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– Fermín, usted no es un chivato. Cualquiera en su lugar hubiera hecho lo mismo. Usted es mi mejor amigo.

– Yo no merezco su amistad, Daniel. Usted y su padre me han salvado la vida, y mi vida les pertenece. Lo que yo pueda hacer por ustedes, lo haré. El día que me sacó usted de la calle, Fermín Romero de Torres volvió a nacer.

– Ése no es su verdadero nombre, ¿verdad?

Fermín negó.

– Ése lo vi en un cartel de la Plaza de las Arenas. El otro está enterrado. El hombre que antes vivía en estos huesos murió, Daniel. A veces vuelve, en pesadillas. Pero usted me ha enseñado a ser otro hombre y me ha dado una razón para vivir otra vez, mi Bernarda.

– Fermín…

– No diga usted nada, Daniel. Sólo perdóneme, si puede.

Le abracé en silencio y le dejé llorar. La gente nos miraba de reojo, y yo les devolvía una mirada de fuego. Al rato decidieron ignorarnos. Luego, mientras acompañaba a Fermín hasta su pensión, mi amigo recuperó la voz.

– Lo que le he contado hoy… le ruego que a la Bernarda…

– Ni a la Bernarda ni a nadie. Ni una palabra, Fermín.

Nos despedimos con un apretón de manos.

37

Pasé la noche en vela, tendido sobre el lecho con la luz encendida contemplando mi flamante pluma Montblanc, con la que no había vuelto a escribir en años y que empezaba a convertirse en el mejor par de guantes que jamás se le haya regalado a un manco. Más de una vez me sentí tentado de acercarme a casa de los Aguilar y, a falta de mejor término, entregarme, pero tras mucha meditación supuse que irrumpir de madrugada en el domicilio paterno de Bea no iba a mejorar mucho la situación en la que se encontrase. Al alba, el cansancio y la dispersión me ayudaron a localizar de nuevo mi proverbial egoísmo y no tardé en convencerme de que lo óptimo era dejar correr las aguas y, con el tiempo, el río se llevaría la sangre.

La mañana discurrió con poca acción en la librería, circunstancia que aproveché para dormitar de pie con la gracia y el equilibrio de un flamenco, en opinión de mi padre. Al mediodía, tal y como había acordado con Fermín la noche anterior, yo fingí que iba a darme una vuelta y Fermín alegó que tenía hora en el ambulatorio para que le quitasen unos puntos. Hasta donde me alcanzó la perspicacia, mi padre se tragó ambos bulos hasta el tobillo. La idea de mentir sistemáticamente a mi padre empezaba a ensuciarme el ánimo, y así se lo había hecho saber a Fermín a media mañana en un rato que mi padre salió para hacer un recado.

– Daniel, la relación paterno-filial está basada en miles de pequeñas mentiras bondadosas. Los Reyes Magos, el ratoncito dientes, el que vale, vale, etc. Ésta es una más. No se sienta culpable.

Llegado el momento, mentí de nuevo y me dirigí hacia el domicilio de Nuria Monfort, cuyo roce y olor conservaba grabados en el ático de la memoria. La plaza de San Felipe Neri había sido tomada por una bandada de palomas que reposaban sobre el empedrado. Había esperado encontrar a Nuria Monfort en compañía de su libro, pero la plaza estaba desierta. Crucé el empedrado bajo la atenta vigilancia de docenas de palomas, y eché un vistazo alrededor buscando en vano la presencia de Fermín camuflado de sabía Dios el qué, pues se había negado a revelarme el ardid que tenía en mente. Me adentré en la escalera y comprobé que el nombre Miquel Moliner seguía en el buzón. Me pregunté si aquél sería el primer agujero que iba a señalarle a Nuria Monfort en su historia. Mientras ascendía la escalera en penumbra, casi deseé no encontrarla en casa. Nadie tiene tanta compasión con un embustero como alguien de su condición. Al llegar al rellano del cuarto me detuve a reunir valor y urdir alguna excusa con la que justificar mi visita. La radio de la vecina seguía atronando al otro lado del rellano, esta vez transmitiendo un concurso de conocimientos religiosos que llevaba por título «El santo al Cielo» y mantenía electrizadas a las audiencias de España entera cada martes al mediodía.

Y ahora, por cinco duros, díganos, Bartolomé, ¿de qué guisa se aparece el maligno a los sabios del tabernáculo en la parábola del arcángel y el calabacín del libro de Josué?: a) un cabritillo, b) un mercader de botijos, o c) un saltimbanqui con una mona.

Al estallido de aplausos de la audiencia en el estudio de Radio Nacional, me planté decidido frente a la puerta de Nuria Monfort y presioné el timbre durante varios segundos. Oí el eco perderse en el interior del piso y suspiré de alivio. Estaba por irme cuando escuché los pasos acercarse a la puerta y el orificio de la mirilla se iluminó en una lágrima de luz. Sonreí. Escuché la llave girar en el cerrojo y respiré hondo.

38

– Daniel -murmuró, la sonrisa al contraluz.

El humo azul del cigarrillo le velaba el rostro. Los labios le brillaban de carmín oscuro, húmedos y sangrando huellas sobre el filtro que sostenía entre el índice y el anular. Hay personas que se recuerdan y otras que se sueñan. Para mí, Nuria Monfort tenía la consistencia y la credibilidad de un espejismo: no se cuestiona su veracidad, sencillamente se le sigue hasta que se desvanece o te destruye. La seguí hasta el angosto salón de penumbras donde tenía su escritorio, sus libros y aquella colección de lápices alineados como un accidente de simetría.

– Pensaba que no volvería a verte.

– Siento decepcionarla.

Se sentó en la silla de su escritorio, cruzando las piernas e inclinándose hacia atrás. Arranqué los ojos de su garganta y me concentré en una mancha de humedad en la pared. Me aproximé hasta la ventana y eché un vistazo rápido a la plaza. Ni rastro de Fermín. Podía oír a Nuria Monfort respirar a mi espalda, sentir su mirada. Hablé sin apartar los ojos de la ventana.

– Hace unos días, un buen amigo mío averiguó que el administrador de fincas responsable del antiguo piso de la familia Fortuny-Carax había estado enviando la correspondencia a un apartado de correos a nombre de un bufete de abogados que, al parecer, no existe. Ese mismo amigo averiguó que la persona que había estado recogiendo los envíos a ese apartado de correos durante años había utilizado su nombre, señora Monfort…

– Cállate.

Me volví v la encontré retirándose en las sombras.

– Me juzgas sin conocerme -dijo.

– Ayúdeme a conocerla, entonces.

– ¿A quién has contado esto? ¿Quién más sabe lo que me has dicho?

– Más gente de lo que parece. La policía lleva siguiéndome hace tiempo.

– ¿Fumero?

Asentí. Me pareció que le temblaban las manos.

– No sabes lo que has hecho, Daniel.

– Dígamelo usted -repliqué con una dureza que no sentía.

– Piensas que porque te tropezaste con un libro tienes derecho a entrar en la vida de personas a quienes no conoces, en cosas que no puedes comprender y que no te pertenecen.

– Me pertenecen ahora, lo quiera o no.

– No sabes lo que dices.

– Estuve en la casa de los Aldaya. Sé que Jorge Aldaya se oculta ahí. Sé que fue él quien asesinó a Carax.

Me miró largamente, midiendo las palabras.

– ¿Sabe eso Fumero?

– No sé.

– Más vale que sepas. ¿Te siguió Fumero hasta esa casa?

La rabia que ardía en sus ojos me quemaba. Había entrado con el papel de acusador y juez, pero a cada minuto que pasaba me sentía el culpable.

– No lo creo. ¿Usted lo sabía? Usted sabía que fue Aldaya quien mató a Julián y que se oculta en esa casa… ¿por qué no me lo dijo?

Sonrió amargamente.

– No entiendes nada, ¿verdad?

– Entiendo que mintió usted para defender al hombre que asesinó a quien usted llama su amigo, que ha estado encubriendo ese crimen durante años, un hombre cuyo único propósito es borrar cualquier huella de la existencia de Julián Carax, que quema sus libros. Entiendo que me mintió sobre su marido, que no está en la cárcel y evidentemente aquí tampoco. Eso es lo que entiendo.

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