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Llevaban un buen rato caminando cuando vieron las primeras casas de un pueblo. Era muy pequeño y estaba intacto, pero desierto: sus habitantes habían huido. No obstante, antes de marcharse habían cerrado puertas y ventanas a cal y canto, y se habían llevado consigo los perros, los conejos y las gallinas. Sólo quedaban los gatos, que dormían al sol en los senderos de los jardines o se paseaban por los bajos tejados con aire satisfecho y tranquilo. Como era la temporada de las rosas, en cada porche se veía una hermosa flor totalmente abierta, sonriente, que dejaba a las avispas y los abejorros penetrar en su interior y devorarle el corazón. Aquel pueblo abandonado por los hombres, en el que no se oían pasos ni voces y al que le faltaban todos los sonidos del campo -el chirrido de las carretillas, el zureo de las palomas, el cloqueo de los corrales-, se había convertido en el reino de los pájaros, las abejas y los abejorros. Philippe pensó que nunca había oído tantos cantos vibrantes y felices ni visto tantas colmenas a su alrededor. Las pacas de heno, las fresas, los groselleros, las pequeñas y olorosas flores que bordeaban los arriates, cada macizo, cada mata, cada brizna de hierba, emitían un dulce ronroneo. Aquellos jardincillos habían sido cuidados con esmero, con amor; todos tenían un arco cubierto de rosas, un cenador en el que aún se veían las últimas lilas, un par de sillas de hierro, un banco al sol. Las grosellas, transparentes y doradas, eran enormes.

– ¡Qué buen postre vamos a tener esta noche! -exclamó Philippe-. Los pájaros no tendrán más remedio que compartirlo con nosotros. No hacemos daño a nadie recogiendo esa fruta. Todos lleváis mochilas bien provistas; hambre no vamos a pasar. Pero no esperéis dormir en una cama. Supongo que no os dará miedo pasar una noche al raso… Tenéis buenas mantas. A ver, ¿qué necesitamos? Un prado, una fuente… Los pajares y los establos no os atraen demasiado, ¿verdad? A mí tampoco. Hace tan buen tiempo… Bueno, comed un poco de fruta para reponer fuerzas y seguidme; a ver si encontramos un buen sitio.

Philippe esperó un cuarto de hora a que los chavales se hartaran de fresas; los vigilaba atentamente para que no pisaran las flores y hortalizas, pero no tuvo que intervenir; eran realmente obedientes. Esa vez no necesitó ponerse firme, sólo levantar la voz.

– Vamos, dejad un poco para la noche. Seguidme. Si no remoloneáis por el camino, no hace falta que vayáis en fila.

Una vez más, los chicos obedecieron. Miraban los árboles, el cielo, las flores, sin que Philippe pudiera adivinar lo que pensaban… Lo que al parecer les gustaba, lo que les llegaba al corazón, no era el entorno visible, sino el embriagador aroma a aire puro y libertad que respiraban, tan nuevo para ellos.

– ¿Ninguno de vosotros conocía el campo? -les preguntó.

– No, señor cura.

– No, señor cura -repitieron todos con lentitud.

Philippe ya había advertido que sólo conseguía que le respondieran tras unos segundos de silencio, como si necesitaran tiempo para inventar una mentira, un embuste, o como si nunca comprendieran exactamente lo que se les preguntaba… Siempre aquella sensación de tratar con seres… no del todo humanos, pensó Philippe, y en voz alta dijo:

– Vamos, démonos prisa.

No muy lejos del pueblo vieron un gran parque mal cuidado, con un hermoso lago, profundo y transparente, y una casa en lo alto de un promontorio. La casa señorial, sin duda, pensó Philippe. Se acercó a la verja y llamó con la esperanza de que hubiese alguien, pero la caseta del guarda estaba cerrada y nadie respondió a la llamada.

– En cualquier caso, ahí hay un sitio que parece hecho para nosotros -dijo señalando la orilla del lago-. En fin, niños, haremos menos daño que en esos jardincillos tan bien cuidados, estaremos mejor que en el camino y, si estalla una tormenta, seguro que podremos refugiarnos en esas casetas de baño.

El parque sólo estaba protegido por una valla de alambre, que saltaron con facilidad.

– No olvidéis -dijo Philippe riendo- que esto es un allanamiento y nunca debéis hacerlo, así que os pido que tengáis el respeto más absoluto hacia esta propiedad. Ni una rama rota, ni un papel de periódico abandonado en la hierba, ni una lata de conserva tirada por ahí. ¿Entendido? Si os portáis bien, mañana os dejaré bañaros en el lago.

La hierba estaba tan alta que les llegaba hasta las rodillas, y al avanzar aplastaban las flores. Philippe les mostró las flores de la Virgen, estrellas de seis pétalos blancos, y las de San José, de un suave morado casi rosa.

– ¿Podemos cogerlas, señor cura?

– Sí, de ésas, tantas como queráis. Basta un poco de lluvia y sol para hacerlas germinar. Eso, en cambio, ha costado muchos cuidados y mucho esfuerzo -dijo señalando los arriates que rodeaban el edificio.

Uno de los chicos que estaba junto a él levantó la cara, pequeña, pálida, de pómulos muy marcados, hacia las grandes ventanas cerradas.

– ¡Cuántas cosas debe de haber ahí dentro! -Lo dijo en voz baja, pero con una sorda aspereza que turbó al sacerdote. Como él no respondió, el chico insistió-. ¿Verdad que ahí dentro tiene que haber muchas cosas, señor cura?

– Nosotros nunca hemos visto casas como ésa -murmuró otro.

– Sin duda habrá cosas muy bonitas, muebles, cuadros, estatuas… Pero muchos de estos señores están arruinados y, si imagináis que ibais a ver maravillas, puede que os llevarais una decepción -respondió Philippe en tono desenfadado-. Supongo que lo que más os interesa es la comida. Como la gente de esta región parece muy previsora, seguramente se lo habrán llevado todo. Y, como de todas maneras no habríamos podido tocar nada, porque no es nuestro, más vale que nos olvidemos del asunto y nos arreglemos con lo que tenemos. Vamos a formar tres equipos: el primero recogerá ramas secas, el segundo traerá agua y el tercero preparará los platos.

Bajo la dirección del sacerdote, los chicos trabajaron deprisa y bien. Encendieron un gran fuego a la orilla del lago; comieron, bebieron, recogieron frutos silvestres… Philippe quiso organizar juegos, pero los chicos jugaban de mala gana y en silencio, sin entusiasmo, sin risas. El lago ya no brillaba a la luz del sol, pero relucía débilmente, y a su alrededor se oía el croar de las ranas. El fuego iluminaba a los chicos, inmóviles y tapados con las mantas.

– ¿Queréis dormir? -Nadie respondió-. No tenéis frío, ¿verdad?

Otro silencio.

«Sin embargo, no todos están dormidos», se dijo el sacerdote. Se levantó y paseó entre ellos. De vez en cuando se agachaba y cubría un cuerpo más delgado, más frágil que los otros, una cabeza con el pelo aplastado y orejas de asa. Tenían los ojos cerrados. ¿Fingían dormir o realmente el sueño los había vencido? Philippe regresó junto al fuego para seguir leyendo su breviario. De vez en cuando levantaba la mirada y contemplaba los reflejos del agua. Esos instantes de muda meditación le aliviaban todas sus fatigas, lo compensaban de todas sus penas. El amor volvía a impregnarlo como la lluvia una tierra árida, primero gota a gota, abriéndose paso entre las piedras con dificultad, y luego, tras encontrar el corazón, en una larga y rápida riada.

¡Pobres chicos! Uno de ellos estaba soñando y emitía un largo y monótono quejido. En la penumbra, el sacerdote alzó la mano, los bendijo y musitó:

– Pater amat vos.

Era lo que solía decir a sus alumnos de catecismo cuando los exhortaba a la penitencia, la resignación y la oración. «El Padre os ama.» ¿Cómo había podido creer que a aquellos desventurados les faltaba la gracia? Puede que él fuera menos amado, tratado con menos indulgencia, con menos ternura divina que el menor, el más desgraciado de ellos. «¡Oh, Jesús, perdóname! ¡Ha sido un arranque de orgullo, una trampa del demonio! ¿Qué soy yo? ¡Menos que nada, polvo bajo tus divinos pies, Señor! Porque, ¿qué no podrías exigirme a mí, a quien has amado, protegido desde la infancia, conducido hacia Ti? Pero estos chicos… unos serán elegidos y los otros… Los Santos los redimirán. Sí, todo está bien, todo es bueno, todo es gracia. ¡Jesús, perdona mi flaqueza!»

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