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A veces, las mujeres le hacían preguntas sobre la guerra, sobre esa guerra. Los hombres jamás. Los jóvenes se habían ido; sólo quedaban antiguos combatientes. Sus recuerdos estaban anclados en 1914. El pasado ya había tenido tiempo de filtrarse, de decantarse en su interior, de desprenderse de sus heces, de su veneno, de ser asimilado por las almas; en cambio, los acontecimientos recientes eran confusos y conservaban toda su ponzoña. Además, en el fondo del corazón creían que todo aquello era culpa de los jóvenes, que eran menos fuertes y menos pacientes que ellos y que se habían malacostumbrado en la escuela. Y como Jean-Marie era joven, evitaban educadamente verse obligados a juzgarlo a él y a los de su generación.

Así que todo se confabulaba para adormecer y tranquilizar al soldado, que iba recuperando las fuerzas y los ánimos. Estaba solo casi todo el día; era la época de las grandes labores del campo. Los hombres se marchaban con las primeras luces. Las mujeres se atareaban con los animales y en el lavadero. Jean-Marie se había ofrecido a ayudar, pero se le habían reído en la cara. «¡No se tiene en pie y quiere trabajar!» Así que dejaba la casa, cruzaba el corral entre el glugluteo de los pavos y bajaba hasta un pequeño prado rodeado por una cerca. Los caballos pacían: una yegua de pelo castaño dorado con dos potrillos café con leche de cortas y bastas crines negras. De vez en cuando se acercaban a olisquear las patas de la madre, que seguía pastando y agitando impacientemente la cola para espantar las moscas. A veces, uno de ellos volvía la cabeza hacia Jean-Marie, que se tumbaba junto a la cerca, lo observaba con sus negros y húmedos ojos y relinchaba alegremente. Jean-Marie no se cansaba de mirarlos. Le habría gustado escribir la historia imaginaria de aquellos hermosos potrillos, describir aquellos días de julio, aquella tierra, aquella granja, la guerra, a aquellas gentes, a sí mismo… Escribía con un trocito de lápiz que apenas lograba sostener en un pequeño cuaderno escolar que llevaba oculto junto al pecho. Algo en su interior lo inquietaba, llamaba a una puerta invisible, lo impulsaba a garrapatear. Haciéndolo, abría esa puerta, ayudaba a salir a lo que quería nacer. Luego, repentinamente, se desanimaba, se sentía descorazonado, cansado. Estaba loco. ¿Qué hacía allí, escribiendo estúpidas historietas, dejándose mimar por una granjera, cuando sus camaradas habían caído prisioneros, sus desesperados padres lo creían muerto, el porvenir era tan incierto y el pasado tan negro? Pero, mientras se lo preguntaba, uno de los potros se lanzaba alegremente a la carrera y de pronto se detenía, se revolcaba en la hierba, agitaba los cascos en el aire, restregaba el lomo contra el suelo y lo miraba con los ojos brillantes de ternura y malicia. Jean-Marie intentaba describir aquella mirada, buscaba las palabras con avidez, con impaciencia, con una extraña y grata ansiedad. No las encontraba, pero comprendía lo que sentía el potro, lo buena que estaba la fresca y crujiente hierba, lo pesadas que eran las moscas, el gesto libre y orgulloso con que alzaba el hocico, y trotaba, y coceaba… Escribía a vuelapluma unas cuantas frases incompletas y torpes; pero no era eso lo esencial, lo esencial llegaría. Cerraba el cuaderno y se quedaba quieto, con las manos abiertas y los ojos cerrados, cansado y feliz.

Cuando volvió, a la hora de la cena, comprendió al instante que durante su ausencia había ocurrido algo. El mozo había ido al pueblo a buscar pan; traía cuatro hermosas y doradas hogazas en forma de corona sujetas al manillar de la bicicleta. Las mujeres lo rodeaban. Al ver a Jean-Marie, una chica se volvió y le gritó:

– ¡Eh, señor Michaud! Estará contento… El correo ha vuelto a funcionar.

– No es posible… -murmuró Jean-Marie-. ¿Estás seguro, muchacho?

– Ya lo creo. La oficina está abierta y he visto gente leyendo cartas.

– Entonces subiré a escribir unas líneas a mi familia e iré a llevarlas al pueblo. Me dejarás la bicicleta, ¿verdad?

En el pueblo, no sólo echó la carta al correo, sino que también compró los periódicos, que acababan de llegar. ¡Qué extraño era todo! Se sentía como un náufrago que ha vuelto a su país, a la civilización, a la sociedad de sus semejantes. En la pequeña plaza, la gente leía las cartas llegadas con el correo de la tarde. Se veían mujeres llorando. Muchos prisioneros daban noticias sobre su paradero por primera vez, pero también los nombres de los camaradas caídos. Tal como le habían pedido en la granja, Jean-Marie preguntó si alguien sabía algo de Labarie hijo.

– ¡Ah! ¿Es usted el soldado que vive allí arriba? -respondieron las campesinas-. Nosotras no sabemos nada, pero ahora que llegan las cartas pronto nos enteraremos de dónde están nuestros hombres.

Una de ellas, una anciana que para bajar al pueblo se había puesto un sombrerito negro acabado en punta y adornado con una rosa de trapo que le pendía sobre la frente, dijo sollozando:

– A veces es mejor no saber nada. ¡Ojalá no hubiera recibido yo este maldito papel! Mi muchacho, que era marinero en el Bretagne, desapareció cuando los ingleses torpedearon el barco, dice aquí. ¡Qué desgracia tan grande!

– No hay que desesperar, mujer. Desaparecido no quiere decir muerto. ¡A lo mejor está prisionero en Inglaterra!

Pero, por más que le decían, la anciana no paraba de menear la cabeza y hacer temblar la flor artificial en su tallo de latón.

– ¡Que no, que no, mi pobre muchacho ha desaparecido! Qué desgracia tan grande…

Jean-Marie tomó el camino de la granja. Al final de la cuesta vio a Cécile y Madeleine, que habían salido a su encuentro.

– ¿Sabe algo de nuestro hermano? -le preguntaron a la vez-. ¿No le han dicho nada de Benoît?

– No, pero eso no significa nada. ¿Saben cuánto retraso lleva el correo?

La madre, por su parte, no preguntó nada. Se llevó la reseca y amarillenta mano a la frente para protegerse del sol y lo miró. Jean-Marie negó con la cabeza. La sopa estaba en los platos, los hombres habían vuelto del campo y todo el mundo se sentó a la mesa.

Acabada la cena, después de fregar los cacharros y barrer la sala, Madeleine fue al huerto por guisantes. Jean-Marie la siguió. Pensaba que no tardaría en marcharse de la granja y todo, a sus ojos, adquiría mayor belleza, mayor paz.

En los tres últimos días, el calor había apretado; sólo dejaba respirar cuando llegaba la noche. A esa hora, el jardín era un sitio delicioso; el sol había marchitado las margaritas y los claveles blancos que bordeaban el huerto, pero los rosales que crecían cerca del pozo estaban cuajados de flores; junto a los panales, un macizo de pequeñas rosas rojas exhalaba un aroma azucarado, almizclado, meloso. La luna llena tenía el color del ámbar y resplandecía con tanta fuerza que el cielo parecía iluminado hasta sus profundidades más lejanas por una claridad homogénea, serena, de un verde suave y transparente.

– Qué bonito ha sido este verano -dijo Madeleine, que había cogido un cesto y avanzaba en dirección a las matas de guisantes-. Sólo ocho días de mal tiempo a principios de mes, y luego ni una gota de lluvia, ni una nube… Como siga así nos quedaremos sin verduras… Además, con este calor se trabaja peor. Pero da igual, es bonito, como si el cielo quisiera consolar a este pobre mundo. Si quiere ayudarme, adelante, no le dé apuro -añadió la joven.

– ¿Y la Cécile?

– La Cécile está cosiendo. Se está haciendo un vestido muy bonito para ir a misa este domingo.

Sus ágiles y fuertes dedos se hundían entre las verdes y tiernas hojas de las matas, partían los tallos e iban llenando el cesto de guisantes. Madeleine trabajaba con la cabeza baja.

– Entonces, ¿nos va a dejar?

– Debo hacerlo. Tengo muchas ganas de ver a mis padres y he de buscar trabajo, pero…

Los dos se quedaron callados.

– Por supuesto, no podía quedarse aquí toda la vida -murmuró Madeleine bajando aún más la cabeza-. La vida, ya se sabe… La gente se conoce, se separa…

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