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– ¿De qué está usted hablando?

– ¿No es obvio y patente, ilustrísima?

– La verdad, no.

– ¿Contamos con su secreto de confesión?

– Esto es un jardín, no un confesonario.

– Nos basta con su discreción eclesiástica.

– La tienen.

Fermín suspiró profundamente y me miró con aire melancólico.

– Daniel, no podemos seguir mintiendo a este santo soldado de Cristo.

– Claro que no… -corroboré, totalmente perdido.

Fermín se aproximó al sacerdote y le murmuró en tono confidencial:

– Pater, tenemos motivos de solidez pétrea para sospechar que aquí nuestro amigo Daniel no es sino un hijo secreto del difunto Julián Carax. De ahí nuestro interés en reconstruir su pasado y recobrar la memoria de un prócer ausente que la parca quiso arrancar del lado de un pobre chiquillo.

El padre Fernando me clavó la mirada, atónito.

– ¿Es eso cierto?

Asentí. Fermín me palmeó la espalda, compungido.

– Mírelo, pobrecillo, buscando a un progenitor perdido en las nieblas de la memoria. ¿Qué hay más triste que eso? Cuénteme vuesa santísima merced.

– ¿Tienen ustedes pruebas que sostengan sus afirmaciones?

Fermín me aferró de la barbilla y ofreció mi rostro como moneda de pago.

– ¿Qué mas prueba ansía el mosén que este careto, testigo mudo y fehaciente del hecho paternal en cuestión?

El sacerdote pareció dudar.

– ¿Me ayudará usted, padre? -imploré, ladino-. Por favor…

El padre Fernando suspiró, incómodo.

– No veo el mal en ello, supongo -dijo finalmente-. ¿Qué quieren saber?

– Todo -dijo Fermín.

25

El padre Fernando recapitulaba sus recuerdos con cierto tono de homilía. Construía sus frases con pulcritud y sobriedad magistral, dotándolas de una cadencia que parecía encerrar una moraleja de propina que nunca llegaba a materializarse. Años de profesorado le habían dejado aquel tono firme y didáctico de quien está acostumbrado a ser oído, pero se pregunta si es escuchado.

– Si la memoria no me falla, Julián Carax ingresó como alumno del colegio de San Gabriel en el año 1914. En seguida simpaticé con él, porque ambos formábamos parte del reducido grupo de alumnos que no proveníamos de familias acaudaladas. Nos llamaban el comando Mortsdegana. Cada uno de nosotros tenía su historia especial. Yo había conseguido una plaza becada gracias a mi padre, que durante veinticinco años trabajó en las cocinas de esta casa. Julián había sido aceptado gracias a la intercesión del señor Aldaya, que era cliente de la sombrerería Fortuny, propiedad del padre de Julián. Eran otros tiempos, claro está, y por entonces el poder aún se concentraba en familias y en dinastías. Aquél es un mundo desaparecido, los últimos restos se los llevó la República, supongo que para bien, y cuanto queda de él son esos nombres en el membrete de empresas, bancos y consorcios sin faz. Como todas las ciudades viejas, Barcelona es una suma de ruinas. Las grandes glorias de las que se vanaglorian muchos, palacios, factorías y monumentos, insignias con las que nos identificamos, no son más que cadáveres, reliquias de una civilización extinguida.

Llegado este punto, el padre Fernando dejó una solemne pausa en la que pareció que esperase la respuesta de la congregación con algún latinajo o una réplica del misal.

– Diga usted amén, reverendo padre. Que gran verdad es ésa -ofreció Fermín para salvar el incómodo silencio.

– Nos hablaba usted del primer año de mi padre en el colegio -apunté con suavidad.

El padre Fernando asintió.

– Ya por entonces se hacía llamar Carax, aunque su primer apellido era Fortuny. Al principio, algunos de los muchachos se burlaban de él por ello, y por ser uno de los Mortsdegana, por supuesto. También se burlaban de mí porque era el hijo del cocinero. Ya saben cómo son los críos. En el fondo de su corazón Dios les ha llenado de bondad, pero repiten lo que oyen en casa.

– Angelitos -puntuó Fermín.

– ¿Qué recuerda usted de mi padre?

– Bueno, hace ya tanto… El mejor amigo de su padre por entonces no era Jorge Aldaya, sino un muchacho llamado Miquel Moliner. Miquel provenía de una familia casi tan adinerada como los Aldaya y me atrevería a decir que era el alumno mas extravagante que ha visto esta escuela. El rector le tenía por endemoniado porque recitaba a Marx en alemán durante las misas.

– Signo inequívoco de posesión -corroboró Fermín.

– Miquel y Julián hacían muy buenas migas. A veces nos reuníamos los tres durante la hora del recreo del mediodía y Julián nos explicaba historias. Otras veces nos hablaba de su familia y de los Aldaya…

El sacerdote pareció dudar.

– Incluso después de abandonar la escuela, Miquel y yo mantuvimos el contacto durante un tiempo. Julián ya se había marchado a París por entonces. Sé que Miquel le añoraba y a menudo hablaba de él y recordaba confidencias que le había hecho tiempo atrás. Luego, cuando yo entré en el seminario, Miquel dijo que me había pasado al enemigo, bromeando, pero lo cierto es que nos distanciamos.

– ¿Le suena a usted que Miquel se casara con una tal Nuria Monfort?

– ¿Miquel, casado?

– ¿Le extraña a usted?

– Supongo que no debería, pero… No sé. Lo cierto es que hace muchos años que no sé de Miquel. Desde antes de la guerra.

– ¿Le mencionó a usted alguna vez el nombre de Nuria Monfort?

– No, nunca. Ni que pensara casarse o que tuviese una novia… Oigan, no estoy del todo seguro de que deba hablarles a ustedes de todo esto. Son cosas que me contaron Julián y Miquel a título personal, en el entendimiento de que quedaban entre nosotros…

– ¿Y va a negar a un hijo la única posibilidad de recuperar la memoria de su padre? -preguntó Fermín.

El padre Fernando se debatía entre la duda y, me pareció, el deseo de recordar, de recuperar aquellos días perdidos.

– Supongo que han pasado tantos años que ya no importa. Me acuerdo todavía del día en que Julián nos explicó cómo había conocido a los Aldaya y cómo, sin darse cuenta, le había cambiado la vida…

En octubre de 1914, un artefacto que muchos tomaron por un panteón rodante se detuvo una tarde frente a la sombrerería Fortuny en la ronda de San Antonio. De él emergió la figura altiva, majestuosa y arrogante de don Ricardo Aldaya, ya por entonces uno de los hombres más ricos no ya de Barcelona, sino de España, cuyo imperio de industrias textiles se extendía en ciudadelas y colonias a lo largo de los ríos de toda Cataluña. Su mano diestra sujetaba las riendas de la banca y de las propiedades territoriales de media provincia. La siniestra, siempre en activo, tiraba de los hilos de la diputación, el ayuntamiento, varios ministerios, el obispado y el servicio portuario de aduanas.

Aquella tarde, el rostro de bigotes exuberantes, patillas regias y testa descubierta que a todos intimidaba necesitaba un sombrero. Entró en la tienda de don Antoni Fortuny y tras echar un vistazo somero a las instalaciones miró de reojo al sombrerero y a su ayudante, el joven Julián, y dijo lo siguiente: «Me han dicho que de aquí, pese a las apariencias, salen los mejores sombreros de Barcelona. El otoño pinta malcarado y voy a necesitar seis chisteras, una docena de bombines, gorras de caza y algo que llevar para las Cortes en Madrid. ¿Está usted apuntando o espera que se lo repita?» Aquél fue el inicio de un laborioso, y lucrativo, proceso en el que padre e hijo aunaron sus esfuerzos para completar el encargo de don Ricardo Aldaya. A Julián, que leía los diarios, no se le escapaba la posición de Aldaya, y se dijo que no podía fallarle ahora a su padre, en el momento más crucial y decisivo de su negocio. Desde que el potentado había entrado en su tienda, el sombrerero levitaba de gozo. Aldaya le había prometido que, si quedaba complacido, iba a recomendar su establecimiento a todas sus amistades. Ello significaba que la sombrerería Fortuny, de ser un comercio digno pero modesto, saltaría a las más altas esferas, vistiendo cabezones y cabezolines de diputados, alcaldes, cardenales y ministros. Los días de aquella semana pasaron por ensalmo. Julián no acudió a clase y pasó jornadas de dieciocho y veinte horas trabajando en el taller de la trastienda. Su padre, rendido de entusiasmo, le abrazaba de tanto en cuanto e incluso le besaba sin darse cuenta. Llegó al extremo de regalar a su esposa Sophie un vestido y un par de zapatos nuevos por primera vez en catorce años. El sombrerero estaba desconocido. Un domingo se le olvidó ir a misa y aquella misma tarde, rebosante de orgullo, rodeó a Julián con sus brazos y le dijo, con lágrimas en los ojos: «El abuelo estaría orgulloso de nosotros.»

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