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Isaac me echó un par de mantas finas por los hombros y me ofreció una taza con un mejunje humeante que olía a chocolate caliente con ratafía.

– Me contaba usted de Carax…

– No hay mucho que contar. Al primero que oí mencionar a Carax fue a Toni Cabestany, el editor. Le hablo de veinte años atrás, cuando aún existía la editorial. Siempre que volvía de sus viajes a Londres, París o Viena, Cabestany se dejaba caer por aquí y charlábamos un rato. Los dos nos habíamos quedado viudos y él se lamentaba de que ahora estábamos casados con los libros, yo con los viejos y él con los de la contabilidad. Éramos buenos amigos. En una de sus visitas me contó que acababa de adquirir por cuatro chavos los derechos en castellano de las novelas de un tal Julián Carax, un barcelonés que vivía en París. Eso debió de ser en el año 28 o 29. Al parecer, Carax trabajaba de pianista en un burdel de poca monta en Pigalle por las noches y escribía de día en un ático miserable en la barriada de Saint Germain. París es la única ciudad del mundo donde morirse de hambre todavía es considerado un arte. Carax había publicado un par de novelas en Francia que habían resultado ser un absoluto fracaso de ventas. Nadie daba un duro por él en París, y a Cabestany siempre le gustó comprar barato.

– ¿Entonces, Carax escribía en castellano o en francés?

– A saber. Probablemente las dos cosas. Su madre era francesa, maestra de música, creo, y él había vivido en París desde que tenía diecinueve o veinte años. Cabestany decía que recibían de Carax los manuscritos en castellano. Si eran una traducción o el original, tanto le daba. El idioma favorito de Cabestany era el de la peseta, lo demás le traía al pairo. Cabestany había pensado que tal vez, con un golpe de suerte, conseguir colocar unos miles de ejemplares de Carax en el mercado español.

– ¿Y lo consiguió?

Isaac frunció el ceño, escanciándome un poco más de su brebaje reparador.

– Me parece que de la que más, La casa roja, vendió unos noventa.

– Pero siguió publicando a Carax, aunque perdiese dinero -apunté.

– Así es. No sé por qué, la verdad. Cabestany no era un romántico, precisamente. Pero quizá todo hombre tiene sus secretos… Entre el 28 y el 36 le publicó ocho novelas. Donde Cabestany hacía de verdad el dinero era en los catecismos y en una serie de folletines rosa protagonizados por una heroína de provincias, Violeta LaFleur, que se vendían muy bien en quioscos. Las novelas de Carax, supongo, las editaba por gusto y por llevarle la contraria a Darwin.

– ¿Qué fue del señor Cabestany?

Isaac suspiró, alzando la mirada.

– La edad, que a todos nos pasa factura. Cayó enfermo y tuvo algunos problemas de dinero. En 1936, el hijo mayor se hizo cargo de la editorial, pero era de los que no saben ni leerse la talla de los calzoncillos. La empresa se vino abajo en menos de un año. Afortunadamente, Cabestany no llegó a ver lo que sus herederos hacían con el fruto de toda una vida de trabajo ni lo que la guerra hacía con el país. Se lo llevó una embolia la noche de Todos los Santos, con un Cohiba en la boca y una niña de veinticinco años en las rodillas. El hijo estaba hecho de otra pasta. Arrogante como sólo los imbéciles pueden serlo. Su primera gran idea fue intentar vender el stock de libros del catálogo de la editorial, el legado de su padre, para transformarlos en pasta de papel o algo así. Un amigo, otro niñato con casa en Caldetas y un Bugatti, le había convencido de que las fotonovelas de amor y el Mein Kampf se iban a vender de miedo y que haría falta celulosa a mansalva para satisfacer la demanda.

– ¿Llegó a hacerlo?

– No le dio tiempo. Al poco de tomar las riendas de la editorial, un individuo se presentó en su casa y le hizo una oferta muy generosa. Quería adquirir todo el stock de novelas de Julián Carax que todavía quedasen en existencias, y se ofrecía a pagarlas tres veces su precio de mercado.

– No me diga más. Para quemarlas -murmuré. Isaac sonrió, sorprendido.

– Pues sí. Y parecía usted tonto, tanto preguntar y no saber nada.

– ¿Quién era ese individuo? -pregunté.

– Un tal Aubert o Coubert, no recuerdo bien.

– ¿Laín Coubert?

– ¿Le suena?

– Es el nombre de un personaje de La Sombra del Viento, la última novela de Carax.

Isaac frunció el ceño.

– ¿Un personaje de ficción?

– En la novela, Laín Coubert es el nombre que emplea el diablo.

– Un tanto teatral, le diré. Pero sea quien sea, al menos tenía sentido del humor -estimó Isaac.

Yo, que todavía tenía fresca la memoria de mi encuentro con aquel personaje, no le encontraba la gracia ni de refilón, pero reservé mi opinión para mejor lance.

– Este individuo, Coubert, o como se llame, ¿tenía la cara quemada, desfigurada?

Isaac me observó con una sonrisa a medio camino entre la chanza y la preocupación.

– No tengo la menor idea. La persona que me contó todo esto no le llegó a ver, y lo supo porque Cabestany hijo se lo contó a su secretaria al día siguiente. De caras quemadas no mencionó nada. ¿Quiere decir que eso no lo ha sacado de un folletín?

Agité la cabeza, quitándole importancia al tema.

– ¿Cómo acabó el asunto? ¿Le vendió los libros el hijo del editor a Coubert? -pregunté.

– El botarate del niñato se quiso pasar de listo. Pidió más dinero del que Coubert le ofrecía, y éste retiró su propuesta. Días más tarde, el almacén de la editorial Cabestany en Pueblo Nuevo ardió hasta los cimientos poco después de la medianoche. Y gratis.

Suspiré.

– ¿Qué ocurrió con los libros de Carax? ¿Se perdieron?

– Casi todos. Por fortuna, la secretaria de Cabestany, al oír lo de la oferta, tuvo una corazonada y, por su cuenta y riesgo, fue al almacén y se llevó un ejemplar de cada título de Carax a su casa. Ella era la que mantenía toda la correspondencia con Carax y, a lo largo de los años, habían entablado cierta amistad. Se llamaba Nuria, y me parece que ella era la única persona en la editorial, y probablemente en toda Barcelona, que se leía las novelas de Carax. Nuria siente debilidad por las causas perdidas. De pequeña recogía animalillos de la calle y los llevaba a casa. Con el tiempo pasó a adoptar novelistas malditos, a lo mejor porque su padre quiso ser uno y nunca lo consiguió.

– Parece que la conozca usted muy bien.

Isaac blandió su sonrisa de diablillo cojuelo.

– Más de lo que ella se cree. Es mi hija.

Se me comió el silencio y la duda. Cuanto más oía de aquella historia, más perdido me sentía.

– Tengo entendido que Carax volvió a Barcelona en 1936. Hay quien dice que murió aquí. ¿Le quedaba familia en la ciudad? ¿Alguien que pudiera saber de él?

Isaac suspiró.

– Vaya usted a saber. Los padres de Carax se habían separado hacía tiempo, creo. La madre se había marchado a América del Sur, donde se volvió a casar. Con su padre, que yo sepa, no se hablaba desde que se marchó a París.

– ¿Por qué no?

– Qué sé yo. La gente se complica la vida, como si no fuese suficientemente complicada.

– ¿Sabe si vive aún?

– Eso espero. Era más joven que yo, pero uno ya sale poco y hace años que no leo las necrológicas porque los conocidos caen como moscas y uno se queda acojonado, la verdad. Por cierto, Carax era el apellido de la madre. El padre se apellidaba Fortuny. Tenía una sombrerería en la ronda de San Antonio, y por lo que sé no se llevaba mucho con su hijo.

– ¿Pudiera ser entonces que al volver a Barcelona Carax se hubiese sentido tentado de acudir a ver a su hija Nuria, si tenían cierta amistad, aunque él no estuviese en buenos términos con su padre?

Isaac rió amargamente.

– Probablemente soy el menos indicado para saberlo. Después de todo, soy su padre. Sé que una vez, en el 32 o el 33, Nuria viajó a París por asuntos de Cabestany, y que se alojó en casa de Julián Carax un par de semanas. Eso me lo contó Cabestany, porque según ella estuvo en un hotel. Mi hija estaba por entonces soltera y a mí me daba en la nariz que Carax andaba un poco atontado con ella. Mi Nuria es de las que rompen corazones con sólo entrar en una tienda.

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