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Nunca le dejaba acabar sus frases. Salía de la habitación con cualquier excusa y huía. Eran días en que creí estar enfrentándome al calendario en una carrera imposible. Temía que el mundo de espejismos que había construido en torno a Clara se acercase a su fin. Poco imaginaba yo que mis problemas apenas habían empezado.

MISERIA Y Compañía (1950-1952)

7

El día de mi dieciséis cumpleaños conjuré la peor de cuantas ocurrencias funestas había alumbrado a lo largo de mi corta existencia. Por mi cuenta y riesgo, había decidido organizar una cena de cumpleaños e invitar a Barceló, a la Bernarda y a Clara. Mi padre opinaba que aquello era un error.

– Es mi cumpleaños -repliqué cruelmente-. Trabajo para ti todos los demás días del año. Al menos por una vez, dame el gusto.

– Haz lo que quieras.

Los meses precedentes habían sido los más confusos de mi extraña amistad con Clara. Ya casi nunca leía para ella. Clara rehuía sistemáticamente cualquier ocasión que implicase quedarse a solas conmigo. Siempre que la visitaba, su tío estaba presente fingiendo leer el diario, o la Bernarda se materializaba trajinando por el foro y lanzándome miradas de soslayo. Otras veces, la compañía venía en forma de una o varias de las amigas de Clara. Yo las llamaba las Hermanas Anisete, siempre tocadas de un recato y un semblante virginal, patrullando las proximidades de Clara con un misal en la mano y una mirada policial que mostraba sin tapujos que yo estaba de sobra, que mi presencia avergonzaba a Clara y al mundo. El peor de todos, sin embargo, era el maestro Neri, cuya infausta sinfonía seguía inconclusa. Era un tipo atildado, un niñato de San Gervasio que pese a dárselas de Mozart, a mí, rezumando brillantina, me recordaba más a Carlos Gardel. De genio yo sólo le encontraba la mala baba. Le hacía la rosca a don Gustavo sin dignidad ni decoro, y flirteaba con la Bernarda en la cocina, haciéndola reír con sus ridículos regalos de bolsas de peladillas y pellizcos en el culo. Yo, en pocas palabras, le detestaba a muerte. La antipatía era mutua. Neri siempre aparecía por allí con sus partituras y su arrogante ademán, mirándome como si fuese un grumetillo indeseable y poniendo toda clase de reparos a mi presencia.

– Niño, ¿tú no tienes que irte a hacer los deberes?

– ¿Y usted, maestro, no tenía una sinfonía que acabar?

Al final, entre todos podían conmigo y yo me largaba cabizbajo y derrotado, deseando haber tenido la labia de don Gustavo para poner a aquel engreído en su sitio.

El día de mi cumpleaños, mi padre bajó al horno de la esquina y compró el mejor pastel que encontró. Dispuso la mesa en silencio, colocando la plata y la vajilla buena. Encendió velas y preparó una cena con los platos que suponía mis favoritos. No cruzamos palabra en toda la tarde. Al anochecer, mi padre se retiró a su habitación, se enfundó su mejor traje y regresó con un paquete envuelto en papel de celofán que colocó en la mesita del comedor. Mi regalo. Se sentó a la mesa, se sirvió una copa de vino blanco, y esperó. La invitación decía que la cena era a las ocho y media. A las nueve y media todavía estábamos esperando. Mi padre me observaba con tristeza sin decir nada. A mí me ardía el alma de rabia.

– Estarás contento -dije-. ¿Es esto lo que querías?

– No.

La Bernarda se presentó media hora más tarde. Traía una cara de funeral y un recado de la señorita Clara. Me deseaba muchas felicidades, pero sentía no poder asistir a mi cena de cumpleaños. El señor Barceló se había tenido que ausentar de la ciudad durante unos días por asuntos de negocios y Clara se había visto obligada a cambiar la hora de su clase de música con el maestro Neri. Ella había venido porque era su tarde libre.

– ¿Clara no puede venir porque tiene una clase de música? -pregunté, atónito.

La Bernarda bajó la vista. Estaba casi llorando cuando me tendió un pequeño paquete que contenía su regalo y me besó ambas mejillas.

– Si no le gusta, se puede cambiar -dijo.

Me quedé a solas con. mi padre, contemplando la vajilla buena, la plata y las velas consumiéndose en silencio.

– Lo siento, Daniel -dijo mi padre.

Asentí en silencio, encogiéndome de hombros.

– ¿No vas a abrir tu regalo? -preguntó.

Mi única respuesta fue el portazo que di al salir. Bajé las escaleras con furia, sintiendo los ojos rebosando lágrimas de ira al salir a la calle desolada, bañada de luz azul y de frío. Llevaba el corazón envenenado y la mirada me temblaba. Eché a andar sin rumbo, ignorando al extraño que me observaba inmóvil desde la Puerta del Ángel. Vestía el mismo traje oscuro, su mano derecha enfundada en el bolsillo de la chaqueta. Sus ojos dibujaban briznas de luz a la lumbre de un cigarro. Cojeando levemente, empezó a seguirme.

Anduve callejeando sin rumbo durante más de una hora hasta llegar a los pies del monumento a Colón. Crucé hasta los muelles y me senté en los peldaños que se hundían en las aguas tenebrosas junto al muelle de las golondrinas. Alguien había fletado una excursión nocturna y se podían oír las risas y la música flotando desde la procesión de luces y reflejos en la dársena del puerto. Recordé los días en que mi padre y yo hacíamos la travesía en las golondrinas hasta la punta del espigón. Desde allí podía verse la ladera del cementerio en la montaña de Montjuïc y la ciudad de los muertos, infinita. A veces yo saludaba con la mano, creyendo que mi madre seguía allí y nos veía pasar. Mi padre repetía mi saludo. Hacía ya años que no embarcábamos en una golondrina, aunque yo sabía que él a veces iba solo.

– Una buena noche para el remordimiento, Daniel -dijo la voz desde las sombras-. ¿Un cigarrillo?

Me incorporé de un brinco, con un frío súbito en el cuerpo. Una mano me ofrecía un pitillo desde la oscuridad.

– ¿Quién es usted?

El extraño se adelantó hasta el umbral de la oscuridad, dejando su rostro velado. Un hálito de humo azul brotaba de su cigarrillo. Reconocí al instante el traje negro y aquella mano oculta en el bolsillo de la chaqueta. Los ojos le brillaban como cuentas de cristal.

– Un amigo -dijo-. O eso aspiro a ser. ¿Cigarrillo?

– No fumo.

– Bien hecho. Lamentablemente, no tengo nada más que ofrecerte, Daniel.

Su voz era arenosa, herida. Arrastraba las palabras y sonaba apagada y remota, como los discos de setenta y ocho revoluciones por minuto que coleccionaba Barceló.

– ¿Cómo sabe mi nombre?

– Sé muchas cosas de ti. El nombre es lo de menos.

– ¿Qué más sabe?

– Podría avergonzarte, pero no tengo ni el tiempo ni las ganas. Baste decir que sé que tienes algo que me interesa. Y estoy dispuesto a pagarte bien por ello.

– Me parece que se equivoca usted de persona.

– No, yo nunca me equivoco de persona. Para otras cosas sí, pero nunca de persona. ¿Cuánto quieres por él?

– ¿Por el qué?

– La Sombra del Viento.

– ¿Qué le hace pensar que lo tengo?

– Eso está fuera de la discusión, Daniel. Es sólo una cuestión de precio. Hace mucho que sé que lo tienes. La gente habla. Yo escucho.

– Pues debe de haber oído mal. Yo no tengo ese libro. Y si lo tuviera, no lo vendería.

– Tu integridad es admirable, sobre todo en esta época de monaguillos y lameculos, pero conmigo no hace falta que hagas comedia. Dime cuánto. ¿Mil duros? A mí el dinero me trae sin cuidado. El precio lo pones tú.

– Ya se lo he dicho: ni está en venta, ni lo tengo -repliqué-. Se ha equivocado usted, ya lo ve.

El extraño permaneció en silencio, inmóvil, envuelto en el humo azul de aquel cigarrillo que nunca parecía acabarse. Noté que no olía a tabaco, sino a papel quemado. Papel bueno, de libro.

– Quizá seas tú el que se esté equivocando ahora -sugirió.

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