cristal de la entrada. Miró la hora, la una en punto, y se preparó, sabiendo que él sería puntual.

Sintió un pequeño temblor en las manos y un leve sudor en las axilas. Se recordó: nada de besos en la mejilla ni apretones de manos. Ningún contacto físico. «Sólo señálale el asiento de enfrente y compórtate con sencilla normalidad. No te desvíes.»

Sacó un billete de cinco dólares para pagar el importe del agua y se lo guardó en el bolsillo, donde pudiera sacarlo rápidamente. Si tenía que levantarse y marcharse, pagaría su consumición. Se felicitó por tomar esa precaución. No quería deberle ni una botella de agua.

«¿Algo más?», se preguntó. Ningún cabo suelto. Se sentía nerviosa pero segura. Miró por los ventanales, esperando verlo. Aparecieron un par de parejas, luego una familia, los jóvenes padres arrastrando a un majadero crío de cinco o seis años. Una extraña pareja de hombres mayores subía lentamente las escalinatas, haciendo altos para descansar. Ashley observó la acera y la calle al fondo. Ni rastro de Michael O'Connell.

A la una y diez empezó a preocuparse.

A la una y cuarto el camarero se acercó y con firme amabilidad le preguntó si iba a pedir algo más.

A la una y media supo que él no iba a venir. De todas maneras, esperó.

A las dos dejó los cinco dólares sobre la mesa y salió del restaurante.

Echó una última mirada alrededor, en vano. Sintiendo un sombrío vacío en su interior, volvió al trabajo. Cuando llegó a su mesa, cogió el teléfono, pensando llamarlo para pedirle una explicación.

Sus dedos vacilaron.

Por un instante se le ocurrió que tal vez él se había acobardado. ¿Acaso por fin había aceptado que no tenía nada que hacer? «Tal vez ya ha salido de mi vida para siempre», pensó con una súbita sensación de triunfo. En ese caso, la llamada era innecesaria, y de hecho estropearía el éxito obtenido.

No creía que pudiera tener tanta suerte, pero desde luego era una posibilidad. Sintió un delicioso y reparador alivio.

Así pues, volvió al trabajo, tratando de ocupar su cabeza con la monotonía de la rutina.

Ashley trabajó hasta tarde, bastante más de lo necesario.

Llovía cuando salió del museo. Era una fría lluvia que hacía resonar un tamborileo de soledad en la acera. Ashley se puso una gorra de lana y se cerró el abrigo al salir, la cabeza gacha. Bajó con cuidado la resbaladiza escalinata y echó a andar por la calle cuando sus ojos captaron un reflejo de neón rojo en una tienda frente a ella. Las luces parecieron mezclarse con los faros de un automóvil que pasó de largo. Ashley no estuvo segura de por qué sus ojos se dirigieron hacia allí, pero vio una figura fantasmal.

Inclinado, mitad en la luz y mitad en las sombras, Michael O'Connell esperaba.

Ella se detuvo bruscamente.

Sus ojos se encontraron.

Él llevaba una gorra oscura y una cazadora verde estilo militar. Parecía anónimo y oculto, pero al mismo tiempo llamaba la atención con una extraña intensidad.

Ashley sintió un retortijón en el estómago y jadeó en busca de aire.

Él no hizo ningún gesto. Nada que indicara que la reconocía, aparte de su mirada fija.

Ashley dio un paso atrás y el corazón se le aceleró, pero no supo qué hacer. En la calle ante ella, un coche dio un volantazo para evitar un taxi, proyectando una mancha de luz en su camino. Hubo un súbito sonar de claxons y chirriar de neumáticos sobre el pavimento mojado. Ella se distrajo un segundo y cuando volvió a mirar O'Connell ya no estaba allí.

Retrocedió otro paso.

Miró arriba y abajo, pero él había desaparecido. Por un momento dudó sobre qué había visto exactamente. Tal vez no había sido más que una alucinación.

El primer paso adelante de Ashley fue inestable, pero no como un borracho en una fiesta o una viuda desconsolada en un funeral. Fue un paso lleno de duda. Giró de nuevo, tratando de divisar a O'Connell, pero no lo logró. La abrumó la sensación de que estaba justo detrás de ella y se volvió bruscamente, pero casi se dio de bruces con un hombre de negocios que cruzaba presuroso la calle. Cuando se apartó hacia un lado, casi chocó con una pareja de jóvenes.

– ¡Eh! ¡Mira por dónde vas! -le dijeron.

Ashley los siguió, pisando charcos, avanzando tan rápidamente como podía. No paraba de mover la cabeza a izquierda y derecha. Estaba demasiado asustada para mirar atrás. Continuó su camino casi corriendo.

Unos segundos después llegó a la estación de metro. Pasó por el torniquete y se sintió aliviada por la multitud y las luces fuertes del andén.

Estiró el cuello, intentando divisar a O'Connell entre la gente que esperaba el tren. Nada. Se volvió y miró a la gente que subía las escaleras, pero tampoco lo vio. Sin embargo, no estaba segura de que no estuviese escondido en alguna parte. No podía ver entre todos los grupos de personas, y había pósters y columnas que obstaculizaban la visión. Se volvió, deseando que llegara el tren. En ese momento sólo quería marcharse. Se consoló diciéndose que no podía sucederle nada en una estación abarrotada y, mientras se decía que estaba a salvo, sintió un empujón por detrás. Por un horrible segundo pensó que iba a perder el equilibrio y caer a las vías. Jadeó y dio un salto atrás.

Tragó saliva y sacudió la cabeza. Se abrazó el cuerpo, tensando los músculos como un atleta que anticipa el golpe, como si Michael O'Connell estuviera a su espalda dispuesto a empujarla. Prestó atención al sonido de una respiración cerca de su oreja, demasiado desesperada para volverse a mirar. De pronto un convoy irrumpió en el andén con un estrépito rechinante. Ashley soltó un suspiro de alivio cuando el tren se detuvo y las puertas se abrieron con un sonido sibilante.

Dejó que la arrastrara la marea de viajeros y tomó asiento, para quedar inmediatamente apretujada entre una mujer mayor y un estudiante que apestaba a tabaco. Delante de ella, media docena de pasajeros se agarraron a las barras de metal y los asideros.

Ashley miró a izquierda y derecha, inspeccionando cada rostro.

No lo vio.

Con otro resoplido, las puertas se cerraron. El tren se estremeció al arrancar.

Cuando el convoy empezó a moverse, Ashley se giró en su asiento y echó una última ojeada al andén. Lo que vio la hizo atragantarse, y eso fue todo lo que pudo hacer para no gritar de miedo: O'Connell estaba de pie, justo en el mismo sitio donde ella había estado unos segundos antes. No se movió. Impasible como una estatua, sus ojos se clavaron una vez más en los de ella mientras el tren aceleraba. Enseguida desapareció junto con la estación.

Ashley sintió el rítmico traqueteo de aquel tren que la alejaba de su perseguidor. Pero no importaba lo rápido que fuera: Ashley comprendió que la distancia que los separaba era irrisoria y, probablemente, inexistente.

El campus de la Universidad de Massachusetts-Boston está situado junto a la bahía. Sus edificios son tan feos y recios como una fortificación medieval. En los días calurosos de principios de verano, las paredes de ladrillo marrón y las aceras de asfalto gris parecen absorber el calor. Es una especie de facultad sustituta. Atiende a muchos estudiantes que quieren una segunda oportunidad, con sensibilidad de infantería: no es bonita, pero es crucialmente importante cuando más la necesitas.

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