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Llegado este punto, don Anacleto procedió a esbozar una breve pero entrañable semblanza del carácter de la víctima, por otro lado de todos bien conocido.

– No es necesario que les recuerde que el señor Flaviá i Pujades ha sido bendecido con una personalidad frágil y delicada, todo bondad y piedad cristiana. Si una mosca se cuela en la relojería, en vez de matarla a alpargatazos, abre la puerta y las ventanas de par en par para que al insecto, criatura del Señor, se lo lleve la corriente de vuelta al ecosistema. Don Federico, me consta, es hombre de fe, muy devoto e involucrado en las actividades de la parroquia que, sin embargo, ha tenido que convivir toda su vida con un tenebroso tirón al vicio que, en contadísimas ocasiones, le ha vencido y le ha echado a la calle disfrazado de mujeruca. Su habilidad para reparar desde relojes de pulsera hasta máquinas de coser siempre fue proverbial y su persona apreciada por todos quienes le conocimos y frecuentamos su establecimiento, incluso por aquellos que no veían con buenos ojos sus ocasionales escapadas nocturnas luciendo pelucón, peineta y vestido de lunares.

– Habla usted como si estuviese muerto -aventuró Fermín, consternado.

– Muerto no, gracias a Dios.

Suspiré, aliviado. Don Federico vivía con una madre octogenaria y totalmente sorda, conocida en el barrio como La Pepita y famosa por soltar unas ventosidades huracanadas que hacían caer aturdidos a los gorriones de su balcón.

– Poco imaginaba La Pepita que su Federico -continuó el catedrático- había pasado la noche en una celda cochambrosa, donde un orfeón de macarras y navajeros se lo habían rifado cual putón verbenero para luego, una vez ahítos de sus carnes magras, propinarle una paliza de órdago mientras el resto de presos coreaban con alegría la «maricón, maricón, come mierda mariposón».

Se apoderó de nosotros un silencio sepulcral. La Merceditas sollozaba. Fermín quiso consolarla con un tierno abrazo, pero ella se zafó de un brinco.

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– Imagínense ustedes el cuadro -concluyó don Anacleto para consternación de todos.

El epílogo de la historia no mejoraba las expectativas. A media mañana, un furgón gris de jefatura había dejado tirado a don Federico a la puerta de su casa. Estaba ensangrentado, con el vestido hecho jirones, sin su peluca ni su colección de bisutería fina. Se le habían orinado encima y tenía la cara llena de magulladuras y cortes. El hijo de la panadera lo había encontrado acurrucado en el portal, llorando como un niño y temblando.

– No hay derecho, no señor -comentó la Merceditas, apostada a la puerta de la librería, lejos de las manos de Fermín-. Pobrecillo, si es más bueno que el pan y no se mete con nadie. ¿Que le gusta vestirse de faraona y salir a cantar? ¿Y qué más dará? Es que la gente es mala.

Don Anacleto callaba, con la mirada baja.

– Mala no -objetó Fermín-. Imbécil, que no es lo mismo. El mal presupone una determinación moral, intención y cierto pensamiento. El imbécil o cafre no se para a pensar ni a razonar. Actúa por instinto, como bestia de establo, convencido de que hace el bien, de que siempre tiene la razón y orgulloso de ir jodiendo, con perdón, a todo aquel que se le antoja diferente a él mismo bien sea por color, por creencia, por idioma, por nacionalidad o, como en el caso de don Federico, por sus hábitos de ocio. Lo que hace falta en el mundo es más gente mala de verdad y menos cazurros limítrofes.

– No diga usted majaderías. Lo que hace falta es un poco más de caridad cristiana y menos mala leche, que parece esto un país de alimañas -atajó la Merceditas-: Mucho ir a misa, pero a nuestro señor Jesucristo aquí no le hace caso ni Dios.

– Merceditas, no mentemos a la industria del misal, que es parte del problema y no de la solución.

– Ya salió el ateo. ¿Y a usted el clero qué le ha hecho, si se puede saber?

– Venga, no se me peleen -interrumpió mi padre-. Y usted, Fermín, acérquese a lo de don Federico y vea si necesita algo, que se le vaya a la farmacia o que se le compre algo en el mercado.

– Sí, señor Sempere. Ahora mismo. A mí es que me pierde la oratoria, ya lo sabe usted.

– A usted lo que le pierde es la poca vergüenza y la irreverencia que lleva encima -apostilló la Merceditas-. Blasfemo. Que le tendrían que limpiar el alma con salfumán.

– Mire, Merceditas, porque me consta que es usted una buena persona (si bien algo estrecha de entendimiento y más ignorante que un zote), y en estos momentos se presenta una emergencia social en el barrio frente a la que hay que priorizar esfuerzos, porque si no, le iba yo a aclarar a usted un par de puntos cardinales.

– ¡Fermín! -clamó mi padre.

Fermín cerró el pico y salió a escape por la puerta. La Merceditas le observaba con reprobación.

– Ese hombre les va a meter a ustedes en un lío el día menos pensado, fíjese lo que le digo. Lo menos es anarquista, masón, y hasta judío. Con ese narizón…

– No le haga usted ni caso. Todo lo hace por llevar la contraria.

La Merceditas negó en silencio, airada.

– Bueno, les dejo ya que una está pluriempleada y le falta el tiempo. Buenos días.

Asentimos con reverencia y la vimos partir, erguida y castigando la calle a taconazos. Mi padre respiró hondo, como si quisiera inspirar la paz recuperada. Don Anacleto languidecía a su lado, el rostro blanqueado por momentos y la mirada triste y otoñal.

– Este país se ha ido a la mierda -dijo, ya descabalgando de su oratoria colosal.

– Venga, anímese, don Anacleto. Que las cosas siempre han sido así, aquí y en todas partes, lo que pasa es que hay momentos bajos y cuando tocan de cerca todo se ve más negro. Ya verá cómo don Federico remonta, que es más fuerte de lo que todos nos pensamos.

El catedrático negaba por lo bajo.

– Es como la marea, ¿sabe usted? -decía, ido-. La barbarie, digo. Se va y uno se cree a salvo, pero siempre vuelve, siempre vuelve… y nos ahoga. Yo lo veo todos los días en el instituto. Válgame Dios. Simios es lo que llegan a las aulas. Darwin era un soñador, se lo aseguro. Ni evolución ni niño muerto. Por cada uno que razona, tengo que lidiar con nueve orangutanes.

Nos limitamos a asentir dócilmente. El catedrático se despidió con un saludo y partió, cabizbajo y cinco años más viejo de lo que había entrado. Mi padre suspiró. Nos miramos brevemente, sin saber qué decir. Me pregunté si debía referirle la visita del inspector Fumero a la librería. Esto ha sido un aviso, pensaba yo. Una advertencia. Fumero había utilizado al pobre don Federico de telegrama

– ¿Te ocurre algo, Daniel? Estás blanco.

Suspiré y bajé la mirada. Procedí a relatarle el incidente con el inspector Fumero la otra noche, sus insinuaciones. Mi padre me escuchaba, tragándose la furia que le ardía en los ojos.

– Es culpa mía -dije-. Tenía que haber dicho algo…

Mi padre negó.

– No. No podías saberlo, Daniel.

– Pero…

– Ni se te ocurra pensarlo. Y a Fermín, ni una palabra. Sabe Dios cómo iba a reaccionar si supiera que ese individuo anda de nuevo tras él.

– Pero algo tendremos que hacer.

– Procurar que no se meta en líos.

Asentí, no muy convencido, y me dispuse a continuar la labor que había empezado Fermín mientras mi padre volvía a su correspondencia. Entre párrafo y párrafo, mi padre me lanzaba alguna mirada de soslayo. Fingí no darme cuenta.

– ¿Qué tal con el profesor Velázquez ayer, todo bien? -preguntó, deseoso de cambiar de tema.

– Sí. Quedó contento con los libros. Me comentó que anda buscando un libro de cartas de Franco.

– El Matamoros. Pero si es apócrifo… un chiste de Madariaga. ¿Qué le dijiste?

– Que ya estábamos en ello y le decíamos algo en dos semanas máximo.

– Bien hecho. Pondremos a Fermín en el asunto y se lo cobraremos a precio de oro.

Asentí. Seguimos con la aparente rutina. Mi padre seguía mirándome. Ahí viene, pensé.

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