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– ¿Por qué no se la llevaron con ella? ¿Marchó Penélope también a la Argentina, con el resto de los Aldaya? -pregunté.

El sacerdote se encogió de hombros.

– No lo sé. Nadie volvió a ver a Penélope o a oír hablar de ella después de 1919.

– El año que Carax marchó a París -observó Fermín.

– Tienen que prometerme ustedes que no van a molestar a esa pobre anciana para desenterrar recuerdos dolorosos.

– ¿Por quién nos toma el mosén? -preguntó Fermín, airado.

Sospechando que no nos iba a sacar nada más, el padre Fernando nos hizo jurarle que le mantendríamos informado de lo que averiguásemos. Fermín, para tranquilizarlo, se empeñó en jurar sobre un Nuevo Testamento que yacía en el escritorio del sacerdote.

– Deje los Evangelios tranquilos. Me basta con su palabra.

– No deja pasar usted una, ¿eh, padre? ¡Qué fiera!

– Venga, les acompaño hasta la salida.

Nos guió a través del jardín hasta la verja de lanzas y se detuvo a una distancia prudencial de la salida, contemplando la calle que serpenteaba de bajada hacia el mundo real, como si temiera evaporarse si se aventuraba unos pasos más allá. Me pregunté cuándo habría sido la última vez que el padre Fernando había abandonado el recinto del colegio de San Gabriel.

– Lo sentí mucho cuando supe que Julián había fallecido -dijo con voz queda-. Pese a todo lo que pasó luego y a que nos distanciamos con el tiempo, fuimos buenos amigos: Miquel, Aldaya, Julián y yo. Incluso Fumero. Siempre creí que íbamos a ser inseparables, pero la vida debe de saber algo que nosotros no sabemos. No he vuelto a tener amigos como aquéllos, y no creo que los vuelva a tener. Espero que encuentre usted lo que busca, Daniel.

26

Era casi media mañana cuando llegamos al paseo de la Bonanova, cada uno retirado a sus propios pensamientos. No me cabía duda de que los de Fermín se concentraban en la siniestra aparición del inspector Fumero en el asunto. Le miré de reojo y advertí su semblante apesadumbrado, carcomido de inquietud. Un velo de nubes oscuras se extendía como sangre derramada y destilaba astillas de luz del color de la hojarasca.

– Si no nos damos prisa, nos va a pillar una buena -dije.

– Todavía no. Esas nubes tienen cara de noche, de magulladura. Son de las que esperan.

– No me diga que también entiende usted de nubes.

– Vivir en la calle le enseña a uno más de lo que desearía saber. Sólo de pensar en lo de Fumero me ha dado un hambre horrorosa. ¿Qué me dice si nos acercamos al bar de la plaza de Sarriá y nos marcamos dos bocadillos de tortilla con muchísima cebolla?

Pusimos rumbo hacia la plaza, donde una horda de abuelillos coqueteaba el palomar local, reduciendo la vida a un juego de migajas y de espera. Nos procuramos una mesa junto a la puerta del bar, donde Fermín procedió a dar buena cuenta de los dos bocadillos, el suyo y el mío, una caña de cerveza, dos chocolatinas y un trifásico de ron. De postre se tomó un Sugus. En la mesa contigua, un hombre observaba a Fermín de refilón por encima del periódico, probablemente pensando lo mismo que yo.

– No sé dónde mete usted todo eso, Fermín.

– En mi familia siempre hemos sido de metabolismo acelerado. Mi hermana Jesusa, que en gloria esté, era capaz de merendarse una tortilla de morcilla y ajos tiernos de seis huevos a media tarde y luego lucirse como un cosaco en la cena. Le llamaban la Higadillos, porque sufría de halitosis. Pobrecilla. Era igualita que yo, ¿sabe? Con este mismo careto y este cuerpo serrano, más bien magro de carnes. Un doctor de Cáceres le dijo una vez a mi madre que los Romero de Torres éramos el eslabón perdido entre el hombre y el pez martillo, porque el noventa por ciento de nuestro organismo es cartílago, mayormente concentrado en la nariz y en el pabellón auditivo. A la Jesusa la confundían mucho conmigo en el pueblo, porque a la pobre nunca llegó a salirle pecho y empezó a afeitarse antes que yo. Murió de tisis a los veintidós años, virgen terminal y enamorada en secreto de un cura santurrón que cuando se la cruzaba por la calle siempre le decía: «Hola, Fermín, estás ya hecho todo un hombrecito.» Ironías de la vida.

– ¿Les echa de menos?

– ¿A la familia?

Fermín se encogió de hombros, varado en una sonrisa nostálgica.

– ¿Qué sé yo? Pocas cosas engañan más que los recuerdos. Vea usted al cura… ¿Y usted? ¿Echa de menos a su madre?

Bajé la mirada.

– Mucho.

– ¿Sabe de lo que más me acuerdo de la mía? -preguntó Fermín-. De su olor. Siempre olía a limpio, a pan dulce. Tanto daba si había pasado el día trabajando en los campos o llevaba encima los mismos harapos de toda la semana. Ella siempre olía a todo lo bueno que hay en este mundo. Y mire que era bruta. Maldecía como un carretero, pero olía como las princesas de los cuentos. O al menos eso me parecía a mí. ¿Y usted? ¿Qué es lo que más recuerda de su madre, Daniel?

Dudé un instante, arañando las palabras que me rehuían la voz.

– Nada. No puedo recordar a mi madre hace ya años. Ni cómo era su cara, o su voz, o su olor. Se me perdieron el día que descubrí a Julián Carax y no han vuelto.

Fermín me observaba con cautela, midiendo su respuesta.

– ¿No tiene usted un retrato de ella?

– Nunca he querido mirarlos -dije.

– ¿Por qué no?

Nunca le había contado esto a nadie, ni siquiera a mi padre o a Tomás.

– Porque me da miedo. Me da miedo buscar un retrato de mi madre y descubrir en ella a una extraña. Le parecerá a usted una tontería.

Fermín negó.

– ¿Y por eso piensa usted que si consigue desentrañar el misterio de Julián Carax y rescatarle del olvido, el rostro de su madre volverá a usted?

Le miré en silencio. No había ironía ni juicio en su mirada. Por un instante, Fermín Romero de Torres me pareció el hombre más lúcido y sabio del universo.

– Quizá -dije, sin pensar.

Al filo del mediodía abordamos un autobús de vuelta al centro. Nos sentamos al frente, justo detrás del conductor, circunstancia que Fermín aprovechó para entablar un debate con él acerca de los muchos avances, técnicos y cosméticos, que advertía en el transporte público de superficie en relación a la última vez que lo había utilizado, allá por 1940, particularmente en lo referente a señalización, como demostraba un cartel que rezaba: «Se prohibe escupir y la palabra soez.» Fermín examinó el cartel de reojo y optó por rendirle pleitesía conjurando con enjundia un sonoro gargajo, lo que bastó para granjearnos las miradas sulfúricas de un trío de beatorras que viajaban en comando en la parte de atrás pertrechadas de sendas copias del misal.

– Salvaje -musitó la beata del flanco este, que guardaba un asombroso parecido con el retrato oficial del general Yagüe.

– Ahí van -dijo Fermín-. Tres santas tiene mi España. Santa Sofoco, santa Puretas y santa Remilgos. Entre todos hemos convertido este país en un chiste.

– Diga que sí -convino el conductor-. Con Azaña estábamos mejor. Y el tráfico no digamos. Asco da.

Un hombre sentado en la parte de atrás se rió, disfrutando del intercambio de pareceres. Le reconocí como el mismo que había estado sentado junto a nosotros en el bar. Su expresión parecía insinuar que estaba de parte de Fermín y que deseaba verle ensañarse con las beatas. Crucé con él la mirada brevemente. Me sonrió cordialmente y regresó a su periódico con desinterés. Al llegar a la calle Ganduxer advertí que Fermín se había recogido en un ovillo bajo su gabardina y estaba pegando una cabezadita con la boca abierta y el rostro bendito. El autobús se deslizaba por el señorío almidonado del paseo de San Gervasio cuando Fermín despertó de repente.

– He estado soñando con el padre Fernando -me dijo-. Sólo que en mi sueño iba vestido de delantero centro del Real Madrid y tenía la copa de la liga a su vera, reluciente como los chorros del oro.

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