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– No tendrá que ir a la Kommandantur, señora Angellier -se apresuró a decir el oficial bajito, que le lanzaba tímidas miradas de admiración-. Yo estoy autorizado para proporcionarle lo que necesita. ¿Cuándo quiere salir?

– Mañana.

– ¡Ah, bueno, mañana! -murmuró Bruno-. Entonces estará aquí cuando nos vayamos.

– ¿A qué hora se marchan?

– A las once. Viajamos de noche por los bombardeos. Parece una precaución inútil, porque con esta luna se ve como en pleno día. Pero la vida militar está llena de tradiciones.

– Ahora tengo que dejarlos -dijo Lucile tras coger los dos trozos de papel garrapateados por el oficial: la vida y la libertad de un hombre, sin duda. Los dobló y se los guardó bajo el cinturón, sin que la menor precipitación traicionara su nerviosismo-. Estaré allí para verlo partir. -Bruno la miró, y ella comprendió su muda súplica-. ¿Vendrá a despedirse de mí, Herr teniente? Voy a salir, pero estaré de vuelta a las seis.

Los tres oficiales se levantaron y dieron sendos taconazos. Antes, se dijo Lucile, aquel saludo anticuado y un poco afectado de los soldados del Reich le parecía cómico; ahora pensaba que echaría de menos el tintineo de las espuelas, los besamanos, esa especie de admiración que le mostraban casi a su pesar aquellos militares sin familia, sin mujer (salvo de la más baja estofa). En su respeto había un tinte de melancolía enternecida: era como si, gracias a ella, recuperaran un poco de la vida de antaño, en la que la amabilidad, la buena educación y la gentileza hacia las mujeres eran virtudes más valiosas que beber en exceso o tomar al asalto una posición enemiga. En su actitud hacia ella había agradecimiento y nostalgia; Lucile lo comprendía y se sentía conmovida.

Esperaba que se hicieran las ocho muerta de ansiedad. ¿Qué le diría Bruno? ¿Cómo se despedirían? Entre ellos había todo un mundo de matices turbios, inexpresados, algo tan frágil como un cristal precioso que una sola palabra podría romper. El también debía de saberlo, porque sólo permaneció junto a ella unos breves instantes. Se descubrió (su último gesto de civil, quizá, pensó Lucile con ternura y dolor) y le cogió las dos manos. Antes de besárselas, apoyó la mejilla en ellas con un movimiento suave e imperioso a un tiempo. ¿Una toma de posesión? ¿Un intento de estampar en ella, como un sello, la quemadura de un recuerdo?

– Adiós -le dijo-, adiós. Jamás la olvidaré. -Ella no respondía. Al mirarla, Bruno vio que tenía los ojos llenos de lágrimas y volvió la cabeza-. Escuche -dijo al cabo de un instante-. Voy a darle la dirección de uno de mis tíos, un Von Falk como yo, un hermano de mi padre. Ha hecho una carrera brillante y está en París con… -Bruno pronunció un nombre alemán muy largo-. Hasta que acabe la guerra, él es el comandante del gran París, una especie de virrey, vaya, y mi tío tiene su plena confianza. He hablado con él y le he pedido que, si alguna vez se encuentra usted en dificultades (estamos en guerra y sólo Dios sabe lo que todavía puede ocurrirnos), la ayude en la medida de sus posibilidades.

– Es usted muy bueno, Bruno -musitó Lucile. En ese momento ya no se avergonzaba de amarlo, porque su deseo había muerto y sólo sentía por él pena y una ternura inmensa, casi maternal. Se esforzó por sonreír-. Como la madre china que mandó a su hijo a la guerra aconsejándole prudencia «porque la guerra tiene sus peligros», le ruego que, en recuerdo mío, preserve su vida tanto como pueda.

– ¿Porque es valiosa para usted? -preguntó él con ansiedad.

– Sí. Porque es valiosa para mí.

Lentamente, se estrecharon la mano. Lucile lo acompañó hasta la puerta de la calle. Allí lo esperaba un ordenanza, sujetando la brida de su caballo. Era tarde, pero nadie pensaba en dormir. Todos querían asistir a la marcha de los alemanes. En las últimas horas, una especie de melancolía, de calor humano, unía a los unos con los otros, a los vencidos con los vencedores. El grueso Erwald, que tenía unos muslos enormes, aguantaba bien la bebida y era tan divertido y tan fuerte; el pequeño Willy, ágil y alegre, que había aprendido canciones francesas (decían que era payaso en la vida civil); el pobre Johann, que había perdido a toda su familia durante un bombardeo, «a toda, menos a mi suegra, porque nunca he tenido buena suerte», decía tristemente… Todos iban a exponerse al fuego, a las balas, a la muerte. ¿Cuántos acabarían enterrados en las llanuras rusas? Por pronto, por felizmente que terminara la guerra, ¿cuánta pobre gente no vería ese bendito final, ese día de resurrección? Era una noche espléndida, pura, iluminada por la luna, sin un soplo de viento. Era la época en que se cortan las ramas de los tilos; en que los hombres y los chicos se encaraman a las copas de esos hermosos árboles de denso follaje y los desnudan; en que las mujeres y las niñas, con las olorosas brazadas de ramas a los pies, van recogiendo las flores, que se secan durante todo el verano en los graneros de provincias y en invierno se toman en infusión. En el aire flotaba un aroma delicioso, embriagador. ¡Qué bonito, qué tranquilo estaba todo! Los niños jugaban y corrían unos tras otros; de vez en cuando subían los escalones del viejo crucero y miraban hacia la carretera.

– ¿Se ven? -les preguntaban las madres.

– Todavía no.

El regimiento formaría delante del parque de los Montmort y desfilaría en orden de marcha a través del pueblo. Aquí y allá, en la oscuridad de una puerta, se oía un murmullo, un sonido de besos… unos adioses más tiernos que otros. Los soldados llevaban el uniforme de campaña, los pesados cascos, las máscaras de gas colgadas del cuello. Por fin, se oyó un breve redoble de tambor. Los hombres aparecieron avanzando en fila de ocho en fondo, y, a medida que pasaban, los rezagados, tras un último adiós o un beso dado al aire con la punta de los labios, se apresuraban a ocupar sus puestos, señalados previamente, los puestos en que los encontraría el destino. Todavía se oyeron algunas risas, algunas bromas intercambiadas por los soldados y la gente, pero pronto todo enmudeció. Había llegado el general. Pasó a caballo ante las tropas. Las saludó levemente, saludó también a los franceses y luego se marchó. Detrás venían los oficiales. Luego, los motociclistas, que escoltaban el coche gris en que viajaba la Kommandantur. A continuación pasó la artillería: los cañones antiaéreos apuntando al cielo sobre sus plataformas giratorias, en cada una de las cuales iba el ametrallador tumbado con la cara a la altura de las cureñas, todos aquellos rápidos y mortíferos ingenios que la gente había visto pasar durante las maniobras, que se había acostumbrado a observar sin temor, con indiferencia, y que ahora no podía mirar sin sentir un escalofrío. Después, el camión lleno a rebosar de grueso pan negro recién amasado, los vehículos de la Cruz Roja, todavía vacíos, y finalmente la cocina de campaña, traqueteando al final de la comitiva como una cacerola atada a la cola de un perro… Los hombres empezaron a entonar un cántico grave y lento que se perdía en la noche. Poco después, en la carretera, en lugar del ejército alemán sólo había un poco de polvo.

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