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Nuria Monfort frunció el ceño, desconcertada.

– ¿Le dio usted a Aldaya la dirección de Julián en París? -pregunté.

– No. Me dio mala espina.

– ¿Qué dijo él?

– Se rió de mí, me dijo que ya la encontraría por otro conducto y me colgó el teléfono.

Algo parecía estar carcomiéndola. Empecé a sospechar adónde nos conducía la conversación.

– Pero usted volvió a oír hablar de él, ¿no es así?

Asintió nerviosamente.

– Como le decía, al poco de la desaparición de Julián, aquel hombre se presentó en la editorial Cabestany. Por entonces, el señor Cabestany ya no podía trabajar y su hijo mayor se había hecho cargo de la empresa. El visitante, Laín Coubert, se ofreció a comprar todos los restos de existencias que quedasen de las novelas de Julián. Yo pensé que debía de tratarse de un chiste de mal gusto. Laín Coubert era un personaje de La Sombra del Viento.

– El diablo.

Nuria Monfort asintió.

– ¿Llegó usted a ver a Laín Coubert?

Negó y encendió su tercer cigarrillo.

– No. Pero oí parte de la conversación con el hijo en el despacho del señor Cabestany.

Dejó la frase colgada, como si temiese completarla o no supiera cómo hacerlo. El cigarrillo le temblaba en los dedos.

– Su voz -dijo-. Era la misma voz del hombre que llamó por teléfono diciendo ser Jorge Aldaya. El hijo de Cabestany, un imbécil arrogante, quiso pedirle más dinero. El tal Coubert dijo que tenía que pensar en la oferta. Aquella misma noche, el almacén de la editorial en Pueblo Nuevo ardió, y los libros de Julián con él.

– Menos los que usted rescató y escondió en el Cementerio de los Libros Olvidados.

– Así es.

– ¿Tiene alguna idea de por qué motivo querría alguien quemar todos los libros de Julián Carax?

– ¿Por qué se queman los libros? Por estupidez, por ignorancia, por odio… vaya usted a saber

– ¿Por qué cree usted? -insistí.

– Julián vivía en sus libros. Aquel cuerpo que acabó en la morgue era sólo una parte de él. Su alma está en sus historias. En una ocasión le pregunté en quién se inspiraba para crear sus personajes y me respondió que en nadie. Que todos sus personajes eran él mismo.

– Entonces, si alguien quisiera destruirle, tendría que destruir esas historias y esos personajes, ¿no es así? Afloró de nuevo aquella sonrisa abatida, de derrota y cansancio.

– Me recuerda usted a Julián -dijo-. Antes de que perdiera la fe.

– ¿La fe en qué?

– En todo.

Se acercó en la penumbra y me tomó la mano. Me acarició la palma en silencio, como si quisiera leerme las líneas en la piel. La mano me temblaba bajo su tacto. Me sorprendí a mí mismo dibujando mentalmente el contorno de su cuerpo bajo aquellas ropas envejecidas, de prestado. Deseaba tocarla y sentir el pulso ardiéndole bajo la piel. Nuestras miradas se habían encontrado y tuve la certeza de que ella sabía lo que estaba pensando. La sentí más sola que nunca. Alcé los ojos y me encontré con su mirada serena, de abandono.

– Julián murió solo, convencido de que nadie iba a acordarse de él ni de sus libros y de que su vida no había significado nada -dijo-. A él le hubiera gustado saber que alguien le quería mantener vivo, que le recordaba. Él solía decir que existimos mientras alguien nos recuerda.

Me invadió el deseo casi doloroso de besar a aquella mujer, un ansia como no la había experimentado jamás, ni siquiera conciliando el fantasma de Clara Barceló. Me leyó la mirada.

– Se le hace a usted tarde, Daniel -murmuró.

Una parte de mí deseaba quedarse, perderse en aquella rara intimidad de penumbras con aquella desconocida y escucharle decir cómo mis gestos y mis silencios le recordaban a Julián Carax.

– Sí -balbuceé.

Asintió sin decir nada y me acompañó hasta la puerta. El pasillo se me hizo eterno. Me abrió la puerta y salí al rellano.

– Si ve usted a mi padre, dígale que estoy bien. Miéntale.

Me despedí de ella a media voz, agradeciéndole su tiempo y ofreciéndole la mano cordialmente. Nuria Monfort ignoró mi gesto formal. Me puso las manos sobre los brazos, se inclinó y me besó en la mejilla. Nos miramos en silencio y esta vez me aventuré a buscar sus labios, casi temblando. Me pareció que se entreabrían y que sus dedos buscaban mi rostro. En el último instante, Nuria Monfort se retiró y bajó la mirada.

– Creo que es mejor que se vaya usted, Daniel -susurró.

Me pareció que iba a llorar, y antes de que yo pudiese decir nada me cerró la puerta. Me quedé en el rellano y sentí su presencia al otro lado de la puerta, inmóvil, preguntándome qué había sucedido allí dentro. Al otro lado del rellano, la mirilla de la vecina parpadeaba. Le dediqué un saludo y me lancé escaleras abajo. Cuando llegué a la calle todavía llevaba su rostro, su voz y su olor clavados en el almas Arrastré el roce de sus labios y de su aliento sobre la piel por calles repletas de gente sin rostro que escapaba de oficinas y comercios. Al enfilar la calle Canuda me embistió una brisa helada que cortaba el bullicio. Agradecí el aire frío en el rostro y me encaminé hacia la universidad. Al cruzar las Ramblas me abrí paso hasta la calle Tallers y me perdí en su angosto cañón de penumbras, pensando que había quedado atrapado en aquel comedor oscuro en el que ahora imaginaba a Nuria Monfort sentada a solas en la sombra, arreglando sus lápices, sus carpetas y sus recuerdos en silencio, con los ojos envenenados de lágrimas.

21

Se desplomó la tarde casi a traición, con un aliento frío y un manto púrpura que resbalaba entre los resquicios de las calles. Apreté el paso y veinte minutos más tarde la fachada de la universidad emergió como un buque ocre varado en la noche. El portero de la Facultad de Letras leía en su garita a las plumas más influyentes de la España del momento en la edición de tarde de El Mundo Deportivo. Apenas parecían quedar ya estudiantes en el recinto. El eco de mis pasos me acompañó a través de los corredores y galerías que conducían al claustro, donde el rubor de dos luces amarillentas apenas inquietaban la penumbra. Me asaltó la idea de que Bea me había tomado el pelo y me había citado allí a aquella hora de nadie para vengarse de mi presunción. Las hojas de los naranjos del claustro parpadeaban como lágrimas de plata y el rumor de la fuente serpenteaba entre los arcos. Ausculté el patio con la mirada barajando decepción y, quizá, cierto alivio cobarde. Allí estaba. Su silueta se recortaba frente a la fuente, sentada en uno de los bancos con la mirada escalando las bóvedas del claustro. Me detuve en el umbral para contemplarla y, por un instante, me pareció ver en ella el reflejo de Nuria Monfort soñando despierta en su banco de la plaza. Advertí que no llevaba su carpeta ni sus libros y sospeché que quizá no hubiese tenido clase aquella tarde. Tal vez había acudido allí tan sólo para encontrarse conmigo. Tragué saliva y me adentré en el claustro. Mis pasos en el empedrado me delataron y Bea alzó la vista, sonriendo sorprendida, como si mi presencia allí fuera una casualidad

– Creí que no ibas a venir -dijo Bea.

– Eso mismo pensaba yo -repuse.

Permaneció sentada, muy erguida, con las rodillas apretadas y las manos recogidas sobre el regazo. Me pregunté cómo era posible sentir a alguien tan lejos y, sin embargo, poder leer cada pliegue de sus labios.

– He venido porque quiero demostrarte que estabas equivocado en lo que me dijiste el otro día, Daniel. Que me voy a casar con Pablo y que no importa lo que me enseñes esta noche, me voy a El Ferrol con él tan pronto acabe el servicio.

La miré como se mira a un tren que se escapa. Me di cuenta de que había pasado dos días caminando sobre nubes y se me cayó el mundo de las manos.

– Y yo que pensaba que habías venido porque te apetecía verme. -Sonreí sin fuerzas.

Observé que se le inflamaba el rostro de reparo.

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