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Unas semanas más tarde, Miquel recibió la carta bajo nombre falso que Julián enviaba desde París dándole su dirección y comunicándole que estaba bien y le echaba de menos e interesándose por su madre y por Penélope. Incluía una carta dirigida a Penélope para que Miquel la reenviase desde Barcelona, la primera de tantas que Penélope nunca llegaría a leer. Miquel dejó pasar unos meses con prudencia. Escribía semanalmente a Julián, refiriéndole sólo aquello que creía oportuno, que era casi nada. Julián a su vez le hablaba de París, de lo difícil que estaba resultando todo, de lo solo y desesperado que se sentía. Miquel le enviaba dinero, libros y su amistad. Junto con cada carta, Julián acompañaba sus envíos con otra misiva para Penélope. Miquel las enviaba desde diferentes estafetas, aun sabiendo que era inútil. En sus cartas, Julián no cesaba de preguntar por Penélope. Miquel no podía contarle nada. Sabía por Jacinta que Penélope no había salido de la casa de la avenida del Tibidabo desde que su padre la había encerrado en la habitación del tercer piso.

Una noche, Jorge Aldaya le salió al paso entre las sombras a dos manzanas de su casa. «¿Vienes ya a matarme?», preguntó Miquel. Jorge anunció que venía a hacerle un favor a él y a su amigo Julián. Le entregó una carta y le sugirió que se la hiciera llegar a Julián, dondequiera que se hubiera ocultado. «Por el bien de todos», sentenció. El sobre contenía una cuartilla escrita de puño y letra por Penélope Aldaya.

Querido Julián:

Te escribo para anunciarte mi próximo matrimonio y para rogarte que no me escribas más, que me olvides y que rehagas tu vida. No te guardo rencor, pero no sería sincera si no te confesara que nunca te he querido y nunca podré quererte. Te deseo lo mejor, dondequiera que estés.

Penélope

Miquel leyó y releyó la carta mil veces. El trazo era inequívoco, pero no creyó por un momento que Penélope hubiera escrito aquella carta por propia voluntad. «Dondequiera que estés…» Penélope sabía perfectamente donde estaba Julián: en París, esperándola. Si fingía desconocer su paradero, reflexionó Miquel, era para protegerle. Por ese mismo motivo, Miquel no acertaba a comprender lo que podía haberla llevado a redactar aquellas líneas. ¿Qué más amenazas podía cernir sobre ella don Ricardo Aldaya que el mantenerla encerrada durante meses en aquella alcoba como a una prisionera? Más que nadie, Penélope sabía que aquella carta constituía una puñalada envenenada en el corazón de Julián: un joven de diecinueve años, perdido en una ciudad lejana y hostil, abandonado de todos, apenas sobreviviendo de vanas esperanzas de volverla a ver. ¿De qué quería protegerle al apartarle de su lado de aquel modo? Tras mucho meditarlo, Miquel decidió no enviar la carta. No sin antes saber su causa. Sin una buena razón, no sería su mano la que hundiese aquel puñal en el alma de su amigo.

Días más tarde supo que don Ricardo Aldaya, harto de ver a Jacinta Coronado acechando como un centinela a las puertas de su casa mendigando noticias de Penélope, había recurrido a sus muchas influencias y hecho encerrar al aya de su hija en el manicomio de Horta. Cuando Miquel Moliner quiso visitarla, se le negó el permiso. Jacinta Coronado iba a pasar sus tres primeros meses en una celda incomunicada. Después de tres meses en el silencio y en la oscuridad, le explicó uno de los doctores, un individuo muy joven y sonriente, la docilidad de la paciente estaba garantizada. Siguiendo una corazonada, Miquel decidió visitar la pensión en la que Jacinta había estado viviendo durante los meses siguientes a su despido. Al identificarse, la patrona recordó que Jacinta había dejado un mensaje a su nombre y tres semanas a deber. Saldó la deuda, de cuya veracidad dudaba, y se hizo con el mensaje en que el aya decía que tenía constancia de que una de las doncellas de la casa, Laura, había sido despedida al saberse que había enviado en secreto una carta escrita por Penélope a Julián. Miquel dedujo que la única dirección a la que Penélope, desde su cautiverio, habría podido dirigir la misiva era al piso de los padres de Julián en la ronda de San Antonio, confiando en que ellos a su vez la hiciesen llegar a su hijo en París.

Decidió pues visitar a Sophie Carax a fin de recuperar aquella carta para enviársela a Julián. Al visitar el domicilio de la familia Fortuny, Miquel se llevó una sorpresa de mal augurio: Sophie Carax ya no residía allí. Había abandonado a su marido unos días atrás, o ése era el rumor que circulaba en la escalera. Miquel trató entonces de hablar con el sombrerero, que pasaba los días encerrado en su tienda carcomido por la rabia y la humillación. Miquel le insinuó que había venido a buscar una carta que debía haber llegado a nombre de su hijo Julián hacía unos días.

– Yo no tengo ningún hijo -fue toda la respuesta que obtuvo.

Miquel Moliner marchó de allí sin saber que aquella carta había ido a parar a manos de la portera del edificio y que muchos años después, tú, Daniel, la encontrarías y leerías las palabras que Penélope había enviado, esta vez de corazón, a Julián, y que él nunca llegó a recibir.

Al salir de la sombrerería Fortuny, una vecina de la escalera que se identificó como la Viçenteta se le acercó y le preguntó si estaba buscando a Sophie. Miquel asintió.

– Soy amigo de Julián.

La Viçenteta le informó de que Sophie estaba malviviendo en una pensión situada en una callejuela tras el edificio de Correos a la espera de que partiese el barco que la llevaría a América. Miquel acudió a aquella dirección, una escalera angosta y miserable que rehuía la luz y el aire. En la cima de aquella espiral polvorienta de peldaños inclinados, Miquel encontró a Sophie Carax en una habitación del cuarto piso, encharcada de sombras y humedad. La madre de Julián enfrentaba la ventana sentada al borde de un camastro en el que todavía yacían dos maletas cerradas como ataúdes sellando sus veintidós años en Barcelona.

Al leer la carta firmada por Penélope que Jorge Aldaya había entregado a Miquel, Sophie derramó lágrimas de rabia.

– Ella lo sabe -murmuró-. Pobrecilla, lo sabe…

– ¿Sabe el qué? -preguntó Miquel.

– La culpa es mía -dijo Sophie-. La culpa es mía.

Miquel le sostenía las manos, sin comprender. Sophie no se atrevió a enfrentar su mirada.

– Penélope y Julián son hermanos -murmuró.

3

Muchos años antes de convertirse en la esclava de Antoni Fortuny, Sophie Carax había sido una mujer que vivía de su talento. Apenas contaba diecinueve años cuando llegó a Barcelona en busca de una promesa de empleo que nunca habría de materializarse. Antes de morir, su padre le había procurado referencias para que entrase al servicio de los Benarens, una próspera familia de comerciantes alsacianos establecida en Barcelona.

– A mi muerte -le instó-, acude a ellos, y te acogerán como a una hija.

La calurosa acogida que recibió fue parte del problema. Monsieur Benarens había decidido acogerla con los brazos, y las gónadas, abiertos y a toda vela. Madame Benarens, no sin apiadarse de ella y de su mala fortuna, le entregó cien pesetas y la puso en la calle.

– Tú tienes la vida por delante, pero yo sólo tengo este marido miserable y lúbrico.

Una escuela de música de la calle Diputación se avino a darle empleo como maestra particular de piano y solfeo. Era por entonces de buen tono que las hijas de familias asentadas fueran instruidas en las artes sociales y salpicadas con el don de la música de salón, donde la polonesa era menos peligrosa que la conversación o las lecturas cuestionables. Así pues, Sophie Carax empezó su rutina de visitar caserones palaciegos donde criadas almidonadas y mudas la conducían a salones de música donde la infancia hostil de la aristocracia industrial la esperaba para burlarse de su acento, su timidez o su condición de sirvienta, pentagrama más o menos. Con el tiempo aprendió a concentrarse en aquella exigua décima parte de sus alumnos que se elevaban por encima de la condición de alimañas perfumadas, y a olvidar al resto.

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