– Hombre, Sempere -proclamó Barceló al ver entrar a mi padre-, el hijo pródigo. ¿A qué se debe el honor?
– El honor se lo debe usted a mi hijo Daniel, don Gustavo, que acaba de hacer un descubrimiento.
– Pues vengan a sentarse con nosotros, que esta efemérides hay que celebrarla -proclamó Barceló.
– ¿Efemérides? -le susurré a mi padre.
– Barceló se expresa sólo en esdrújulas -respondió mi padre a media voz-. Tú no digas nada, que se envalentona.
Los contertulios nos hicieron sitio en su círculo y Barceló, que gustaba de mostrarse espléndido en público, insistió en invitarnos.
– ¿Qué edad tiene el mozalbete? -inquirió Barceló, mirándome de reojo.
– Casi once años -declaré. Barceló me sonrió, socarrón.
– O sea, diez. No te pongas años de más, sabandijilla, que ya te los pondrá la vida.
Varios de los contertulios murmuraron su asentimiento. Barceló hizo señas a un camarero con aspecto inminente de ser declarado monumento histórico para que se acercase a tomar nota.
– Un coñac para mi amigo Sempere, del bueno, y para el retoño una leche merengada, que tiene que crecer. Ah, y traiga unos taquitos de jamón, pero que no sean como los de antes, ¿eh?, que para caucho ya está la casa Pirelli -rugió el librero.
El camarero asintió y partió, arrastrando los pies y el alma.
– Lo que yo digo -comentó el librero-. Cómo va a haber trabajo? Si en este país no se jubila la gente ni después de muerta. Mire usted al Cid. Si es que no hay remedio.
Barceló saboreó su pipa apagada, su mirada aguileña escrutando con interés el libro que yo sostenía en las manos. Pese a su fachada farandulera y a tanta palabrería, Barceló podía oler una buena presa como un lobo huele la sangre.
– A ver -dijo Barceló, fingiendo desinterés-. ¿Qué me traen ustedes?
Le dirigí una mirada a mi padre. Él asintió. Sin más preámbulo, le tendí el libro a Barceló. El librero lo tomó con mano experta. Sus dedos de pianista rápidamente exploraron textura, consistencia y estado. Exhibiendo su sonrisa florentina, Barceló localizó la página de edición y la inspeccionó con intensidad policial por espacio de un minuto. Los demás le observaban en silencio, como si esperasen un milagro o permiso para respirar de nuevo.
– Carax. Interesante -murmuró con tono impenetrable.
Tendí de nuevo mi mano para recuperar el libro. Barceló arqueó las cejas, pero me lo devolvió con una sonrisa glacial.
– ¿Dónde lo has encontrado, chavalín?
– Es un secreto -repliqué, sabiendo que mi padre debía de estar sonriendo por dentro.
Barceló frunció el ceño y desvió la mirada hacia mi padre.
– Amigo Sempere, porque es usted y por todo el aprecio que le tengo y en honor a la larga y profunda amistad que nos une como a hermanos, dejémoslo en cuarenta duros y no se hable más.
– Eso lo va a tener que discutir con mi hijo -adujo mi padre-. El libro es suyo.
Barceló me ofreció una sonrisa lobuna.
– ¿Qué me dices, muchachete? Cuarenta duros no está mal para una primera venta… Sempere, este chico suyo hará carrera en este negocio.
Los contertulios le rieron la gracia. Barceló me miró complacido, sacando su billetero de piel. Contó los cuarenta duros, que para aquel entonces eran toda una fortuna, y me los tendió. Yo me limité a negar en silencio. Barceló frunció el ceño.
– Mira que la codicia es pecado mortal de necesidad, ¿eh? -adujo-. Venga, sesenta duros y te abres una cartilla de ahorro, que a tu edad ya hay que pensar en el futuro.
Negué de nuevo. Barceló le lanzó una mirada airada a mi padre a través de su monóculo.
– A mí no me mire -dijo mi padre-. Yo aquí sólo vengo de acompañarte.
Barceló suspiró y me observó detenidamente. A ver, niño, pero ¿tú qué es lo que quieres?
– Lo que quiero es saber quién es Julián Carax, y dónde puedo encontrar otros libros que haya escrito.
Barceló rió por lo bajo y enfundó de nuevo su billetera, reconsiderando a su adversario.
– Vaya, un académico. Sempere, pero ¿qué le da usted de comer a este crío? -bromeó.
El librero se inclinó hacia mí con tono confidencial y, por un instante, me pareció entrever en su mirada un cierto respeto que no había estado allí momentos atrás.
– Haremos un trato -me dijo-. Mañana domingo, por la tarde, te pasas por la biblioteca del Ateneo y preguntas por mí. Tú te traes tu libro para que lo pueda examinar bien, y yo te cuento lo que sé de Julián Carax. Quid pro quo.
– ¿Quid pro qué?
– Latín, chaval. No hay lenguas muertas, sino cerebros aletargados. Parafraseando, significa que no hay duros a cuatro pesetas, pero que me has caído bien y te voy a hacer un favor.
Aquel hombre destilaba una oratoria capaz de aniquilar las moscas al vuelo, pero sospeché que si quería averiguar algo sobre Julián Carax, más me valdría quedar en buenos términos con él. Le sonreí beatíficamente, mostrando mi deleite con los latinajos y su verbo fácil.
– Recuerda, mañana, en el Ateneo -sentenció el librero-. Pero trae el libro, o no hay trato.
– De acuerdo.
La conversación se desvaneció lentamente en el murmullo de los demás contertulios, derivando hacia la discusión de unos documentos encontrados en los sótanos de El Escorial que sugerían la posibilidad de que don Miguel de Cervantes no había sido sino el seudónimo literario de una velluda mujerona toledana. Barceló, ausente, no participó en el debate bizantino y se limitó a observarme desde su monóculo con una sonrisa velada. O quizá tan sólo miraba el libro que yo sostenía en las manos.
2
Aquel domingo, las nubes habían resbalado del cielo y las calles yacían sumergidas bajo una laguna de neblina ardiente que hacía sudar los termómetros en las paredes. A media tarde, rondando ya los treinta grados, partí rumbo a la calle Canuda para mi cita con Barceló en el Ateneo con mi libro bajo el brazo y un lienzo de sudor en la frente. El Ateneo era -y aún es- uno de los muchos rincones de Barcelona donde el siglo XIX todavía no ha recibido noticias de su jubilación. La escalinata de piedra ascendía desde un patio palaciego hasta una retícula fantasmal de galerías y salones de lectura donde invenciones como el teléfono, la prisa o el reloj de muñeca resultaban anacronismos futuristas. El portero, o quizá tan sólo fuera una estatua de uniforme, apenas pestañeó a mi llegada. Me deslicé hasta el primer piso, bendiciendo las aspas de un ventilador que susurraba entre lectores adormecidos derritiéndose como cubitos de hielo sobre sus libros y diarios.
La silueta de don Gustavo Barceló se recortaba junto a las cristaleras de una galería que daba al jardín interior del edificio. Pese a la atmósfera casi tropical, el librero vestía sus habituales galas de figurín y su monóculo brillaba en la penumbra como una moneda en el fondo de un pozo. junto a él distinguí una figura enfundada en un vestido de alpaca blanca que se me antojó un ángel esculpido en brumas. Al eco de mis pasos, Barceló entornó la mirada y me hizo un ademán para que me aproximase.
– Daniel, ¿verdad? -preguntó el librero-. ¿Has traído el libro?
Asentí por duplicado y acepté la silla que Barceló me brindaba junto a él y a su misteriosa acompañante. Durante varios minutos, el librero se limitó a sonreír plácida mente, ajeno a mi presencia. Al poco abandoné toda esperanza de que me presentase a quien fuera que fuese la dama de blanco. Barceló se comportaba como si ella no estuviese allí y ninguno de los dos pudiese verla. La observé de reojo, temeroso de encontrar su mirada, que seguía perdida en ninguna parte. Su rostro y sus brazos vestían una piel pálida, casi traslúcida. Tenía los rasgos afilados, dibujados a trazo firme bajo una cabellera negra que brillaba como piedra humedecida. Le calculé unos veinte años a lo sumo, pero algo en su porte y en el modo en que el alma parecía caerle a los pies, como las ramas de un sauce, me hizo pensar que no tenía edad. Parecía atrapada en ese estado de perpetua juventud reservado a los maniquíes en los escaparates de postín. Estaba intentando leerle el pulso bajo aquella garganta de cisne cuando advertí que Barceló me observaba fijamente.