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Fumero acechaba oculto tras la puerta. Bea no reparó en su presencia. Cuando Carax se incorporó de un salto y Bea se volvió, alertada, el revólver del inspector ya le rozaba la frente. Palacios se lanzó a detenerle. Llegó tarde. Carax se cernía ya sobre él. Escuché su grito, lejano, llevando el nombre de Bea. La sala se prendió en el resplandor del disparo. La bala atravesó la mano derecha de Carax. Un instante más tarde, el hombre sin rostro caía sobre Fumero. Me incliné para ver cómo Bea corría a mi lado, intacta. Busqué a Carax con una mirada que se me apagaba, pero no le encontré. Otra figura había ocupado su lugar. Era Laín Coubert, tal y como había aprendido a temerle leyendo las páginas de un libro tantos años atrás. Esta vez, las garras de Coubert se hundieron en los ojos de Fumero y lo arrastraron como garfios. Acerté a ver cómo las piernas del inspector se arrastraban por la puerta de la biblioteca, cómo su cuerpo se debatía en sacudidas mientras Coubert lo arrastraba sin piedad hacia el portón, cómo sus rodillas golpeaban los escalones de mármol y la nieve le escupía en el rostro, cómo el hombre sin rostro le aferraba del cuello y, alzándolo como un títere, lo lanzaba contra la fuente helada, cómo la mano del ángel atravesaba su pecho y lo ensartaba y cómo el alma maldita se le derramaba en vapor y aliento negro que caía en lágrimas heladas sobre el espejo mientras sus párpados se agitaban hasta morir y sus ojos parecían astillarse con arañazos de escarcha.

Me desplomé entonces, incapaz de sostener la mirada un segundo más. La oscuridad se teñía de luz blanca y el rostro de Bea se alejaba en un túnel de niebla. Cerré los ojos y sentí las manos de Bea sobre mi rostro y el soplo de su voz suplicándole a Dios que no me llevase, susurrándome que me quería y que no me dejaría ir, que no me dejaría ir. Sólo recuerdo que me desprendí en aquel espejismo de luz y frío, que una rara paz me envolvió y se llevó el dolor y el fuego lento de mis entrañas. Me vi a mí mismo caminando por las calles de aquella Barcelona embrujada de la mano de Bea, casi ancianos. Vi a mi padre y a Nuria Monfort posando rosas blancas sobre mi tumba. Vi a Fermín llorando en brazos de la Bernarda, y a mi viejo amigo Tomás, que había enmudecido para siempre. Les vi como se ve a los extraños desde un tren que se aleja demasiado de prisa. Fue entonces, casi sin darme cuenta, cuando recordé el rostro de mi madre que había perdido tantos años atrás como si un recorte extraviado se hubiese deslizado de entre las páginas de un libro. Su luz fue cuanto me acompañó en mi descenso.

27 DE NOVIEMBRE DE 1955 POST MORTEM

La habitación era blanca, forjada de lienzos y cortinajes tejidos de vapor y de sol reluciente. Desde mi ventana se veía un mar azul infinito. Algún día, alguien querría convencerme de que no, que desde la clínica Corachán no se ve el mar, que sus habitaciones no son blancas ni etéreas y que el mar de aquel noviembre era una balsa de plomo fría y hostil, que siguió nevando todos los días de aquella semana hasta sepultar el sol y toda Barcelona bajo un metro de nieve y de que incluso Fermín, el eterno optimista, creía que yo iba a morir otra vez.

Ya había muerto antes, en la ambulancia, en brazos de Bea y del teniente Palacios, que arruinó su traje oficial con mi sangre. La bala, decían los médicos, que hablaban de mí creyendo que no les oía, había destrozado dos costillas, rozado el corazón, segado una arteria y salido al galope por el costado, arrastrando cuanto encontró en su camino. Mi corazón dejó de latir durante sesenta y cuatro segundos. Me dijeron que, al regresar de mi excursión al infinito, abrí los ojos y sonreí antes de perder el conocimiento.

No recuperé el sentido hasta ocho días más tarde. Para entonces, los periódicos ya habían publicado la noticia del fallecimiento del insigne inspector jefe de policía Francisco Javier Fumero en una trifulca con una banda armada de maleantes, y las autoridades andaban demasiado ocupadas en encontrarle una calle o pasaje al que rebautizar en su memoria. El suyo fue el único cuerpo hallado en el viejo caserón de los Aldaya. Los cuerpos de Penélope y su hijo nunca aparecieron.

Desperté al alba. Recuerdo la luz, de oro líquido, derramándose por las sábanas. Había dejado de nevar y alguien había cambiado el mar tras mi ventana por una plaza blanca de la que emergían unos columpios y poco más. Mi padre, hundido en una silla junto a mi cama, alzó la vista y me observó en silencio. Le sonreí y se echó a llorar. Fermín, que dormía a pierna suelta en el pasillo, y Bea, que le sostenía la cabeza en el regazo, oyeron sus lágrimas, un lamento que se perdía a gritos, y entraron en la habitación. Recuerdo que Fermín estaba blanco y flaco como una raspa de pescado. Me contaron que la sangre que corría por mis venas era suya, que yo había perdido toda la mía, y que mi amigo llevaba días atiborrándose de pepitos de lomo en la cafetería de la clínica para criar glóbulos rojos en caso de que yo necesitase más. Quizá eso explicase por qué me sentía más sabio y menos Daniel. Recuerdo que había un bosque de flores y que aquella tarde, o quizá dos minutos después, no sabría decir, desfilaron por la habitación desde Gustavo Barceló y su sobrina Clara, a la Bernarda y mi amigo Tomás, que no se atrevía a mirarme a los ojos y que cuando le abracé echó a correr y se fue a llorar a la calle. Recuerdo vagamente a don Federico, que venía acompañado de la Merceditas y del catedrático don Anacleto. Sobre todo recuerdo a Bea, que me miraba en silencio mientras todos se deshacían en alegrías y salvas al cielo, y a mi padre, que había dormido en aquella silla durante siete noches, rezándole a un Dios en el que no creía.

Cuando los médicos obligaron a toda la comitiva a desalojar la habitación y abandonarme a un reposo que no quería, mi padre se acercó un momento y me dijo que me había traído mi pluma, la estilográfica de Víctor Hugo, y un cuaderno, por si quería escribir. Fermín, desde la puerta, anunciaba que había consultado con el plantel de doctores de la clínica y le habían asegurado que yo no iba a hacer el servicio militar. Bea me besó en la frente y se llevó a mi padre a que le diese el aire, porque no había salido de aquella habitación en más de una semana. Me quedé a solas, aplastado de cansancio y me rendí al sueño, contemplando el estuche de mi pluma sobre la mesita de noche.

Me despertaron unos pasos en la puerta y me pareció ver la silueta de mi padre al pie del lecho, o quizá fuera el doctor Mendoza que no me quitaba un ojo de encima, convencido de que yo era hijo de un milagro. El visitante rodeó el lecho y se sentó en la silla de mi padre. Sentía la boca seca y apenas podía hablar. Julián Carax me acercó un vaso de agua a los labios y me sostuvo la cabeza mientras los humedecía. Tenía ojos de despedida, y me bastó mirar en ellos para comprender que nunca había llegado a averiguar la verdadera identidad de Penélope. No recuerdo bien sus palabras, ni el sonido de su voz. Sí sé que me tomó la mano y que sentí que me pedía que viviese por él, y que no volvería a verle jamás. De lo que no me he olvidado es de lo que yo le dije. Le pedí que tomase aquella pluma, que había sido suya desde siempre, y que volviese a escribir.

Cuando desperté, Bea me estaba refrescando la frente con un paño húmedo de colonia. Sobresaltado, le pregunté dónde estaba Carax. Me miró, confundida, y me dijo que Carax había desaparecido en la tormenta ocho días atrás dejando un rastro de sangre en la nieve y que todos le daban por muerto. Dije que no, que había estado allí mismo, conmigo, hacía apenas segundos. Bea me sonrió, sin decir nada. La enfermera que me tomaba el pulso negó lentamente y me explicó que llevaba seis horas dormido, que ella había estado sentada a su escritorio frente a la puerta de mi habitación durante todo ese tiempo y que, mientras tanto, nadie había entrado en mi habitación.

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