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– ¿Cómo sabré que he dado con el sitio correcto?

– Lo sabrás.

La miré de reojo, rogando que me estuviese tomando el pelo.

– Si no vienes, lo entenderé -dijo Bea-. Entenderé que ya no quieres verme más.

Sin concederme un instante para responder, Bea se dio la vuelta y se alejó a paso ligero hacia las Ramblas. Me quedé sosteniendo la tarjeta en la mano y la palabra en los labios, persiguiéndola con la mirada hasta que su silueta se fundió en la penumbra gris que precedía a la tormenta. Abrí la tarjeta. En el interior, en trazo azul, se leía una dirección que conocía bien.

Avenida del Tibidabo, 32

27

La tormenta no esperó al anochecer para asomar los dientes. Los primeros relámpagos me sorprendieron al poco de tomar un autobús de la línea 22. Al rodear la plaza Molina y ascender Balmes arriba, la ciudad ya se desdibujaba bajo telones de terciopelo líquido, recordándome que apenas había tomado la precaución de coger un mísero paraguas.

– Hay que tener valor -murmuró el conductor cuando solicité parada.

Pasaban ya diez minutos de las cuatro cuando el autobús me dejó en un eslabón perdido al final de la calle Balmes a merced de la tormenta. Al frente, la avenida del Tibidabo se desvanecía en un espejismo acuoso bajo cielo de plomo. Conté hasta tres y eché a correr bajo la lluvia. Minutos más tarde, empapado hasta la médula y tiritando de frío, me detuve al amparo de un portal para recuperar el aliento. Ausculté el resto del trayecto. El aliento helado de la tormenta arrastraba un velo gris que enmascaraba el contorno espectral de palacetes y caserones enterrados en la niebla. Entre ellos se alzaba el torreón oscuro y solitario del palacete Aldaya, varado entre la arboleda ondulante. Me retiré el pelo empapado que me caía sobre los ojos y eché a correr hacia allí, cruzando la avenida desierta.

La portezuela de la verja se balanceaba al viento. Más allá se abría un sendero ondulante que ascendía hasta el caserón. Me colé por la portezuela y me adentré en la finca. Entre la maleza se adivinaban pedestales de estatuas derrocadas sin piedad. Al aproximarme hacia el caserón advertí que una de las estatuas, la efigie de un ángel purificador, había sido abandonada en el interior de una fuente que coronaba el jardín. La silueta de mármol ennegrecido brillaba como un espectro bajo la lámina de agua que se desbordaba en el estanque. La mano del ángel ígneo emergía de las aguas; un dedo acusador, afilado como una bayoneta, señalaba la puerta principal de la casa. El portón de roble labrado se adivinaba entreabierto. Empujé la puerta y me aventuré unos pasos en un recibidor cavernoso, los muros fluctuando bajo la caricia de una vela.

– Creí que no vendrías -dijo Bea.

Su silueta se perfilaba en un corredor clavado en la penumbra, recortada en la claridad mortecina de una galería que se abría al fondo. Estaba sentada en una silla, contra la pared, con una vela a sus pies.

– Cierra la puerta -indicó sin levantarse-. La llave está puesta en la cerradura.

Obedecí. La cerradura crujió con un eco sepulcral. Escuché los pasos de Bea acercándose a mi espalda y sentí su roce en la ropa empapada.

– Estás temblando. ¿Es de miedo o de frío?

– Aún no lo he decidido. ¿Por qué estamos aquí?

Sonrió en la penumbra y me tomó de la mano.

– ¿No lo sabes? Creí que lo habrías adivinado…

– Ésta era la casa de los Aldaya, eso es todo lo que sé. ¿Cómo has conseguido entrar y cómo sabías…?

Ven, encenderemos un fuego para que entres en calor.

Me guió a través del corredor hasta la galería que presidía el patio interior de la casa. El salón se erguía en columnas de mármol y muros desnudos que reptaban hacia el artesonado de una techumbre caída a trozos. Se adivinaban las marcas de cuadros y espejos que tiempo atrás habían cubierto las paredes, al igual que los rastros de muebles sobre el piso de mármol. En un extremo del salón había un hogar con unos troncos dispuestos. Una pila de diarios viejos descansaba junto al atizador. El aliento de la chimenea olía a fuego reciente y a carbonilla. Bea se arrodilló frente al hogar y empezó a disponer varias hojas de periódico entre los troncos. Extrajo un fósforo y las prendió, conjurando rápidamente una corona de llamas. Las manos de Bea agitaban los maderos con habilidad y experiencia. Imaginé que me suponía muerto de curiosidad e impaciencia, pero decidí adoptar un aire flemático que dejase claro que si Bea quería jugar conmigo a los misterios llevaba las de perder. Ella se relamía en una sonrisa triunfante. Mi tembleque de manos, quizá, no ayudaba a mi representación.

– ¿Vienes mucho por aquí? -pregunté.

– Hoy es la primera vez. ¿Intrigado?

– Vagamente.

Se arrodilló frente al fuego y dispuso una manta limpia que sacó de una bolsa de lona. Olía a lavanda.

– Anda, siéntate aquí, junto al fuego, no vayas a pillar una pulmonía por mi culpa.

El calor de la hoguera me devolvió a la vida. Bea contemplaba las llamas en silencio, hechizada.

– ¿Vas a contarme el secreto? -pregunté finalmente.

Bea suspiró y se sentó en una de las sillas. Yo permanecí pegado al fuego, observando el vapor ascender de mi ropa como ánima en fuga.

– Lo que tú llamas el palacete Aldaya, en realidad tiene nombre propio. La casa se llama «El ángel de bruma», pero casi nadie lo sabe. El despacho de mi padre lleva quince años intentando vender esta propiedad sin conseguirlo. El otro día, mientras me explicabas la historia de Julián Carax y de Penélope Aldaya, no reparé en ello. Luego, por la noche en casa, até cabos y recordé que había oído hablar a mi padre de la familia Aldaya alguna vez, y de esta casa en particular. Ayer acudí al despacho de mi padre y su secretario, Casasús, me contó la historia de la casa. ¿Sabías que en realidad ésta no era su residencia oficial, sino una de sus casas de veraneo?

Negué.

– La casa principal de los Aldaya era un palacio que fue derribado en 1925 para levantar un bloque de pisos, en lo que hoy es el cruce de las calles Bruch y Mallorca, diseñado por Puig i Cadafalch por encargo del abuelo de Penélope y Jorge, Simón Aldaya, en 1896, cuando aquello no eran más que campos y acequias. El hijo mayor del patriarca Simón, don Ricardo Aldaya, la había comprado allá en los últimos años del siglo XIX a un personaje muy pintoresco por un precio irrisorio, porque la casa tenía mala fama. Casasús me dijo que estaba maldita y que ni los vendedores se atrevían a venir a enseñarla y escurrían el bulto con cualquier pretexto…

28

Aquella tarde, mientras entraba de nuevo en calor, Bea me refirió la historia de cómo «El ángel de bruma» había llegado a las manos de la familia Aldaya. El relato era un melodrama escabroso que bien podría haberse escapado de la pluma de Julián Carax. La casa había sido construida en 1899 por la firma de arquitectos de Naulí, Martorell i Bergadá bajo los auspicios de un próspero y extravagante financiero catalán llamado Salvador Jausá, que sólo habría de vivir en ella un año. El potentado, huérfano desde los seis años y de orígenes humildes, había amasado la mayor parte de su fortuna en Cuba y Puerto Rico. Se decía que la suya era una de las muchas manos negras tras la trama de la caída de Cuba y la guerra con Estados Unidos en que se habían perdido las últimas colonias. Del Nuevo Mundo se trajo algo más que una fortuna: le acompañaban una esposa norteamericana, damisela pálida y frágil de la buena sociedad de Filadelfia que no hablaba palabra de castellano, y una criada mulata que había estado a su servicio desde los primeros años en Cuba y que viajaba con un macaco enjaulado vestido de arlequín y siete baúles de equipaje. Por el momento se instalaron en varias habitaciones del hotel Colón en la plaza de Cataluña, a la espera de adquirir la vivienda adecuada a los gustos y apetencias de Jausá.

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